Los que pagaban

Don Silverio Lanza, un escritor con dinero entre los que se llamaban «bohemios» y que era como el patrono de éstos, fue procesado por un delito de imprenta de no mucha gravedad y, cuando oyó al magistrado citar el Código de Derecho Procesal, comentó que ese libro era malísimo porque él le había puesto una vez en la vía del tren y éste había descarrilado, aunque sin mayores consecuencias.

Los magistrados que juzgaban estos pequeños delitos de imprenta se mostraban de ordinario muy comprensivos porque entendían perfectamente que, para muchos de aquellos escritores, una pequeña condena o una simple citación a un tribunal, especialmente si lo publicaban algunos periódicos, era bastante más que la coronación de Zorrilla como poeta, y recibían el correspondiente homenaje de sus compañeros, la mayor parte de los cuales pensaba con toda seriedad que el compañero había sido capaz de conmover los fundamentos de la sociedad en sus cimientos. Y estos desafíos a la ley, muy leves y calculados, comenzaban ya por entonces a ser la gloria del martirio por la libertad, consagraban a sus autores, como grandes escritores o literatos para varias generaciones, y especialmente como «librepensadores», que era una suma categoría en la época, y consistía más bien en que quienes gozaban de esa fama eran suavemente anticlericales y se esperaba que se enterrasen en el cementerio civil.

Uno de estos hombres de letras, bohemios y en busca de gloria literaria y política, y de la heroicidad –que a veces lo era verdaderamente– se llamaba Barrantes y fue un caso extremo que descendió al último peldaño de la bohemia y también del desprecio a la cordura, y armaba trifulcas en la calle hasta paralizar el tráfico en Madrid. Pero, aunque pronunciaba las arengas más radicales y sin sentido de los más iracundos enemigos de la sociedad, y daba los gritos y amenazas más punibles de los más revolucionarios y delincuentes del hampa política, nadie le hacía caso, y la policía misma solamente podía ser testigo de su condición absolutamente inofensiva y de hombre bueno, que desde luego sirvió, y por pocos dineros, para cumplir las penas de cárcel que se le impusieron como director legal aunque no técnico de varios periódicos u hojas volanderas..

Y en la cárcel, que siempre es aposento donde todo incomodo tiene lugar, como decía el señor Miguel de Cervantes que conoció por experiencia la terrible cárcel de Sevilla, que no era muy diferente la de «El Saladero» de Madrid, Barrantes cumplía el reglamento como un señor, y no tuvo el menor roce con ninguno de los caballeros internos, habilidad que no debía de estar, ciertamente, al alcance de todos. Fue una pena que no se le reconociese, por lo menos allí, su mérito literario y de garante de la libertad de imprenta, porque muchos, con menos razones y sacrificios personales, se han hecho inmortales.

La impresión que tenemos, en fin, es la de que no pocas veces se echó mano de la ordinariez, el insulto y lenguaje del hampa para componer y publicar verdaderos desechos literarios en periódicos y otros medios, entre otras razones porque había bastante canalla que escribía sin responsabilidad por lo escrito, ya que había «bastantes Barrantes» que estaban allí para responder. Y, por fin se inventó que los medios impresos que lograban componer doscientas páginas, y de ahí para arriba, estuvieran exentas de censura, porque pocos españoles habría que tuvieran tanto aguante de lectura, y don Gumersindo de Azcárate tuvo esto en cuenta, cuando en 1876 tuvo que añadir a su libro, «Minuta de un estamento», algunas notas al texto, anuncios de libros y el catálogo de su editor, para que el libro pasase las doscientas páginas, Pero lo que ahora sucede es que hay un gran florecimiento lector y quienes antes sólo leían breves folletos y, sólo en caso grave, un libro con alguna más de doscientas páginas, ahora se leen enormes mamotretos de varios cientos de páginas, y en lenguaje políticamente correcto. Barrantes y la censura han quedado obsoletos.

José Jiménez Lozano, escritor.

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