Marca Europa

Surgen desde hace unos años diversas iniciativas que buscan hacer el proyecto europeo más atractivo para el conjunto de la ciudadanía del continente. Si Trump recuperó la frase Make America Great Again —hacer América grande de nuevo—, estas iniciativas buscan que Europa seduzca de nuevo. La primavera pasada, el arquitecto Rem Koolhaas convocó a artistas y profesionales de la comunicación para repensar la marca europea. Otras iniciativas, como el centro Brand EU, trabajan para mejorar la imagen pública del proyecto. Existe la percepción de que, en un mundo regido por el marketing y la seducción, la Unión Europea carece de una marca cultural e identitaria potente con la que contrarrestar las campañas eurófobas de sus detractores, más exitosos, aparentemente, a la hora de blandir sus respectivas marcas nacionales. ¿Por qué, supuestamente, la UE no ha logrado crear y posicionar su marca con éxito? ¿Hasta qué punto resulta determinante esta potencial debilidad simbólica del proyecto europeo?

En sus orígenes, y por mucho tiempo, no se le prestó especial atención a la imagen pública de las Comunidades Europeas (CC EE). Mientras la economía de posguerra florecía, los beneficios de los Tratados de Roma de 1957 parecían hablar por sí mismos. La primera vez que las CC EE originales hicieron una declaración sobre la identidad europea fue en 1973, coincidiendo con la primera crisis del petróleo. En ese momento se intuyó quizá que la mera vinculación económica entre Estados era insuficiente para mantener el proyecto en el largo plazo y que era necesario apelar a algo más profundo. La Declaración de Copenhague sobre la identidad europea se sustenta sobre una serie de valores cívicos y políticos comunes (democracia representativa, Estado de derecho, justicia social y derechos humanos) sin apenas referencia a tradiciones o rasgos culturales específicos.

Más o menos al mismo tiempo, sin embargo, la Comisión y el Parlamento Europeo aprobaron las primeras medidas encaminadas hacia una agenda cultural común. Unos años más tarde se creó un consejo cultural informal, encabezado por los entonces ministros de cultura de Francia y Grecia, Jack Lang y Melina Mercouri. Uno de los resultados de esta colaboración fue el lanzamiento en 1985 del proyecto Capitales Europeas de la Cultura, desde entonces, uno de los más emblemáticos de la Unión. Sostiene la politóloga Oriane Calligaro que el ADN de la acción cultural de la UE está inscrito en estas primeras iniciativas. Una acción que privilegia la alta cultura y, en particular, el patrimonio clásico y cristiano sobre expresiones culturales consideradas populares o menores. Con la adhesión de los países del antiguo bloque soviético, algunos de ellos con tradiciones cristianas ortodoxas y musulmanas, esta concepción potencialmente estrecha de la cultura europea se hizo más evidente. A pesar de intentos posteriores por abrir el foco, ha prevalecido, según los críticos, un enfoque de arriba hacia abajo y orientado hacia la alta cultura en la agenda europea.

Este enfoque elitista explicaría en parte la dificultad de las instituciones europeas para conectar afectivamente con una parte de la población del continente que no suele asistir a eventos culturales, vive lejos de los centros urbanos o cuya europeidad se cuestiona debido a sus orígenes y que, sin embargo, hace Europa a diario. Decenas, cientos de miles de interacciones e intercambios cotidianos tienen lugar entre europeos de a pie de distintas regiones y diferentes orígenes como parte de su trabajo, negocio o formación.

Si algo ha demostrado el Brexit es cuán imbricadas están las vidas de los ciudadanos de la Unión Europea (UE). A través de campañas públicas ambiciosas, innovadoras e inteligentes sería bueno reconocerles a esos europeos que se sienten ignorados o despreciados por Bruselas que tienen un papel activo, incluso heroico, en el funcionamiento de un proyecto que, con todos sus problemas, es único en el mundo. Igualmente, sería beneficioso desarrollar una agenda cultural común más audaz que dé mayor visibilidad a géneros culturales populares o alternativos (respetando siempre su lugar y evitando su cooptación por las instituciones).

Todo lo que sirva para reforzar la identidad y cultura europeas y hacer más plural la imagen del proyecto común, bienvenido sea. Al mismo tiempo, conviene recordar que el apoyo de los ciudadanos a la UE ha vuelto a aumentar en los últimos años, de acuerdo al Eurobarómetro. Estos son capaces de criticar aspectos de la integración europea como el déficit democrático y a la vez reconocer los beneficios individuales y colectivos del proyecto en su conjunto. ¿Acaso la marca Europa, a la hora de la verdad, no es tan débil como puede parecer a primera vista?

Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente.

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