Auge y caída de la televisión pública

El cierre fulminante de la radiotelevisión pública griega, ERT, en la noche del pasado día 11 ha desconcertado a quienes pensaban que la vieja institución televisiva europea era una fortaleza invulnerable. Por primera vez se asesta un golpe categórico a una empresa estatal consolidada que, como sus colegas, operaba bajo la protección del presupuesto del Estado. Hasta ahora, habíamos visto nacer, crecer y multiplicarse sin medida un monstruo de múltiples cabezas repartido por toda Europa. De pronto, alguien ha dicho basta, ya está bien de perder el dinero que no tenemos, y ha cortado por lo sano sin previo aviso.

Los grandes cambios no necesitan siempre grandes revoluciones. Bastan decisiones acertadas. La suspensión de la ERT va a marcar el inicio de una nueva época para la televisión pública, que va a verse afectada en sus presupuestos, en su dimensión y en su funcionamiento. La crisis económica está obligando al sector público de la comunicación a reducir su tamaño acrecido durante lustros de monopolio y prodigalidad. Ahora los gobiernos se han convencido de la necesidad de adelgazar lo que tan alegremente han alimentado. El más radical, el primer ministro griego, Antonis Samaras, ha demostrado que se puede responder sin paños calientes a lo que su portavoz ha calificado como «un caso único de opacidad y despilfarro inconcebible».

La televisión nació en Europa en manos del Estado. Eso explica la proliferación de potentes empresas públicas en todos los países, a diferencia de lo que ocurre en las Américas, donde la televisión privada ha sido la norma. La TV pública operó en Europa durante muchos años en privilegiada situación de monopolio, bajo el amparo de la definición de servicio público. Cuando el poder político no pudo impedir por más tiempo la competencia, autorizó la TV privada pero bajo el sistema de concesiones de licencias por los gobiernos.

La primera TV privada europea comenzó a emitir en Gran Bretaña en 1955. En España, la TV privada nació en 1988 bajo el Gobierno de Felipe González, que aprobó con los solos votos de su grupo parlamentario la ley que limitaba a tres emisoras la «gestión indirecta» del servicio público. Hoy son cinco las concesionarias tras la ampliación del cupo por otro gobierno socialista, el de Rodríguez Zapatero. Pero, contra lo que pudiera parecer, sigue habiendo más emisoras públicas, pues a la TV estatal hay que sumar las autonómicas que desde 1983 se han multiplicado abundantemente.

Lo que aún caracteriza al sector audiovisual es la presencia vigilante del gobierno gracias a que la radio y la televisión se definen como un servicio público, calificado en España como «esencial» desde el Estatuto de 1980 hasta la Ley General de 2010, en la que su artículo 40 concreta que «el servicio público de comunicación audiovisual es un servicio esencial de interés económico general». Esta peculiaridad autoriza al gobierno de turno a disponer acerca de la dimensión de la televisión y la radio públicas y a establecer el número y la identidad de las privadas. En la realidad, la libertad de creación de medios está limitada en el sector audiovisual, pues al final decide el poder político al entregar o negar una licencia para emitir.

Esta capacidad decisoria del gobierno, que limita la competencia en el sector y constituye un principio de control político sobre los agraciados con una licencia temporal y revocable, se mantiene en la ley y en la realidad a pesar de que el desarrollo tecnológico ha desmontado el argumento principal en el que se sustenta el concepto del servicio público: la estrechez del espacio radioeléctrico por el que emiten la radio y la TV obliga a la autoridad política a ordenar su uso. Es limitado, en efecto (con independencia de que quepan más de cinco emisoras privadas en contra de lo que se empeña en sostener la ley), pero es que ya existen otros vehículos ilimitados para emitir por ellos.

El desarrollo de las nuevas tecnologías permite hoy emitir radio y televisión por internet, que es un campo abierto ilimitado. Y así se ha llegado al absurdo de que el Estado mantenga sus restricciones en el campo convencional de la televisión y la radio, que impide el nacimiento de un medio de comunicación si antes no dispone de un permiso político, mientras crear una emisora para emitir por internet es una actividad completamente libre. Lo mismo ocurre con la emisión por satélite o por cable, que han roto también las barreras espaciales que servían de pretexto para el control gubernamental de los medios.

La TV pública se halla en una encrucijada bien comprometida. Por un lado, la crisis económica amenaza su sostenimiento por unos presupuestos que tienen que seleccionar sus objetivos cada día más con criterios de rentabilidad y de servicio a las necesidades básicas de los ciudadanos. Por otro lado, la competencia dispone de caminos hasta hace poco inéditos para emitir libremente y desmontar la justificación invocada por la Administración para privilegiar la tv pública y condicionar la participación privada en el campo de la comunicación audiovisual. A la TV pública no va a quedarle otra salida que la de recular hacia un modelo más reducido y más barato.

En el capítulo de la reducción hay que incluir en España con todos los honores a la TV pública de ámbito autonómico, que se ha desplegado en unos pocos años. En España operan 13 televisiones autonómicas con casi 30 canales que necesitan una subvención anual de mil millones de euros para seguir funcionando. En muchos casos, son utilizadas como instrumentos de acción política por los gobiernos autonómicos respectivos. Es decir, son perfectamente prescindibles para el común de los ciudadanos, que disponen de una cada vez más amplia oferta sin que les cueste dinero de sus impuestos.

Cuando se habla de grupos mediáticos, generalmente se olvida que en España existe uno muy potente formado por las numerosas emisoras de radio y TV públicas repartidas por toda la geografía, en las que mandan o influyen los gobiernos autonómicos o el Gobierno central, en mayor o menor medida de acuerdo con su voluntad y sus intereses. Varias televisiones autonómicas están pasando malos tragos pues su crecimiento descontrolado les obliga ahora a decisiones traumáticas de reducción. Pero sus gobiernos se resisten a prescindir de ellas. El Gobierno central de Mariano Rajoy ha autorizado por primera vez a las comunidades a enajenar sus televisiones, que antes la ley no les permitía, pero hasta ahora no ha habido decisiones en tal sentido, sólo anuncios.

La crisis económica dificulta, sin duda, encontrar compradores para estas televisiones, pero muchas de ellas tarde o temprano irán dejando de pertenecer al sector público. La televisión pública ha empezado un inexorable proceso de adelgazamiento. A eso le empujan también las medidas para reducir el gasto que contiene la reforma de las Administraciones Públicas que acaba de ponerse en marcha. Ya algunos ayuntamientos han cerrado sus TV locales. El proceso de ajuste va a ser imparable. Aquí, las cosas no van a ocurrir como en Grecia, pero lo que ha pasado allí es una muestra de lo que le aguarda a la televisión pública. La griega reaparecerá pero ya no será la misma. El sector público de la televisión de España no desaparecerá pero está abocado a una derogación de su fundamento –el principio del servicio público– y a una transformación que le conducirá a una contracción de su actividad y su presencia.

Justino Sinova es autor del blog La libertad más débil, sobre libertad de expresión, que se publica en ELMUNDO.es y funciva.com.

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