Los riesgos de confiar demasiado en papá Estado

Hace unos días publicó el CIS los resultados de su encuesta Los ciudadanos y el Estado, llevada a cabo en el marco del International Social Survey Program (ISSP), y con datos recogidos entre enero y marzo de 2007. Gracias a ella podemos comprobar cómo los españoles siguen, al menos en sus opiniones, fiando una gran parte de las soluciones de sus problemas al Estado.

La primera impresión que ofrecen los datos es la de un acendrado estatismo. No me refiero sólo a proporciones de más de tres cuartas partes de los encuestados que están absolutamente seguros de que el Gobierno tiene la responsabilidad de ofrecer asistencia sanitaria para todos o asegurar pensiones dignas para los ancianos. Ni a los tres quintos que lo están de que es responsabilidad de aquél facilitar una vivienda digna a las familias con pocos ingresos, o becas a los universitarios procedentes de esas familias. Ni a casi la mitad que están totalmente convencidos de que es responsabilidad gubernamental asegurar un subsidio digno a los parados o reducir las diferencias de ingresos entre ricos y pobres.

Todas esas expectativas podrían, incluso, cubrirse con intervenciones estatales de menor entidad. No, me refiero, sobre todo, al 42% seguro de que el Gobierno ha de crear un puesto de trabajo para todo el que lo demanda (y al 38% que cree que probablemente debería hacerlo), así como, especialmente, al 54% convencido de que el Gobierno ha de controlar los precios (con un 35% que le asigna ese deber con alguna probabilidad).

Crear un puesto de trabajo para todos y controlar los precios suena mucho a una economía socialista, de las de antes de la caída del Muro. Asimismo, si nos fijamos en las demandas de mayor gasto público en distintos temas, también convendríamos en apuntar a un elevado estatismo en los españoles: de ocho ámbitos propuestos, en seis se observan mayorías amplias a favor de que el Estado gaste más o mucho más; en uno (arte y cultura), la opinión está dividida; y en otro, el de Fuerzas Armadas y Defensa, como era esperable, la mayoría clara está a favor de reducir la inversión. Estas opiniones se recogen a pesar de que se le recuerda al encuestado que, quizás, haya que aumentar impuestos para afrontar esos mayores gastos. Quizá creen (los encuestados) que se trata de subírselos a los demás, quiero decir, a los que tienen ingresos altos.

Medido con este tipo de preguntas, el estatismo de los españoles resulta muy elevado si lo comparamos con el de los ciudadanos de otros países. En otra encuesta del ISSP, ésta del año 2000, los entrevistados mostraron su grado de acuerdo con la idea de que el Estado debe reducir las diferencias de ingresos entre los que los tienen altos y los que los tienen bajos. De los 27 países participantes, España se situó en niveles máximos de acuerdo (un 80%), sólo superada por Portugal y Eslovenia, y algo por delante de Rusia y Finlandia.

En realidad, las actitudes estatistas de los españoles no son tan claras, y tampoco acaban de compadecerse con ellas sus comportamientos. En la misma encuesta del CIS, varias opiniones contradicen dichas actitudes. Son más (la mitad) los partidarios de reducir el gasto público que los partidarios de aumentarlo (la cuarta parte). Los favorables a reducir la intervención del Estado en la economía son casi la misma proporción que los contrarios (menos de un tercio). Ambas opiniones casan poco con las anteriores. Además, muy notoriamente, no están por la labor de otorgar un plus de confianza a quienes rigen los destinos del Estado que habría de gastar e intervenir más, esto es, la clase política y los burócratas.

Sólo la séptima parte cree que diputados y senadores se esfuerzan por cumplir sus promesas, y menos de la cuarta parte cree que los altos funcionarios procuran hacer lo que más conviene al país. Los comportamientos de los españoles matizan todavía más las actitudes estatistas antedichas. Sobra decir que la economía en la que producen e intercambian es, grosso modo, una economía de mercado, en la que casi todos los precios se establecen según la oferta y la demanda, y la inmensa mayoría de los puestos de trabajo no los «crea» el Gobierno, sino que surgen de las necesidades de mano de obra de empresas privadas.

Quizá es que no tengan más remedio que operar en ese tipo de economía, aunque su preferida fuera una todavía más intervenida, pero sus comportamientos políticos lo desdicen. Los españoles votan mayoritariamente a dos grandes partidos inclinados a otorgar a los mercados un amplio margen de actuación, eso sí, con una considerable presencia estatal, y son poquísimos los que depositan su confianza en partidos que recogerían mucho mejor, si fueran reales, demandas como las vistas al principio.

Las ofertas de reducción de impuestos tienden a ser mejor vistas que las de aumento, y éste se ha producido, más bien, a la chita callando, sin que se note demasiado, dejando de actualizar según la inflación los ingresos correspondientes a cada tramo del IRPF o recaudando menos a través de la imposición directa y más a través de la indirecta, una fiscalidad mucho menos evidente para los contribuyentes. En la práctica, PP y PSOE parecen coincidir en no superar, al menos en el corto plazo, un techo de ingresos y gastos públicos cercano al 40% del Producto Interior Bruto, que se sitúa, más bien, en un nivel intermedio en la Unión Europea. Lo cual es un indicio, quizá grueso, de la carga impositiva que están, de hecho, dispuestos a aceptar los españoles.

Por otra parte, aunque grandes mayorías son partidarias de una sanidad, una escuela y un sistema de pensiones públicos, no son pocos los que exploran las alternativas privadas, si sus ingresos y/o las regulaciones estatales se lo permiten. Primero, aunque no son muchos los cubiertos por alguna forma de seguro privado (un 15% de la población en 2003), son bastantes más los que acuden a médicos privados, aun disponiendo de atención sanitaria pública. Los funcionarios públicos, que pueden elegir entre la prestación del Sistema Nacional de Salud y la de una entidad privada sin incurrir en un doble coste (impuestos más cuota del seguro privado), eligen muy mayoritariamente (más de dos tercios) la prestación privada. Lo cual hace pensar que, si esta posibilidad se abriera al común de los ciudadanos, la presencia de la sanidad privada -financiada con fondos públicos, en principio- sería mucho mayor.

Segundo, alrededor de un tercio de los estudiantes de primaria y secundaria acude a centros privados -la mayoría subvencionados, eso sí- y es probable que el porcentaje fuera mayor si leyes y reglamentos pusieran menos trabas a la expansión de la iniciativa privada. Tercero, desde que los planes de pensiones se convirtieron en alternativas viables de ahorro, por su fiscalidad, su contratación casi no ha dejado de crecer, de manera que, en la actualidad, según Inverco, los partícipes en fondos de pensiones se estiman en unos siete millones y medio, y el número de cuentas de partícipes ascendía en junio a 10 millones.

¿Quiere todo esto decir que las primeras actitudes mencionadas son irrelevantes y que, en el fondo, los españoles rechazamos cada vez más la intervención del Estado en nuestras vidas? La respuesta a ambas preguntas es negativa. Por una parte, las elevadas expectativas acerca del papel del Estado en la vida económica y social probablemente reflejan una notable predisposición a vivir con un nivel máximo de seguridad, y una bastante menor a la libertad, en buena medida, por la mayor incertidumbre que comporta.

Actitudes así retrasan algunas reformas liberalizadoras que podrían hacer más eficiente el funcionamiento de nuestros mercados de trabajo, de productos y de servicios, y que podrían infundir mayores dosis de libertad de elección y competencia en ámbitos como el de la enseñanza o el de la sanidad. Ese tipo de actitudes lastran el desarrollo de vocaciones empresariales, de las que España no está especialmente sobrada, así como menoscaban nuestra capacidad de innovación, comparativamente muy baja.

Por otra parte, quizá los españoles nos hayamos acostumbrado a una menor intervención del Estado en la vida económica, e, incluso, muchos hayan dado la bienvenida a este desarrollo. Sin embargo, no está nada claro que esa intervención no esté aumentando en otros aspectos de nuestra vida social y privada. Sin entrar en detalles, me refiero a regulaciones o intentos sistemáticos de persuasión gubernamental en ámbitos como el de la salud de cada uno, la alimentación, la vivienda, el consumo de energía, el ocio, y otros aspectos de la vida individual que no tienen una dimensión social o pública, a pesar de lo que digan nuestras autoridades y los expertos que las asesoran.

Y tampoco se observa en nuestra sociedad una importante resistencia a esta plétora de intervenciones de tipo paternalista. En definitiva, el estatismo de los españoles no es tan intenso y sí más ambiguo que lo que sugieren a veces las encuestas, pero puede tener notables consecuencias, no necesariamente positivas, en cómo organizamos entre todos nuestra vida privada y pública.

Juan Carlos Rodríguez Pérez es profesor de Sociología en la Universidad Complutense e investigador de Analistas Socio-Políticos.

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