Sobre los obispos españoles

Los obispos, sea colectivamente, a través de la I Conferencia Episcopal, sea individualmente, como ordinarios de sus diócesis, disponen de un gran potencial de impacto con sus opiniones sobre los más diversos asuntos cuando estos afectan al conjunto social. La Iglesia ha sido históricamente, y lo es ahora, un factor constituyente de la convivencia en España, de tal manera que no es posible que ningún sector —ni siquiera el que se manifiesta beligerantemente anticlerical— pueda sustraerse al discurso de los prelados. El setenta y cuatro por ciento de los españoles se declara católico y casi un treinta y seis por ciento, también practicante. Los datos, pues, son concluyentes.

El debate crítico sobre la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía, por ejemplo, ha sido impulsado por la jerarquía eclesiástica, si bien con muchos matices entre los prelados sobre los modos de combatirla y contrarrestarla —respaldo o no a la objeción de conciencia—, y se perfila como una de las controversias sustanciales del próximo curso. Por otra parte, el ingrediente originalmente confesional de los movimientos nacionalistas —más los vascos que los catalanes— que han derivado en radicalismos políticos fuera de los límites del sistema constitucional, o en expresiones terroristas como las de ETA, hace que los obispos y el clero de esas comunidades dispongan de una especial legitimación para adentrarse en el diagnóstico político-social y en el enjuiciamiento moral de comportamientos colectivos que están en la raíz de algunos de los aspectos más perentorios de la realidad española.

No es una casualidad que el abad del Monasterio de Montserrat, por ejemplo, sea toda una autoridad moral cuando se refiere a Cataluña, ni que en aquella Comunidad los ordinarios de sus distintas diócesis —que aspiran a distinguirse de la Iglesia española mediante diferentes propuestas frenadas hasta el momento por la Santa Sede— se caractericen por mantener discursos y decisiones muchas veces divergentes de los aconsejados por la Conferencia Episcopal o seguidos por la mayoría de los obispos de otras Comunidades. Lo mismo ocurre en el País Vasco: los prelados de Bilbao, San Sebastián y Vitoria han discrepado abiertamente con los criterios episcopales más ampliamente aceptados en torno, por ejemplo, al terrorismo. Todavía esta semana podía practicarse una demoledora compulsa entre dos discursos sobre un mismo asunto: el de ETA. En tanto el obispo donostiarra, Juan María Uriarte, abogaba por un acuerdo o negociación «aunque todas las partes tengan que recortar sus legítimas aspiraciones» —¿qué aspiración sería «legítima» en los terroristas?—, el de Bilbao, Ricardo Blázquez, también presidente de la Conferencia Episcopal, advertía sin sombra de ambigüedad de que «el nacimiento de ETA fue una grave equivocación, ha sido mortífera su existencia durante tantos años y su persistencia obstinada es insoportable», de tal forma que la banda «debe desaparecer inmediata, total y definitivamente» ya que nadie «le ha otorgado ni le reconoce representación alguna».

Al Gobierno socialista le favorece que en el seno de la jerarquía eclesiástica se produzcan fisuras, discursos contradictorios y discrepancias tácticas y estratégicas. Porque, después de haber solventado la financiación eclesial en unos términos razonables, el Ejecutivo se ha afanado en desplegar una política —tanto en lo general (la educación) como en lo sectorial (biomedicina y matrimonio homosexual)— que persigue la privatización de las creencias y la instalación en el ámbito público, no tanto de la aconfesionalidad establecida en el artículo 16 de la Constitución, cuanto de un terminante sistema laico que incurre en el laicismo cuando desconoce —como sucede con determinadas decisiones gubernamentales— factores mayoritarios de la ética social en España fuertemente emparentados con la doctrina moral católica.

Es muy urgente que los obispos reduzcan al máximo sus contradicciones y fortalezcan sus mecanismos internos de cohesión, preferentemente, la Conferencia Episcopal. Es lesivo para la Iglesia, pero también para su enorme entorno social y para los grandes colectivos bajo su influencia ideológica, que se produzcan disensos sobre el modo de afrontar la repulsa a una asignatura curricular de enorme trascendencia en la formación de nuestros escolares, o que, en una situación como la actual, persistan los pronunciamientos divergentes sobre la consideración y tratamiento que merece el terrorismo. Es preciso que se produzca también una muy profunda reflexión en el Episcopado español que vertebre un discurso público coherente con las necesidades de la sociedad española y, singularmente, de un sector social y electoral cercano a la significación de la Iglesia que durante los años de la Transición adquirió una dimensión extraordinaria. Para que : aquel episodio histórico no devenga en anécdota excepcional es requisito inexcusable que la Iglesia —o más exactamente, la jerarquía— recupere su carácter institucional, lo que requiere incrementar su capacidad de interlocución internamente —¿cómo es posible que haya obispos en Tentados a la dirección de los colegios católicos concertados?—, y con las instancias públicas —el Gobierno en particular—, obviando tanto cuanto pueda la movilización y la colisión frontal.

La Iglesia es un patrimonio común de la sociedad española y de su historia, y de una forma u otra su carácter institucional debe traducirse en su capacidad de alzarse como referencia colectiva y transversal. Cómo deba conciliarse la ortodoxia doctrinal —en temas atinentes a la educación, la investigación, la medicina, la gestión editorial de sus medios o el respeto a determinados valores—, y la coexistencia con una sociedad relativista es, precisamente, el meollo de la cuestión que los obispos tienen sobre la mesa. La jerarquía no juega en el estrecho marco de la política, ni en los márgenes temporales de una legislatura, ni en el logro de objetivos a corto plazo. Los obispos —en tanto representantes eclesiásticos directamente vinculados al papado— resultan ser; por sí mismos, y en comunidad con los demás prelados, una instancia escuchada con respeto.

En ningún país europeo —insisto, en ninguno— los medios de comunicación, y especialmente los periódicos, se dedican con la fruición y frecuencia de los españoles a la crítica y la reconvención a las autoridades eclesiásticas. Algo está sucediendo. Por supuesto, existe un propósito, más o menos confeso, de procurar una fortísima transformación ética de la sociedad española que requiere, previamente, la demolición de los valores de la moral católica y, especialmente, de la vocación expansiva que su doctrina tradicionalmente conlleva; pero quedarse sólo en esa explicación sería insuficiente. Existen debilidades eclesiales manifestadas en criterios episcopales deferentes y aun enfrentados —sean o no siempre públicos, pero sí conocidos— que horadan el carácter compacto de las posiciones eclesiásticas y las hacen ininteligibles para las mayorías sociales españolas. La Iglesia jerárquica debe resultar —para ser luego secundada— primero comprendida y, desde ese entendimiento, legitimada como factor social que coadyuva a conformar los grandes criterios que rigen los comportamientos públicos.

Todo ello implica una labor de liderazgo moral que la sociedad ahora no otorga por apriorismos historicistas o tradicionales, sino como consecuencia de largos y costosos procesos de empatía y comunicación sobre los problemas del presente. Algunos obispos españoles están percibiendo esta nueva demanda a la Iglesia y son sensibles a ella; otros —instalados en discursos endogámicos y distantes— siguen sin entender que cohonestar lo permanente —la fe y la moral— y lo cambiante —las cuestiones contingentes— exige manejarse como un alquimista lo hace con las sustancias de sus pócimas. Faltan químicos entre el Episcopado español; y su ausencia comienza a notarse demasiado.

José Antonio Zarzalejos, director de ABC.

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