Concordia y firmeza

La Concordia, esto es, el reconocimiento del distinto como sujeto de los mismos derechos que a mí me amparan, el respeto por aquel que no piensa como yo y que no por ello es mi enemigo, no está reñida con la firmeza en la defensa de los valores y los derechos fundamentales de la persona, especialmente si esta se dirige hacia el que, lejos de respetar y reconocer al distinto, lo persigue y extorsiona hasta que se somete o se rinde; y, si no se somete ni se rinde, lo mata. Eso es, exactamente, lo que hizo ETA durante cuatro largas décadas, y eso es, exactamente, lo que sigue justificando Bildu, la voz de la serpiente, allá donde puede y le dejan, antes y ahora. Pero no solo no reconocen el daño causado; es que no piden perdón, lo exigen. Un perdón que al parecer se les debe sin tan siquiera ayudar a resolver los cientos de casos que continúan pendientes de resolución. Un perdón exigido desde la altanería, no pedido, se hace imposible de otorgar. Y si es cierto que siempre ha de haber sitio para el perdón, este debe venir solicitado desde la humildad y acompañado de unas condiciones mínimas que le permitan ser dado y recibido con efecto sanador para todos.

Concordia y firmezaResuenan todavía, atronadoras y amenazantes, las palabras de uno de esos «bilduetarras» hace pocos meses en el Congreso: «…ni nos vencieron, ni nos domesticaron…» decía, con la pasión del converso, un recién llegado a la banda. Traducido a un castellano que podamos todos entender, lo que dijo es que no se arrepentían de lo hecho y que lo podrían repetir cuando quisieran. Tan cobardes como fueron con las armas, cobardes son hoy también con las palabras y, al reprenderle yo en el propio hemiciclo, alegaba el «bilduetarra» que eran palabras de Marcelino Camacho… Yo he escuchado las palabras «conflicto» y «muerte» en los labios de la Madre Teresa de Calcuta y no tienen el mismo significado que en la boca Josu Ternera. Tampoco tienen el mismo significado las mismas palabras en los labios de un defensor de las libertades, como Camacho, que en la boca de quien ampara a los asesinos de la libertad. En cualquier caso, y al margen de otras consideraciones, debemos tomarnos muy en serio la voz de la serpiente. Y ello nos debe llevar a reconocer que queda mucho trabajo por hacer para derrotarlos de forma definitiva y enviarlos a la más absoluta insignificancia política. La misma insignificancia política que tuvieron sus acciones para lesionar nuestra democracia, aun siendo terrible el daño humano que causaron y que todavía sufrimos.

Les cuento esto porque el domingo pasado conmemoramos, como todos los años, a las víctimas del terrorismo en el Congreso. La novedad en esta legislatura es que, por primera vez en nuestra reciente historia constitucional, un partido plenamente democrático, legítimo y legal, en buena medida responsable de la mejor España que disfrutamos y duramente castigado por ETA, tiene como socios en la acción de gobierno a sus amigos de Bildu. También, que los mismos «bilduetarras» que justifican la violencia asesina de sus jefes –aunque pensándolo mejor, quizá fueran sus subordinados– asistían al acto. Todo ello motivó una dolorosa división que llevó a parte de las víctimas y a algunos diputados a no querer estar en el hemiciclo durante el acto. A muchos de los que asistimos, se nos hacía casi insoportable la presencia de quienes amparan políticamente a ETA; de quienes les han dado cobertura mediática y, sabe Dios, si más cosas. Me costaba levantar la mirada de la «bilduetarra» presente, viendo cómo escuchaba, impertérrita, las certeras palabras de Tomás Caballero con las que esculpía ante ella, la indignidad hecha persona, el exquisito monumento de la dignidad de las víctimas. No era fácil estar allí. Mantener la calma ante la cobarde desfachatez de quien sabe que nadie le dañará. Pero es verdad que asisten amparados en la ley, la misma ley por la que dieron su vida las víctimas y que todos debemos respetar. Tan cierto es eso, como lo es su ilegitimidad. Son la viva imagen de la conculcación sistemática de los dos principales dones del ser humano: la vida y la libertad. Ambos elevados a la categoría de derechos fundamentales en nuestra Constitución del 78 que ellos tanto desprecian; ambos pateados de forma miserable durante largo tiempo y, hoy, miserablemente justificado su quebranto por quienes comparten escaño con todos nosotros, demócratas de muy distinto signo, igualados por la ley. Es cierto que siento la misma repugnancia por lo que esa gente representa que mis compañeros diputados de cualquier otra opción, realmente democrática, que decidieron quedarse fuera acompañando a las víctimas que se sintieron incapaces de asistir. Lo pensé. Finalmente, decidí asistir. No en vano, es un acto institucional de las Cortes Generales y yo soy miembro de su órgano de gobierno: la Mesa.

Cada vez que sube al estrado de oradores uno de esos cobardes a darnos clases de democracia y convivencia –hay que tener desvergüenza– yo leo un pasaje de Vidas Rotas. Un libro que configura el catálogo del horror etarra. Detalla cada uno de los asesinatos cometidos por la banda a lo largo de su historia y nos permite recordar cada una de las circunstancias que los envolvieron. Sobrecoge el alma cada uno de los relatos que contiene. Llevo así ya más de un año y en él voy aprendiendo mucho de esos héroes que nos precedieron en la defensa de nuestros valores, de nuestros derechos y que hicieron posible con su sacrificio que los podamos seguir disfrutando a día hoy.

Hay algo común a la inmensa mayoría de todos ellos y que llama poderosamente la atención: jamás cedieron. Se negaron a dar un paso atrás, aun sabiendo que les rondaba la muerte. En muchos casos, ya la habían visto muy cerca, esquivándola por casualidad o sufriéndola en un compañero, un padre, una madre, un hijo, un hermano, una amiga. Triste honor les haríamos a todos esos hombres y mujeres si hoy diéramos nosotros ese paso atrás; más aun, en la casa de todos. Entiendo y respeto profundamente al que no pueda soportar su presencia. Pero yo, mientras sea miembro de la Mesa del Congreso y represente a todos los españoles, intentaré, con la mía, hacerles recordar que no son lo mismo que nosotros. Que no se puede equiparar al asesino con su víctima. Que jamás perdonaremos su cobardía mientras sigan mostrando su soberbia. Que mientras quede uno de nosotros en pie frente a ellos, ni habrán vencido, ni nuestros compañeros –sean quienes sean– habrán sido olvidados. Por todos ellos, por su memoria, por nuestra dignidad, por la Justicia.

Adolfo Suárez Illana es secretario cuarto de la Mesa del Congreso de los Diputados y presidente del patronato de la Fundación Concordia y Libertad.

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