Un 'carpe diem' sereno

En el umbral del verano retorna el 'carpe diem'. Lo oímos al pasar junto a una terraza, mezclado con los brindis. Lo leemos tatuado en los cuerpos semidesnudos, impreso en las camisetas, encendido intermitentemente en los nombres de bares y discotecas. La publicidad lo multiplica en mil formatos. El más famoso fragmento de la literatura grecolatina se desprendió de un poema difícil para ser un eslógan fácil. Casi siempre anda fuera de los libros. Casi siempre lo pronuncian personas que ni saben latín ni mucho menos han leído a Horacio, el poeta que lo acuñó como una moneda única, más perdurable que todos los áureos de la Roma imperial, probablemente por ser más valiosa. Que el poeta que aborrecía a las multitudes circule anónimamente en la cultura de masas no deja de ser asombroso. Todos creemos entender el aviso, siquiera sea difusamente. Parece una incitación a que nos embriaguemos de variados placeres. Pero ¿esto es así?

Un 'carpe diem' sereno
Nieto

Horacio, contemporáneo de Augusto y casi de Cristo, nos transmite el mensaje de Epicuro, el filósofo del jardín, destinado, en principio, a las minorías. Como suele pasarles a los que triunfan, el poeta romano y el pensador griego sufren un malentendido que roza la traición. El hedonismo desenfrenado poco tiene que ver con el ascetismo luminoso que, en realidad, aconsejan los dos maestros. 'Carpe' es lo que le diríamos a alguien que, en un huerto cercano a Roma, emprendiera la tarea de la recolección: que, al aproximarse a las fresas o las uvas, seleccione las buenas y allí, sobre el terreno mismo de la vida, descarte las malas. El sabio desdeña la cantidad, porque opta por la calidad. 'Carpe diem' significa no tanto 'disfruta' como 'elige' o, más exactamente, 'valora lo bueno de cada momento'. Se trata de estar atentos al destello de las cosas, empezando por las más pequeñas, como el salero de vidrio sobre la mesa frugal. También de apartar lo negativo, categoría en la que entra todo exceso, incluso el de lo bueno. Para cumplir el 'carpe diem' no tenemos por qué adueñarnos furiosamente de los tesoros del mundo. Horacio, consciente como nadie de la fuga del tiempo, apuesta por un placer inteligente, orientado a la serenidad. A sabiendas o no, muchos hedonistas actuales parecen empeñados en cumplir el impecable razonamiento que San Pablo dirigió a los corintios: «Si los muertos no resucitan, ¡entonces 'comamos y bebamos, que mañana moriremos'!». Sin embargo, hace medio siglo, dos profesores de Oxford, Robin Nisbet y Margaret Hubbard, en su espléndido comentario a Horacio, sugirieron que un paralelismo más certero para el 'carpe diem' se halla en las palabras de Cristo anotadas en el Evangelio de Mateo: «no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal». De Horacio y del Evangelio se deduce, por pura lógica, que cada jornada tiene también sus propios momentos gratos. La felicidad, por tanto, es frecuente, como señaló Borges. Y está a nuestro alcance, porque es una decisión: «¡Qué día tan feliz! –canta Czeslaw Milosz–. Olvidé todo el mal acontecido».

Aspira esta ética a concertar satisfacciones y renuncias. Su mejor consejo sobre el vino es decantarlo bien, eliminando los posos, emblema de lo desechable. «Hoy beberás conmigo en copa corta / mi vino humilde, el que guardé hace un año», afirma Horacio, que prefiere el de su modesta finca a las denominaciones costosas. Invita, por supuesto, al erotismo y a la fiesta, pero más altos en su escala aparecen los goces apacibles: la amistad y la existencia dichosa del que vive en el campo, acorde al ritmo de las estaciones. Allí la recolección del fruto es un deleite real, previo a cualquier metáfora: «¡con cuánto gozo coge la alta pera, / las uvas como grana!». Si el 'carpe diem' insiste en la fugacidad del tiempo hasta casi agobiarnos, el 'beatus ille' nos serena porque se acoge al espacio, que es lo que permanece, haciendo tangible la felicidad. El lugar ameno está hecho para el amor o para la soledad, para la lectura o –ya que estamos pensando en nuestro verano– para la siesta: en el césped, a la sombra, escucharemos el canto de los pájaros y el agua rumorosa que «despierta dulce sueño». La vida, sostiene el proverbio latino, si no es amena, no es humana. Poco o nada han cambiado las cosas esenciales. El milagro de los antiguos es que pudieron decirlas en un idioma refinado, cuando todavía estaban en la naturaleza. Ese es su 'kairós' irrepetible.

Horacio, poeta de los límites, sabe que quebrarlos causa infelicidad. Ninguna época ha necesitado que se lo recuerden más que este extraño momento nuestro, entregado al absurdo como nunca se había conocido. Tal como están las cosas, lo clásico es lo lógico. Un obstáculo para la felicidad es la búsqueda obsesiva de la fama. Otro son los viajes largos, que los antiguos aborrecían por incómodos y por temor al naufragio y a no recibir sepultura. Nuestro poeta advirtió: «más razonablemente vivirás / si no navegas siempre en mar profundo». ¿Más impedimentos? El gusto grosero por lo sofisticado y lo caro, sea en comida, en bebida, en ropa o en casas. Horacio, que detesta los lujos tanto como ama los símbolos, rechaza las rosas cultivadas fuera de temporada. Propone una dieta sencilla, mediterránea, de cercanía ecológica: aceitunas recién cogidas del olivo, leche de la granja propia, hierbas de nuestra huerta. La autosuficiencia del sabio se concreta en los «manjares no comprados». Después de constatar que se vive bien con poco, nos confiesa: «No molesto a los dioses pidiéndoles más cosas». ¿Hasta qué punto predica el ascetismo el autor del 'carpe diem'? Hasta el máximo. Conocedor del equilibrio, enuncia un axioma que, en otro, sería religioso: «cuantas más cosas se niegue uno a sí mismo, / más recibirá de los dioses». Por eso añade: «desnudo me dirijo al campamento / de los que no apetecen cosa alguna». Más cerca del monacato que de la orgía, para entender el epicureísmo hay que pensar en él como el budismo occidental, porque Occidente, después de dos siglos dedicado a arrancar con saña sus propias raíces, necesita mirarse en el espejo de Oriente.

La combinación cuidadosa de placeres y renuncias es un desafío para el presente. El sobrio banquete de estos sabios se ofrece como punto de encuentro entre los que tienen esperanza metafísica y los que actúan solo por la belleza de la ética. Epicuro fue censurado, pero su enseñanza moral se salvó –casi mutó– en la obra de Horacio, cuya lucidez estuvo ahí para todos. Durante dos milenios, la literatura grecolatina ha sido lenguaje compartido por unos y por otros, por Fray Luis y por Michel Onfray, digámoslo así. Algo de verdad hay en esa pauta de vida que reúne proyectos tan dispares. Es muy posible que la felicidad sea igual para cualquier ser humano. Si es así, los clásicos la intuyen mejor que los que están muy atados a su época. Además, el 'carpe diem' anula la distancia entre la alta cultura y la sabiduría popular. Ojalá sepamos comunicar a nuestros jóvenes este conocimiento fino, que no solo admite una cosa y la contraria, sino que las armoniza en una síntesis afortunada: el modo clásico de estar en el mundo.

Juan Antonio González Iglesias es poeta y catedrático de Filología Latina de la Universidad de Salamanca.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *