Ha sido un año difícil; solo en Madrid han muerto por la pandemia más de 60 compañeros, activos en su mayoría. Creo que los médicos nos merecemos un reconocimiento y se me ocurre que le podíamos pedir un regalo a los Reyes. Yo, en el día de hoy, me permito pedirles una buena Ley de cuidados paliativos.
Según la Organización Mundial de la Salud, los cuidados paliativos son el conjunto de medidas que previenen y alivian el sufrimiento, incluyendo el dolor y otros problemas, sean estos de orden físico, psicosocial o espiritual. Los pacientes con enfermedades avanzadas se merecen unos cuidados que les permitan tener una mejor calidad de vida los últimos meses de su vida. En España, están infradesarrollados. De los dos servicios de cuidados paliativos por cada 100.000 habitantes que se recomiendan, solo se alcanza un 0,6. Somos de los pocos países de Europa que no tenemos una especialidad de cuidados paliativos. Por eso me cuesta creer que, en vez de este deseado y necesario regalo, los Reyes nos traigan una Ley de eutanasia.
Tenemos un gran número de pacientes con enfermedades avanzadas que no reciben unos cuidados paliativos adecuados. Porque unos buenos y universales son la reserva de las sociedades que quieren ser justas con sus padres y sus abuelos, o con aquellos, ahora agotados, a los que la vida no les fue bien. Lo demás, la eutanasia, la autonomía de la voluntad o el falso derecho a la muerte son mentiras que el hombre se inventa y las ideologías aprovechan para vender humo. La verdadera alternativa que tenemos por delante es dotar a cada hospital con un Servicio de cuidados paliativos. Necesitamos una ley que haga frente al drama de la muerte, pero que lo haga de forma adecuada. Esto sí que es hacer justicia y tratar con dignidad a nuestros enfermos terminales.
En vez de implementar medidas para mejorar la atención de estos enfermos, la alternativa que se les da hoy es matarlos. Además, se aprovecha una pandemia de dimensiones extraordinarias en la que ni los médicos ni la sociedad se pueden manifestar, aturdidos por el día a día, para aprobar una medida que va a significar el mayor recorte sanitario de la historia. Una medida de obligado cumplimiento que va contra el juramento hipocrático y contra el código deontológico que nos regula la práctica. Una medida, por otra parte, que nos va a convertir en la excepción de Europa (la eutanasia solo es legal en el Benelux y se permite en Suiza) y que se quiere a aprobar sin un adecuado debate previo y en contra del dictamen del Comité de Bioética de España, el principal órgano consultivo del Gobierno en esta materia, dependiente de los Ministerios de Sanidad y Ciencia.
En el día de hoy, en el Congreso de los Diputados se está asestando una clara agresión a la tradición y a la ética médica, que va a conllevar, más temprano que tarde, la quiebra de la relación de confianza médico-paciente. Desde un argumento falaz y sin una demanda social verdadera, esta ley acomete una nueva e ideologizada ingeniería de transformación social, testimonio de la profunda decadencia de valores que experimenta nuestra patria. Yo todavía me permito pedir al Gobierno y a los partidos políticos un cambio de ruta y una reflexión profunda sobre el alcance de lo que se proponen. La identidad genuina de la medicina es y será siempre sanar. Un término que integra el curar y el cuidar. Y cuando esto no es ya posible paliar el sufrimiento del paciente, siempre evitando su dolor y su soledad en los momentos finales de la vida, que es función de los paliativos. Jamás matar. Ninguna ley puede obligar a una profesión a ser lo que nunca puede ser. Ni a un médico a matar legalmente. Los horrores de Weimar y su legado nos deben enseñar que la ley no puede estar por encima de la ética médica, arrollarla.
Es imposible que los autores de esta ley desconozcan sus consecuencias, no el portal sino el portón mortal que su legalización abre a la inseguridad jurídica y a la pendiente deslizante que en unos años pasará de lo legal a lo ilegal y de lo autónomo a lo imperativo en los carentes de toda autonomía, incluyendo niños con discapacidad, enfermos mentales y ancianos con demencia. Es algo público y notorio que ya sucede en Bélgica y Holanda donde, bajo términos eufemísticos, un alto número de enfermos, ya sin autonomía, son eliminados a petición de sus hijos, sus padres o sus tutores legales. Sin clara fiscalización de la justicia.
A la práctica médica acecha un gran peligro. No se cuenta con nosotros aunque, después de nuestros pacientes, somos los más implicados. Causa estupor. Es como si al zapatero el Gobierno dijera cómo arreglar la suela de unos zapatos, o al cirujano el modo de operar un cáncer de páncreas. Se vende la eutanasia como progresista, aunque implica una intervención dictatorial en la práctica médica y pone el foco en los pacientes más débiles y desasistidos, y con peor situación socioeconómica.
Los médicos descubrieron hace miles de años lo que es el bien del enfermo y los límites insobornables de sus propias acciones, el límite de impulsar o ejecutar la muerte del sufriente. Desde los más ignotos tiempos, los médicos han tenido prohibido matar, con excepciones que creíamos que no volverían a darse como durante el nazismo. La eutanasia corrompe la relación médico-paciente incorporando la desconfianza, y lleva a situaciones tristes como las de los ancianos que huyen por temor de Holanda o Bélgica.
La experiencia de las duras condiciones que soportan los pacientes con enfermedades avanzadas, la vivencia de su día a día , la realidad de su dependencia y la ruptura de su intimidad, todo esto no lo conocen los políticos. Lo conocen las enfermeras y los médicos. Muchos saben, sienten, que las manos dulces de una sabia enfermera, al modo de una madre, son la esperanza de sus vidas. Confían en su médico, y saben que intentará siempre lo mejor para ellos. En las condiciones más extremas algunos no quieren ya vivir, eso dicen, pero lo que no quieren es vivir así. Un chute de morfina y una mano amiga y competente, y sentirse protegidos, y todo parece cambiar y vuelve la alegría a muchos rostros. Esto es lo que la sociedad está obligada hoy a reflexionar y tomar medidas. Cambiemos ese así, y no permitamos el olvido o el desprecio de sus vidas a través de la eutanasia.
Esta ley se defiende desde la autonomía de los pacientes, pero olvida la carencia de autodeterminación real que tienen muchos pacientes con enfermedades avanzadas y que, en la mayoría de los casos, la expresión de un deseo de muerte viene a significar el grito de una petición de ayuda, que expresa la necesidad de cuidados, atención y cariño.
Desde otra perspectiva, es una ley con implicaciones económicas: tengamos en cuenta que se aplicaría en el país más envejecido de Europa. De hecho, España camina a pasos agigantados para convertirse, si lo permite la pandemia, en el país más envejecido del mundo y en menos de 20 años. Cada vez tenemos más ancianos, que cobran pensiones y muchos de ellos demandan unos cuidados médicos costosos. Desde un punto de vista economicista solo veo dos salidas a nuestro verdadero suicidio demográfico. Una es promover la natalidad. Lamentablemente, se quiere apostar por la otra.
España y los españoles, nuestros padres y nuestros abuelos, no se merecen el trato de la eutanasia, y la irresponsabilidad de su aprobación descansa en todos quienes la apoyan o se ponen de perfil, culpables siempre, por muy útil o estratégica que sea a sus intereses. Aquí también incluyo a los pocos médicos que la defienden, ignorantes y rendidos al falso progreso de una ideología del momento, circunstancial, que olvidan el consenso categórico contra la eutanasia de la Asociación Médica Mundial.
Debemos exigir transparencia, puertas abiertas al debate social, denunciar las pseudoencuestas sesgadas y manipuladas, y un acercamiento mayor al ser humano que sufre en las casas o los hospitales. Y un diálogo sincero con los médicos. Necesario, imprescindible. Este año los médicos no nos merecemos carbón. ¡Y nuestros pacientes tampoco!
Manuel Martínez-Sellés es presidente del Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid.