Contra la nostalgia neofraquista

La sociedad democrática se ha renovado por su cuenta y padece menos agudamente el estado de catatonia y desarbolamiento en que vive su propio Estado, a pesar del coma ético en que nos deja cada nuevo sabotaje descubierto en un banco, en la cúpula de un partido o en las maderas nobles de un señorial Consejo de Administración. La democracia se las ha apañado bastante bien en otras esferas, y la cultural es una de ellas. Quizá porque algunos se empeñaron desde muy temprano en limpiar el patio de la sobredosis de mentiras que lo pobló.

Unos se mintieron a sí mismos desde el principio, otros se siguieron mintiendo ya adultos, cuando la mentira es cinismo, y unos pocos empezaron lentamente a dejar de hacerlo. Pero fue la ética de la democracia, antes y después de 1975, quien empezó a hacer limpieza de veras para comprender mejor. El sujeto colectivo de lo primero son los fascistas y falangistas que conquistaron el poder por la vía de la violencia en 1939; el sujeto implícito de lo segundo son contemporáneos nuestros que pilotaron la reconquista ética e intelectual del pasado desde la segunda mitad del franquismo. La cultura democrática promovió entonces lo mejor que sabe ofrecer: una versión veraz del engrudo de pistolerismo y chulería, irracionalidad y prepotencia, premodernidad y modernidad que dio vida a un proyecto político y cultural que llamamos falangismo.

Era la pelea más difícil, pero empezó a ganarse en pleno franquismo. Entre abril y mayo de 1969, José-Carlos Mainer era un veinteañero un tanto desgarbado, de mirada vivaz y flequillo revoltoso, simpatías subversivas en la izquierda clandestina, profesor de literatura en Barcelona y crítico literario en revistas liberales, como Ínsula, donde hablaba de exiliados desconocidos (como Max Aub) y donde habló de fascistas perfectamente conocidos. O eso creía todo el mundo.

Todo empezó, por tanto, cuando muchos de ellos vivían todavía y todo ha acabado cuando ninguno de ellos vive ya. El mejor híbrido académico de hedonismo y melancolía, Francisco Rico, ya estaba ahí. Era también veinteañero y encargó a Mainer un estudio y antología de los autores que habían liderado, difundido y armado la peor pesadilla cultural de la historia de España. Falange y literatura se publicó en 1971 en la editorial Labor: o bien nacía de la vocación provocadora de un improbable incauto suicida, o era una desafiante prueba de cultura democrática, antes de oler siquiera el Estado democrático.

Era lo segundo, y hoy es una radiografía secreta de la probidad que nos ha hecho dueños en el presente democrático del pasado del fascismo español. Por detrás de esta nueva Falange y literatura reaparecida hoy, “reescrita en Zaragoza, noviembre de 2012-febrero de 2013”, se entretejen los mimbres más sagaces y honrados de un modo de entender la actividad intelectual. En el salto desde las 300 páginas originarias hasta las 700 actuales, va la medida de otros saltos más. Va la voluntad de comprender las razones de una fascinación política e ideológica, porque sin comprenderla no habría modo de deplorarla. La cultura democrática lo ha hecho con sus métodos, no con los de ellos, y sus métodos son los de la razón histórica como herramienta de interpretación y los de la razón ilustrada como tradición intelectual. Mainer podía no saber entonces que ese libro era seminal; hoy ya no tiene más remedio porque la ampliación actual comporta a la vez el recorrido por ángulos libres e incluso heterodoxos de nuestra cultura democrática.

José-Carlos Mainer fabricó en ese ámbito el horizonte de expectativas para una democracia que todavía no existía. Dicho de otro modo, anidaba en ese volumen la posibilidad de acudir a las páginas de Arriba o de Escorial para leer, con los ojos de los hijos de un proceso democrático, las páginas sobre estética y literatura, sobre arte o sobre el enredo de estar en las nubes, a cargo de Leopoldo Panero o de Luis Rosales, de Angel María Pascual, de Luis Felipe Vivanco, de Giménez Caballero o de Dionisio Ridruejo, todos ellos envenenados de fe fascista y al mismo tiempo de cultura (y eso lo fueron descubriendo muchachos de los años 70 que se llamaban Juan Manuel Bonet, Miguel Sánchez-Ostiz o José Carlos Llop).

