Tiempos para el cambio

Tras una larga década de desatención y recortes presupuestarios, el sistema español de cooperación para el desarrollo ha entrado en una etapa cercana al coma profundo. No existen discrepancias en el juicio: con independencia del color político de cada cual, todos coinciden en señalar que tenemos un sistema de cooperación que no funciona y que no está a la altura de lo que se espera de España. Las consecuencias del proceso que nos trajo hasta aquí son visibles: en el ámbito interno, se ha destruido parte del capital organizativo y técnico que se había atesorado en el pasado y, en el exterior, España ha perdido peso en foros internacionales y cedido protagonismo como donante en alguno de los países centrales en nuestras relaciones internacionales. Mal camino, en suma, para construir esa España global que se pretende como marca propia.

Es cierto que, durante el último año, el Gobierno precedente de Pedro Sánchez hizo una meritoria labor para tratar de contener la deriva hacia la progresiva irrelevancia de la cooperación española: se lograron mejorar las relaciones con los actores sociales, se recuperó parte del nervio político perdido y se mejoró la presencia de España en los foros internacionales al calor de la adopción de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. No obstante, por la fragilidad de sus apoyos y su limitado horizonte temporal, el Gobierno fue incapaz de afrontar entonces las profundas reformas que el sistema requeriría.

Estamos en el comienzo de una nueva legislatura, con un Gobierno que se declara con ambición reformista y sensibilidad social, y que tiene entre sus fines agotar su mandato. No existe, por tanto, excusa alguna: es el momento de afrontar con ambición y rigor la profunda reforma que el sistema de cooperación requiere, rediseñando su arquitectura institucional y dotándolo de los medios y el marco normativo que necesita para operar adecuadamente. No será fácil y es tarea para toda una legislatura, pero acaso sea la más valiosa contribución que puede hacer el nuevo Gobierno en este campo de la política pública.

La situación es tanto más acuciante si se tiene en cuenta la ambición de los compromisos que sugiere la nueva agenda internacional de desarrollo y se advierte, al tiempo, el profundo cambio que se está produciendo en la configuración de los sistemas de cooperación a escala internacional. El mundo de hoy es muy distinto al que existía cuando se creó el sistema de ayuda internacional. Hay nuevos actores que operan en este campo, nuevos propósitos asociados a la agenda internacional (como el cambio climático) y son otras las formas de inversión de desarrollo que se demandan en un mundo más complejo y heterogéneo como el presente. Así pues, la tarea para España no es tanto restaurar el sistema que tuvo en el pasado cuanto sentar las bases de un nuevo modelo de cooperación adaptado a lo que se reclama para el futuro.

Se parte para ello de un sistema enormemente fragmentado, donde sobran solapamientos y rivalidades entre cuerpos de la administración y donde falta sentido de unidad del conjunto; un sistema crónicamente mal dotado, que arrastra debilidades técnicas perceptibles, incapaz de captar y retener el talento y que apenas ha logrado desplegarse en ámbitos (como la cooperación financiera) que están llamados a tener creciente relevancia.

Las anomalías en el diseño institucional se perciben en casi todos los campos. Diversas instituciones (especialmente, Aecid y FIIAPP) operan en el ámbito de la cooperación técnica, sin una clara división de tareas y, en ocasiones, compitiendo por los mismos recursos. Por su parte, la Aecid, que debiera ser uno de los pilares del sistema, se encuentra paralizada por una normativa que atenaza sus posibilidades de gestión, con un presupuesto exiguo y una estructura organizativa y cuadro de competencias que están muy alejados de lo que hoy se reclama a una agencia de desarrollo. Obligada a cambiar su estatuto jurídico (al derogarse la ley de Agencias que le daba cobertura), parece llegado el momento de optar por una entidad pública con ley propia que permita alinear su diseño institucional con la especificidad de los procedimientos de gestión que son propios de la acción internacional de desarrollo.

No es mejor la situación en el ámbito de la cooperación financiera, donde la dispersión de competencias es de nuevo la norma. Cuando buena parte de los países de nuestro entorno —incluida la propia Unión Europea— se prepara para disponer de una potente institución financiera capaz de invertir en el desarrollo sostenible y en la lucha contra el cambio climático a escala internacional, España mantiene una pluralidad de instituciones responsables y de fondos menores en campos afines, algunos de ellos afectados por normativas de gestión inapropiadas y con niveles de ejecución muy por debajo de lo esperable. Que no se avance hacia la construcción de una institución (quizá un banco de desarrollo) integradora de esas competencias solo encuentra su explicación en las pueriles rivalidades entre departamentos y cuerpos de la Administración.

La misma dispersión se observa en el ámbito multilateral, donde las competencias están distribuidas entre diversas unidades de la administración y donde los celos corporativos dificultan un aprovechamiento más integral de la inversión que España ha venido haciendo, en ocasiones con muy buen criterio, en el sistema multilateral. Únase a ello la presencia de un sistema notablemente descentralizado, donde las competencias de cooperación implican no solo al gobierno central, sino también a los gobiernos locales y autonómicos, para terminar de componer la imagen de un sistema complejo y notablemente fragmentado, que requiere de un esfuerzo suplementario de diálogo y coordinación si se quiere que los diversos actores se alineen en torno a propósitos compartidos. No obstante, no ha habido ni los mecanismos institucionales, ni la voluntad política para garantizar ese resultado.

En suma, es necesario refundar la cooperación, para adecuar mejor las instituciones a sus específicas funciones y para dotar al conjunto de esa visión de sistema de la que hoy se carece. Competirá este objetivo con otros propósitos del Gobierno que igualmente requieren atención y a los que se atribuye mayor relevancia. Es posible que algunos la tengan, pero ha de advertirse que la inversión en desarrollo sostenible, además de aportar a la gobernabilidad internacional y a la proyección exterior de España, además de un compromiso ético y un ejercicio de responsabilidad con los derechos de las personas más vulnerables, define un espacio dinámico de oportunidades para la tecnología y la empresa española que debe saber aprovecharse.

Para avanzar en ese proceso es necesario, en primer lugar, tener un claro propósito estratégico: saber qué modelo de cooperación al desarrollo se desea para España. Tener claro el escenario al que se aspira y fundar técnicamente las opciones semejan requisitos obligados para que la reforma tenga éxito. Pero, además, es importante disponer del liderazgo y del músculo político necesario para llevar adelante las reformas, persuadiendo a los más reacios y venciendo las resistencias rocosas de la inercia. La experiencia previa revela que no ayuda a ese liderazgo político situar la dirección del sistema de cooperación en una secretaría de Estado compartida con la política con Iberoamérica (como la SECIPI). Es esta, además, una opción poco fundada cuando buena parte de la cooperación se despliega (y habrá de desplegarse más en el futuro) en entornos regionales ajenos a los latinoamericanos (África Subsahariana muy dominantemente).

Importante será también la autoridad técnica y el peso político de quien ocupe esa secretaría de Estado. Pero tengamos claro que la reforma no prosperará sin la implicación activa y el liderazgo de la nueva titular del Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación. Tendrá que ser ella la que convenza a Pedro Sánchez y a sus colegas de gabinete de que, dado el deterioro del sistema, los costes derivados de la inacción son enormes, que promover un sistema de cooperación eficaz y de calidad puede ser un legado perdurable, más allá del actual ciclo legislativo, y que todo ello comporta una excelente inversión para situar a España en un campo –el del desarrollo sostenible- crecientemente dinámico, al que Europa y otros actores internacionales han decidido volcar sus esfuerzos inversores.

José Antonio Alonso es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid. Es vocal experto del Consejo de Cooperación y coautor de El nuevo rostro de la cooperación internacional para el desarrollo, Catarata, 2019.

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