Beneficio lector

Hace un par de semanas un político francés despertó un revuelo de baja intensidad al declarar algo así como que la lectura era un valor y que nos «mejoraba», por lo menos más que sentarnos en el sofá a ver la programación corriente de la televisión. Aunque en apariencia la carga polémica de la frase era apenas un poco menor que discutir sobre la constante gravitacional, provocó una reacción negativa, entre la gente de letras y entre personas relacionadas con el negocio de las letras, que bien se podría calificar de «adanismo activo o militante». A grosso modo, la negativa a reconocer «mejoras» en el lector se centraba en tres argumentos: que la lectura no mejora a todo el mundo que lee (y aquí podemos recurrir desde psicópatas con biblioteca, a los pelmas que se llevan un libro a la playa), que la lectura no mejora más que otros «entretenimientos» como la música o el cine, y que una persona que lee no tiene que ser mejor que una persona que no lee, que no se ha «aficionado» a la lectura... afirmaciones bajo las cuales era casi imposible no escuchar el murmullo letárgico del mismo mantra constante: «¡No vayan a tomarnos por unos elitistas! ¡Tómennos por unos cínicos, por unos tenderos, por unos artesanos, por gentes del entretenimiento... cualquier cosa, menos por unos elitistas!».

No dudo de que las prevenciones fuesen todas bienintencionadas, pero el exceso no solo las volvía algo disparatadas, sino que también enredaba con la cuestión de fondo: los libros, efectivamente, mejoran a las personas. Si examinamos los argumentos con cierta prevención enseguida reparamos que tienen mejor sonido que solidez. Que se proponen curar una herida que no se ha producido. En primer lugar, claro que hay personas que no mejoran con la lectura, como también hay personas a las que la bicicleta estática les provoca un infarto, y las que vuelve de un viaje con insolaciones y la cartera robada. Una excepción (o las que se quieran) no sirve para negar que los viajes suelen ser beneficiosos para la salud y el ánimo, que el ejercicio físico contribuye a mantener a raya los achaques de la edad, y tampoco que los lectores mejoran. En segundo lugar, es de un sensacionalismo intrascendente plantearlo como una pugna entre los lectores y los espectadores y los oyentes, ¿por qué deberían ser posiciones exclusivas, como si se tratase de rivales deportivos acérrimos? ¿No somos más o menos todos lectores, oyentes de música y vamos al cine? ¿Por que no iba a contribuir a nuestra mejoría la acción combinada de cualquier disciplina artística?

En cuanto al argumento comparativo entre personas (casi siempre resuelto con la emocionante fantasía del pastor semi-analfabeto, de inequívoca integridad moral, que pervive en un ambiente bucólico y empapado de saberes atávicos) decir que la lectura nos mejora en relación a nosotros mismos, a la persona que seríamos si no hubiésemos leído, sin necesidad de comprarnos con nadie más.

Y supongo que ya es hora (al menos en este artículo) de rescatar a la lectura de la casilla del entretenimiento donde se diluye todo su potencial subversivo. Desde el «entretenimiento» la lectura parece reducirse a la ficción, y a poder ser a la apañada hace pocos meses para ser leída a casi tanta velocidad como la olvidaremos. Pero la lectura es mucho más. Supone, por ejemplo, una entrada de miles de puertas a los sistemas de conocimiento (filosófico, económico, científico, político...) de toda clase de sociedades, ancladas en más de treinta siglos de humanidad, de manera baratísima y con una facilidad de acceso que parece orquestada por ángeles y no por seres humanos. Y también nos permite acceder a las creaciones literarias más elaboradas de otros tantos siglos y espacios, que no solo nos ofrecen descargas de belleza, sino también comprensión sobre el mundo que nos rodea, nuestra mente, nuestras emociones y lo que la vida puede dar de sí. Habrá lectores que se limiten a entretenerse, pero para millones de ellos la lectura equivale a una formación libre y continua, que no tiene reemplazo ni equivalente. La música y la pintura carecen de sustentáculo semántico y la imagen animada suma a las complicaciones de producción su ceguera a todo lo anterior al siglo XIX.

Y a fin de cuentas, ¿qué entendemos por mejorar o ser mejores? La respuesta intuitiva parece ser buenos, pero, ¿buenos en relación a qué? ¿A un código civil? ¿A una imagen de la bondad? ¿A los diez mandamientos? Parece como si nos hubiéramos saltado la ilustración, y prefiramos identificar los bueno con un puñado de valores católicos (humildad, modestia, resignación...), antes que con el reto kantiano e ilustrado de proponer fines, sin dañar a los demás, para nuestra propia vida; no dejándonos arrastrar por la costumbre, el hábito, el temperamento o las ideas ajenas. ¿Y cómo vamos a imaginar esos fines y templar nuestras facultades con la fuerza suficiente para alcanzarlos sin ayuda de esa revolución de la conciencia y de las emociones que procura el contacto sostenido con las mejores mentes y sensibilidades de la historia? ¿Acaso no es mejor aquel que tiene mayor dominio de sí mismo, una comprensión más precisa de cómo funciona el mundo y de lo que puede exigirle y el daño que puede hacerle si descuida; aquel que disfruta de los recursos intelectuales y emocionales para defenderse y procurarse la vida que anhela? Ser mejor también consiste en ser más preciso, más efectivo y más fuerte; y pocas rutas son más beneficiosas (y de fácil acceso) para templar esa actitud activa que la lectura. Al fin y al cabo, si muchos son los que empezaron a leer buscando un refugio, más son los que empezaron para ponerse de una vez en marcha.

Los beneficios son tantos, que decirle a las personas que no tienen acceso a los libros (o el privilegio del tiempo para leerlos que ya están bien así), quizás evite en un primer momento el riesgo de sonar elitistas, pero nos precipita a una de las peores especies de clasismo intelectual: la hipocresía.

Gonzalo Torné es escritor.

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