Anidaba también ahí la fantasía de dar forma entusiasta y libérrima al cuadro desacomplejado de la guerra, vista desde la literatura, la ideología y la vida cotidiana; y eso es Las armas y las letras, de Andrés Trapiello, tanto en su edición de 1994 como en la muy enriquecida y literalmente fastuosa de hace un par de años. Pero era también el marco que propiciaba que apenas unos años más tarde otro joven asumiese su propia voluntad de entender a través de uno de los más insidiosos protagonistas de aquel falangismo, Rafael Sánchez Mazas. Y Javier Cercas escribió en 2001 unos Soldados de Salamina que descubrieron a las clases medias que llevaban encima un pasado vivido en casa secretamente (y que cada uno de ellos venía o bien de un prófugo criminal o bien de un instante de virtud, y quizá de ambas cosas). Quizá hasta anidaba la posibilidad de que hoy, y quizá pronto, tengamos editadas ya buena parte de las cosas que dejó inéditas uno de los más temibles jaraneros y alborotadores de entonces, Javier Pradera, en torno a quien era su suegro, ese mismo Rafael Sánchez Mazas.

Pero en esa Falange y literatura estaba también el blindaje intelectual contra la estulticia difundida, hace una década, en forma de nostalgias neofranquistas. Las amparó y protegió una derecha revanchista y envalentonada, a caballo de una mayoría absoluta (no la de hoy, sino la de 2000 con José María Aznar). De todo aquello, tan alarmante entonces, nadie se acuerda ya y ni asoma siquiera en otro libro en torno a las culturas políticas del fascismo en la España de Franco titulado, sin embargo, Falange, en edición de Miguel Ángel Ruiz Carnicer. Otro lujo cultural de la probidad democrática, donde nuestro fascismo está interpretado como la expresión local, pero victoriosa, de un fenómeno casi universalmente derrotado en 1945. Y en ese marco cobran vida cosas que a veces se volatilizan. La crónica que escribió José María Fontana sobre Los catalanes en la guerra de España nacía casi, casi como voluntad de réplica a la huelga de tranvías de 1951. Por supuesto, para decir que el franquismo también era catalán.

No ocultaré que allí anidaba, todavía, el rumbo profesional de otros muchos jóvenes; porque buena parte de lo que hemos ido haciendo algunos estaba encriptado ahí, incluidos tanto los juegos peligrosos de Ridruejo como las fragilidades de la reconstrucción de una ética política moderna y democrática, laica y europeísta entre los muchachos que crecieron leyendo a los fascistas primero, leyendo a los exiliados de los fascistas después y, a veces, leyendo sus imposibles reencuentros. Por eso en este libro está también micrografiada la ruta que ha seguido la voluntad de entender, ya sin el menor afán adánico ni pionero; y es lo que han ido haciendo otros más jóvenes todavía, como Jordi Amat, Nicolás Sesma o Juan Marqués en sus propias averiguaciones. Encarnan con contundencia las rutas intravenosas que tiene una cultura democrática para hacerse más fuerte.

Educar a la ciudadanía en valores democráticos ha sido también educarnos a leer sin el mosquetón mohoso en las manos y sin exculpar de sus intereses de clase y de poder a los ideólogos falangistas y al fascismo como tal. Pero también es reencontrar un heredero imprevisible de Valle-Inclán en Agustín de Foxá y su Madrid, de corte a checa, o es leer un prontuario fascista detrás de una novela aparentemente blanca, como Rosa Krüger, de Sánchez Mazas; o es identificar en Giménez Caballero a un delirante fascista de vanguardia casi proscrito desde 1939, pero no por delirante sino por vanguardista. Fascistas lo eran todos.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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