Cataluña: una cuestión europea

Ahora, cuando los sentimientos están a flor de piel en torno a la cuestión catalana y pendientes de una sentencia del Tribunal Supremo, cabría preguntarse en qué consiste exactamente el llamado problema nacional de Cataluña y cuáles han sido sus orígenes. No es verdad que la historia carezca de importancia, porque nuestra vida es un flujo entre el pasado y el presente, y por eso si queremos entender los resortes emocionales que están conmocionando nuestra convivencia, será conveniente, como para tantas otras cosas en la vida, sumergirnos en el pasado.

A la muerte sin descendencia de Carlos II, el último rey de la dinastía de los Austrias en 1700, surgió un problema sucesorio, pues había dos posibles candidatos a la herencia de los reinos hispánicos y todo el Imperio español, que incluía parte de Italia. Se trataba de Felipe V, nieto de Luis XIV, y del archiduque Carlos, nieto del emperador Leopoldo I, de la dinastía Habsburgo. El juego de tronos del momento fue saber de qué lado se iba a inclinar la balanza, si a favor de un gigantesco bloque de poder que sumaría a España y sus dominios con los de Francia, dejando arrinconada en la política europea a Inglaterra, o bien a favor de un candidato austríaco que lograría unir a los imperios español y austrohúngaro. Este fue el escenario de una auténtica guerra de sucesión entre dos monarquías y un conflicto europeo global, y no una supuesta guerra de secesión de Cataluña frente al poder español o castellano.

El difunto rey, en su último testamento, había nombrado heredero a Felipe de Anjou, lo que suponía sustituir a los Austrias por la Casa de Borbón, que todavía reina en España. Inglaterra, el Sacro Imperio y las Provincias Unidas de los Países Bajos, tradicionales enemigos de España y que aún conservaban vivo el recuerdo del duque de Alba y sus tercios, se aliaron para hacer frente a la coalición formada por Francia y España, e impedir su formidable poder político, económico y militar. Quizá el recuerdo de ese poder en Bélgica, uno de los estados sucesores, explique por qué se está dando asilo en ese país a Puigdemont, «víctima de la tiranía española».

Felipe V había recibido su reino como herencia, una de las formas legítimas de alcanzar la Corona de acuerdo con un testamento legal, y su coronación había sido refrendada por el pleno acuerdo de las Cortes de estos reinos. Inglaterra, que facilitó el desembarco del archiduque Carlos en Lisboa, la capital de un reino, Portugal, tradicional aliado suyo desde mediados de la Edad Media, fue la que encendió la chispa de una guerra global y europea que acabó, entre otras cosas, con la anexión por parte de Inglaterra de Gibraltar y de la isla de Menorca, de acuerdo con el Tratado de Utrecht, que puso fin a este largo conflicto europeo.

Si Carlos de Austria hubiese sido el vencedor de la contienda, habría pasado a ser rey de España y de todo su imperio, del que formaba parte Cataluña, a la que no le hubiese concedido ningún privilegio nuevo. Tras su desembarco en Barcelona, fue nombrado rey de Cataluña, con el nombre de Carlos III, sucesor de Carlos II, y se instaló en su Palacio Real, donde instauró un poder político paralelo. El archiduque utilizó la coyuntura para satisfacer sus intereses personales. El territorio catalán no significó más que un peón de su particular partida de ajedrez. De hecho, cuando se produjo la vacante del trono imperial, en 1711, pasó a ser tranquilamente el emperador Carlos VI.

Cataluña constituyó una anécdota de un conflicto internacional. El castigo impuesto por Felipe V a los catalanes, con el Decreto de Nueva Planta, se explica legalmente como pena al delito de traición al rey, como hubiera hecho cualquier otro monarca europeo. Es verdad que Felipe V bombardeó Barcelona, pero también lo hizo el archiduque cuando lo dictaron las necesidades militares. La toma de Barcelona, el 11 de septiembre de 1714, como otras muchas derrotas en el campo de la historiografía, pasó a ser un jalón esencial, tanto para la consolidación de la dinastía borbónica como para el movimiento catalán derrotado. Siguiendo una lógica común a todos los nacionalismos del siglo XIX, el nacionalismo catalán convirtió en 1885 esa fecha en un hito de su historia nacional organizando una velada fúnebre en honor a los mártires que habían dado su vida por Cataluña. No tiene nada de extraño. España tiene sus dos grandes ciudades derrotadas y arrasadas, Sagunto y Numancia, el estado de Israel hace lo mismo con la fortaleza de Masada y el historiador gallego Manuel Murguía creó un hito similar con la heroica derrota de los celtas en el monte Medulio.

En la historia un hecho se ve de dos maneras muy opuestas. Todas las batallas tienen un vencedor y un vencido que no van a compartir la visión de las mismas. Ocurrió igual con el final de la Guerra de Sucesión española. El archiduque Carlos se olvidó de Cataluña, la dinastía borbónica celebró su nuevo poder como superpotencia europea, e Inglaterra se quedó con Gibraltar y Menorca, dos bases esenciales para establecer el dominio del Mediterráneo. No sabemos cómo fue el recuerdo de los catalanes del momento, pero sí que todo el desarrollo industrial de Cataluña se inició en el siglo XVIII, entre otras cosas gracias a las medidas proteccionistas de los Borbones a favor de la industria catalana.

En la vida hacemos una cosa y creemos y decimos que hicimos otra. Dice un tradicional refrán: «como creo lo que invento, no me parece que miento». En este caso hay un pasado inventado, como en casi todas las historias nacionales, por los historiadores que escriben relatos que avalan las ambiciones de los políticos. La credibilidad de ese pasado depende del presente. Somos nuestras creencias, como decía Ortega y Gasset, y sabemos si una creencia es buena o mala por las consecuencias que conlleve para el destino de una comunidad. El juez de nuestro destino será como siempre la historia, el saber del pasado que nos abre los ojos ante el futuro.

Bruno Padín es historiador y autor del libro La traición en la historia de España.

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