Los grandes cementerios bajo la luna

Al fin Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijoo se han puesto de acuerdo en algo. Para el primero en nada del procés hubo terrorismo. Para el segundo, si lo hubo, será difícil de probar. ¿Pese a sus víctimas? Ni siquiera han esperado a que los jueces decidan qué es terror, apresurados en olvidar a quienes lo padecieron. Ya otras veces se ha dicho: «Triste España sin ventura».

Acaba de publicarse aquí un libro capital, inencontrable desde hacía décadas: Los grandes cementerios bajo la luna, de Georges Bernanos (Pepitas ed.). «¡Ah, la atmósfera del Terror no es como imagináis! La primera impresión es de un tremendo error que lo confunde todo, que mezcla inextricablemente el bien y el mal, a los culpables y a los inocentes, el entusiasmo y la crueldad. ¿Lo habré visto bien? ¿Lo habré entendido bien?... Os dicen que eso va a acabar, que ya ha acabado. Respiráis aliviados. Respiráis hasta la siguiente matanza, que os pilla desprevenidos». Aterra pensar que pervive hoy parecida confusión. Quiero decir que si es exacto lo que dice Bernanos, que el terror es la mezcla e igualación de culpables e inocentes, amnistía y terror vienen, hoy, a ser sinónimos, si acaso no una transvaloración, pues se trata ahora de hacer inocentes a los culpables, y al revés.

Los grandes cementerios bajo la luna
ULISES CULEBRO

Los grandes cementerios bajo la luna se publicó en 1938 e hizo famoso, aún más, a Bernanos, católico, monárquico y testigo directo del Terror y de los crímenes de los falangistas mallorquines en la Guerra Civil española, con la bendición del «reverendísimo obispo de Palma» y los curas de la isla. Asesinatos vistos en un primer momento por el escritor francés si no con complacencia, sí con circunspección (al fin y al cabo su hijo formaba parte, como camisa vieja, de las escuadras exterminadoras): «Creo saber cuál es la parte legítima, la parte ejemplar de la revolución fascista, hitleriana o incluso estaliniana». Legítima, dijo. Pese a la amplitud cinemascope propia de los panfletos (a lo Léon Bloy, a lo Céline) el libro contó con la admiración de gente de arte y ensayo, Sartre, Camus, Arendt... Hannah Arendt reconoció a su maestro Jaspers que, pese a no ser «un gran poeta, Bernanos es un verdadero orador», y aunque «divaga mucho [cierto], ilustrará a los historiadores del futuro sobre la barbarie del fascismo más que la mayoría de los mamotretos con su pedantesco aparato de notas».

El libro debió su gran éxito y debe su pervivencia a las páginas dedicadas a la represión fascista. La izquierda vio en ellas una poderosa arma de propaganda, y los detalles tremebundos y sanguinolentos hicieron el resto: en Francia gustan mucho cuando proceden de esta tierra de cigarreras y toreadores, y si el asesino lleva tricornio, más todavía.

¿Y Bernanos, mientras tanto, qué hizo allí? «Si hubiera pretendido oponerme a las ejecuciones sumarias yo mismo habría sido fusilado. Una guerra civil no se hace con guante blanco». Ahí terminó su compromiso con la verdad. Cuando pudo, se fue y se llevó consigo a su familia. Su hijo desertó unos meses después.

Providencialmente acaba de aparecer La guerra de España, de Simone Weil, apenas unas cuartillas de letra abultada (Página Indómita ed.). No se puede leer a Bernanos sin leer el librito de Weil. Sería inmoral.

Weil era en 1938 lo contrario de Bernanos: joven, desconocida, discreta. Y además judía (se convertiría al catolicismo mucho después). Se sumó desde el principio a la causa republicana, viajó a Barcelona en agosto del 36, se incorporó a la columna Durruti y fue testigo de parecidos asesinatos, paseos y venganzas perpetrados por los anarquistas. Protesta tímidamente y anota en su diario que, de ser apresada, «me matarán, pero lo tengo merecido». «Los nuestros han derramado ya mucha sangre. Soy moralmente cómplice». La conciencia de su responsabilidad la hace a mi modo de ver superior a Bernanos, claro que en el caso de Weil la izquierda sigue prefiriendo ilustrarse en otro lado.

Weil leyó el libro de Bernanos arrebatada, y no pudo sustraerse al impulso de escribirle. Nunca le envió esa carta. Le cuenta en ella sus propias vivencias. Esta, por ejemplo: el falangista de 15 años. Durruti le da a elegir: morir o integrarse en su columna; que lo pensase. «Pasado el plazo, veinticuatro horas, el joven dijo que no y lo fusilaron. No obstante Durruti fue en algunos aspectos un hombre admirable». ¿Veía Weil también la parte ejemplar de la revolución durrutiniana? Le atormentó reconocer que jamás vio «a nadie expresar, ni siquiera en la intimidad, repulsión, desagrado o incluso desaprobación ante la sangre derramada innecesariament». (...). «Cuando se sabe que es posible matar sin correr el riesgo de ser castigado o culpado, se mata; o al menos se rodea de sonrisas alentadoras a quienes matan». ¿Qué hizo entonces Simone Weil? En cuanto pudo, un mes y medio después de haber tomado las armas, desapareció por un forillo y se marchó de España.

Algunos han tratado estos últimos 20 años de explicar (con poco éxito) la diferencia entre equidistancia y ecuanimidad. Ecuanimidad es leer a Bernanos y Weil. Equidistancia, equiparar inocentes y culpables, constitucionalistas e inconstitucionales; e impiedad, prohibir que se exhumen de una fosa común 700 víctimas de la Guerra Civil, por haberlo sido, conforme a la Ley de memoria democrática, del bando equivocado, o sea, el no republicano.

¿Harán de nosotros, al fin, personas moralmente cómplices?

Andrés Trapiello

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *