1923: plenitud poética de Rilke

En junio de 1923 se publicaban las Elegías de Duino. Rainer Maria Rilke había empezado a escribirlas en el castillo del litoral adriático, propiedad de su benefactora, la princesa Von Thurm und Taxis, en el invierno de 1911-1912. Les puso punto final el 11 de febrero de 1922 en el castillo de Muzot (Valais, Suiza), según le anuncia exultante: “Todo en unos días; ha sido una tempestad indecible, un huracán en el espíritu (como entonces, en Duino)”.

A lo largo de una década errabunda, Rilke escribió las diez elegías que constituyen su plenitud y su consumación poética. Arrebato, inspiración, epifanía, y visión angélica jalonan los momentos culminantes de un proceso que tuvo sus tiempos de aridez y de crisis, no solo poética sino también existencial, como si el poeta, pese al deslumbrante y torrencial estallido primero, no hubiese vencido del todo los demonios recientes. En Los cuadernos de Malte Laurids Brigge (1910) —y al modo de Goethe en Werther—, la oscura ascensión del personaje está hecha con “los peligros” del autor, operando así una catarsis: Malte “sucumbe en ellos para ahorrarme a mí el hundimiento”, declara a Lou Andreas-Salomé el 28 de diciembre de 1911, recordando abochornado la confianza y seguridad que le invadía al escribir los Nuevos poemas (1907), de un exigente rigor formal, cuando creía superada la fase más juvenil y simbolista de El libro de horas (1898-1903). “¡Quién me hubiera dicho entonces que me esperaban tantos retrocesos!”, lamenta.

A Rilke le pesa el largo parón, y un embotamiento que teme anuncie la vejez. El ansiado viaje a España (noviembre 1912-febrero 1913) será un revulsivo que pulveriza el anonadamiento, una experiencia que le ayuda a resolver la polarización entre objetividad y subjetividad en su búsqueda de una verdad poética situada entre ambas: ni explicación del mundo “en sí”, ni radiografía íntima del yo, sino fusión de conciencia y sentimiento en una tensión máxima. Será una metamorfosis que exige despojamiento e impersonalización —como explicó José María Valverde, otro de sus grandes traductores al español—, para que el poema no suscite en el lector ni grandes ideas ni grandes sentimientos sino vivencias. El propósito, formulado en un verso, será iluminar la vida. Lo cual requiere una nueva perspectiva: la visión angélica, clave de esta etapa poética rilkeana.

A forjar esa nueva mirada, o a afianzarla, le ayuda la estancia en Toledo y Ronda, lugares suspendidos sobre el abismo, donde todo transcurre en lo portentoso, donde se progresa con el asombro, donde la montaña es la montaña de la revelación y la ciudad es del cielo y de la tierra, pues está realmente en ambos y atraviesa todo lo existente. Es tentador citar párrafos y párrafos de las cartas de ese viaje (a Rodin, a Lou, a la princesa). “España me da mucho”, escribe en una de ellas. Y ya lejos, en 1915 : “El paisaje español […], Toledo, ha llevado hasta el extremo esta manera de ser mía; en cuanto a que allí la misma cosa exterior: torre, montaña, puente, poseía ya a la vez la inaudita e insuperable intensidad del equivalente interior, mediante el cual se hubiera podido representar. Apariencia y visión coincidían a la vez, por todas partes […], como si un ángel, que abarca el espacio, estuviera ciego y mirase dentro de sí mismo. Este mundo, mirado ya no desde el hombre, sino en el ángel, es quizá mi verdadera tarea”.

En Toledo escribe casi toda la elegía sexta y algunos versos de la novena. Después el poemario podría haberse ido completando en París, pero la Primera Guerra Mundial —para él, “la gran ruptura del mundo”—, que en gran parte pasó en Múnich —imborrable el recuerdo de Zweig, cuando se lo encuentra movilizado y vestido de uniforme militar—, lo sacudió y entumeció durante años. Hasta 1921, ya recluido en Muzot.

Y aún más sorprendente: cuando ya ultimaba las Elegías, brotan, sin plan preconcebido y sin espera, los Sonetos a Orfeo —que para nosotros tradujo Carlos Barral— y hechos de la misma sustancia que aquellas.

La desviación de Rilke respecto de las dos grandes corrientes poéticas del momento, la que arranca de Mallarmé y —con la excepción de Trakl, a quien lee deslumbrado precisamente en 1915— la que perpetuaba una lírica germana por entonces esclerotizada —“colección de instrumentos de tortura para uso escolar”, la calificó Musil en el Discurso de Homenaje a Rilke (1927)—, por haberlas superado y consumado ambas en su trayectoria anterior, así como su peculiar irreverencia o libertad en el trato con la propia lengua alemana, su múltiple excentricidad, explicarían el interés que la poesía rilkeana suscitó en España y Rusia.

Luis Cernuda habló de la sorpresa mágica que sintió al descubrir las Elegías, se emociona al fabular un posible cruce por las calles de Sevilla cuando el poeta estuvo allí, y reconoce la filiación entrañable, el estímulo profundo de su obra a lo largo de los años. Rosa Chacel la aborda en la tercera parte de su ensayo Saturnal (1972), encabezada con el verso “Todo está, tal vez, regido por una vasta maternidad”.

Ana Rodríguez Fischer es catedrática de Literatura Española en la Universidad de Barcelona.

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