Todo gira en torno a la compasión

EM. Forster veía al comienzo del siglo XX «un mundo regido por la ignorancia y donde la ciencia, que debía haber gobernado, juega el papel de un proxeneta servil». Como muchos escritores, Forster fue más penetrante en la ficción que en la reflexión. En Howards End (1910) uno de sus personajes critica «el vicio de la mente vulgar de dejarse emocionar por la grandeza, de pensar que mil millas cuadradas son mil veces más maravillosas que una milla cuadrada». Tal mentalidad mata la imaginación como «vuestros poetas también están muriendo, vuestros filósofos, y los músicos a los que Europa ha escuchado durante doscientos años». Se refería a la ascendencia alemana de Margaret, protagonista de la novela. Y esa lacra no la remediarían las universidades, llenas de «hombres cultivados que coleccionan hechos, imperios de hechos, pero ¿quiénes de entre ellos reavivarán su luz interior?». Un siglo después, el poeta Wendell Berry pronunciaba la conferencia Jefferson en Humanidades de 2012, Todo gira sobre el afecto, repensando a Forster: «Esa “luz interior” creo que significa el afecto, el afecto como motivo y como guía». Sin mencionarla, Berry coincide con Virginia Woolf cuando en Las Tres Guineas unas fotografías de la guerra civil española muestran cuerpos mutilados por las bombas para provocar el rechazo moral: «Oír que ha habido mil muertos en una guerra es terrible, y “sabemos” lo que es; pero al registrarse en nuestros corazones no es más terrible que una sola muerte completamente imaginada». Antes que monstruos de indiferencia, carecemos de imaginación. Berry lo acerca a su Kentucky natal: «La miseria económica de una granja familiar, si es vecina, nos duele más que páginas de estadísticas sobre el declive de la población granjera; mi corazón se rompe de pena viendo una zanja, pero, aun siendo conservacionista, no llego a alterarme por las toneladas de tierra de labranza que arrastra el Mississippi». Y cita a otro gran poeta, Wallace Stevens: «La imaginación aplicada al mundo en su conjunto es insípida comparada con la imaginación aplicada al detalle». Por eso Nabokov podía describir los más delicados resortes del comportamiento humano con su atención ejercitada en la observación apasionada de las mariposas. En el detalle, real o imaginado, antes que en la abstracción del número, están el alma y la profunda realidad de las cosas.

Todo gira en torno a la compasiónToda clase de objetos y sucesos caben en la imaginación y hacia todo puede dirigirse el afecto –antropológico o ecológico– que nos haga comprender mejor las pérdidas que jalonan la vida y la muerte, la fragilidad que nos rodea. Sin embargo, el afecto, la imaginación y el cuidado por el detalle y la naturaleza no bastan. Parafraseando a Amartya Sen: primero la gente, a la hora de enfocar las pasiones del ánimo y de saber que es la insolidaridad global aquello que debería mantenernos despiertos por la noche; aunque también las cosas impongan obligaciones más allá del espacio y el tiempo, como refleja la encíclica Laudato si, recordando la hermandad cósmica del Cántico de las Criaturas de san Francisco, y de forma más realista –es decir, modestamente– el reciente acuerdo de París sobre el cambio climático. Hay que anteponer el compromiso con las personas, hacer que no todo dependa de prioridades cuantificables sobre flujos económicos y encontrar el impulso moral que genere acciones valiosas para paliar el dolor de los demás, que es el otro nombre del mal en el mundo.

La palabra esencial está inventada. Viene del latín: pati (patior), verbo que significa padecer y de cuyo participio pretérito (passus) deriva el sustantivo passio (sufrimiento), al que se añade el prefijo com para denotar asociación, compañía. Es decir, sufrimiento conjunto, compasión. El griego ayuda a ensanchar el sentido: sympátheia, de sym (con, unión) y pátheia (páthos, del verbo pásjein, sufrir), significa lo mismo, comunidad de sentimientos; y también simpatía, la resonancia con que oscilan las cuerdas en ciclos armónicos o las buenas vibraciones entre las personas. Compadecerse es ponerse en el lugar del otro, sentir igual que él. La etimología despoja la palabra de connotaciones peyorativas como la que la aproxima a ciertas formas devaluadas de conmiseración y, contrariando su sentido originario de igualdad sensitiva, le presta una asimetría que hace al que compadece de algún modo superior al compadecido, como el tolerante estaría por encima del tolerado, al menos para permitirse el lujo de compadecer o no, de tolerar o no, o de hacerlo en mayor o menor grado, libertad de la que carecen quienes están a solas con su sufrimiento y los tolerados en su diferencia. Frente al mero afecto, la compasión genuina pondría en juego una resonancia sentimental que, a semejanza del reflejo condicionado en los perros de Pavlov, nos llevará a obrar para evitar el sufrimiento de los demás como si fuéramos nosotros mismos quienes padeciéramos, con el único límite de no provocar nuevos daños que, instintivamente, volveríamos a evitar. De esa compasión como fuente de acción es deducible el imperativo categórico kantiano de conducirse con los demás de modo tal que nuestra conducta pueda erigirse en máxima universal (incluyendo cómo los demás deben comportarse con nosotros) y también el mandamiento nuevo de los Evangelios: amar al prójimo como a uno mismo, sintiendo –por simpatía, por compasión– nuestro amor multiplicado en la fraternidad universal.

Este lenguaje, común hasta el siglo XIX, ha devenido obsoleto. Kant solo importa a los estudiantes de filosofía, que cada vez son menos en una sociedad sin mercado para las humanidades. Tampoco tiene un gran mercado el cristianismo. Sin embargo, el principio ético sobre el amor al prójimo recorre transversalmente la Biblia y es su elemento más subversivo, ayer y hoy, desde el Levítico (19:18), los Evangelios de Mateo (22:39) y Juan (13:34) o la Epístola de Pablo a los Romanos (12:14-21), hasta la doctrina social de la Iglesia. El «prójimo» no es una abstracción, sino cada uno de los hombres, incluidos los diferentes, los enemigos; el forastero que viajaba de Jerusalén a Jericó y que, asaltado, sólo fue atendido por el buen samaritano a quien despreciaba el pueblo judío (Lucas 10:29-37); los refugiados que hoy vienen de Siria, tan cerca de Jericó; los inmigrantes que no naufragan en el Mediterráneo; o, simplemente, las víctimas de la fuerza, la desigualdad o la injusticia que Jesús llamó por ese nombre en el Sermón de la Montaña (Mateo 5-7): bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia y quienes a causa de ella sufren persecución. Un discurso que suena hoy a música celestial para sordos, aunque, por fortuna, todavía haya líderes, como Angela Merkel, con coraje para invocar la existencia de un imperativo moral al responder arriesgadamente ante una emergencia humanitaria, rechazando someterla a límites numéricos que olvidan al individuo, y para decir en alto que «no llegan a nosotros masas, sino personas concretas con la dignidad que Dios les ha dado».

El Nuevo Testamento no sólo contiene palabras de compasión y amor universales, sino un relato de hechos que asumen ese mandato de principio a fin: Jesucristo nació para sufrir y morir como hombre, por los hombres y con los hombres. Después se nos revelará su misión salvífica, pero lo que los Evangelios narran es la historia de una pasión compartida. Sea verdad o sólo una hermosa ficción, no conozco otro mensaje de igual fuerza y coherencia a través de los siglos, lleno de detalles que desafían la imaginación y que podríamos reconocer en nuestro entorno a poco que mirásemos cara a cara al hombre sin dejarnos deslumbrar por el fulgor aritmético de la economía. Que ese conglomerado de palabras, imágenes e ideas que las navidades traen a una memoria colectiva cada vez más despoblada de valores contribuya a prender la luz interior del mundo y aporte una dosis de compasión para redimirlo de tanto dolor.

Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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