¿Cuál solución de Europa?

El fin de año, el nuevo por estrenar, es propicio a la reflexión y el recuerdo. Examen y trabazón de expectativas. Tiempo de contener sentimientos: melancolías y también esperanzas. En estas cavilaciones me acompañan los jirones de niebla en las faldas de la montaña, el barro y el musgo revivido. El perfil gris sobre gris de la costa y las olas que rompen allá abajo. Restallantes acebos y enormes bolas de muérdago en viejos manzanos de líquenes que contrastan con el verde de las campas.

Y el caminar lento se trenza con la actualidad española indisolublemente unida a la europea.

El fallecimiento de Jacques Delors, uno de los más fervientes defensores y arquitectos de la integración, incita análisis retrospectivo y balance sin complacencias sobre nuestro emprendimiento común. Mientras, los bombardeos sistemáticos del Kremlin a objetivos civiles ucranianos se erigen en lacerante telón de fondo de la nueva ampliación y subrayan la fragilidad del proceso europeo, al tiempo que cuestionan su forma acabada -si tal suerte corresponde-. Por otra parte, la supervisión de la Comisión Europea al diálogo en pos de la renovación y reforma del Consejo General del Poder Judicial -instada por el Partido Popular en la senda abierta por el proyecto de ley de Amnistía y la amenaza que incorpora a la Independencia de la Justicia-, nos adentra en el retórico laberinto orteguiano. Construido sobre una frase del filósofo Ortega y Gasset sacada de contexto, que se hizo, hoy diríamos, viral -"España es el problema y Europa la solución"-, que responde al espejismo de despachar, allende nuestras fronteras, la solución a problemas nacionales.

Para ordenar estos desparramados pensamientos, encauzar los meandros reflexivos y sus derivadas y derivas, viene de molde recurrir a la autoridad de la Real Academia; a su diccionario (DRAE) en la voz "solución", que, entre las principales acepciones, contempla "acción y efecto de disolver"; "acción y efecto de resolver una duda, dificultad o problema"; y, como tercera opción relevante, "en el drama y poema épico, desenlace de la trama o asunto".

Empecemos por la última, sobresalientemente simbolizada por Delors -uno de los grandes-. El socialdemócrata convencido y ferviente católico encarnó la fuerza de las ideas, la convicción de que al drama histórico europeo -poema épico y sangriento- solo cabe un desenlace: la Federación de Estados nación, erigida en núcleo de una unión más amplia y más ligera. Así, superó la oposición a sus propuestas -encarnada en su némesis, Margaret Thatcher-, y supo aprovechar cada encrucijada a lo largo de su mandato: de 1985, cuando con Gorbachov emerge la perestroika, a 1995 con la plétora de sociedades libres tras la descomposición de la Unión Soviética y la disgregación del Pacto de Varsovia, llamando a la puerta de las instituciones. Vivió, desde la máxima responsabilidad, la caída del Muro y la reunificación alemana que cumplía el doble aliento creacional de la andadura compartida: anclar a Berlín con y no frente al resto del continente y crear una tienda ancha de democracia y valores liberales. El proyecto de paz cobraba toda su virtualidad que el visionario jefe de la Comisión entendía profundizar antes de ensanchar.

Delors impulsó más Europa entre los 12 socios de la Comunidad Económica Europea que pasaron a Comunidad bajo su supervisión, y abrió el camino para la consolidación de la Unión. Consiguió la expansión de las libertades fundacionales del Tratado de Roma a través del Acta Única y su imaginativo corolario del Acuerdo Schengen (necesariamente fuera del marco institucional). El diseño de una Unión Económica y Monetaria que plantearía un mítico informe en 1989 y haría realidad el Tratado de Maastricht en 1992 produjo un salto cualitativo (si bien incompleto) al establecer una asimetría esencial pero difícil de gestionar -aún no superada- entre política monetaria centralizada y política fiscal dispersa.

Hoy, sin perjuicio de importantes logros integradores, entre los que destacan la respuesta colectiva a COVID o la deuda mutualizada, flaquea el ímpetu compartido y se perfila la sombra de una solución de Europa en el primero de los sentidos del DRAE: disolución. Porque, sin perjuicio de la mermada soberanía de sus Estados miembro y la transferencia a Bruselas de funciones gubernamentales tradicionales (como el control de la moneda y las fronteras), la política europea sigue siendo eminentemente nacional. Son muchos los países en los que las objeciones a Bruselas se constituyen en tema sustantivo forjador de mayorías.

La UE lucha por superar tensiones internas en la definición y cohonestación de los principios y objetivos que constituyen su razón de ser. Así, en estos tiempos de ayudas de Estado, conviene no olvidar que nuestro proclamado "modelo social" depende del dinamismo del mercado interior, incompatible con su fragmentación. Además, la unidad europea actualmente se ve debilitada por divisiones este-oeste y norte-sur, junto a una actitud ecuménica hacia los movimientos disolventes de las viejas naciones. Entre ellos, desafiando la integridad del Estado, destacan los que nos afligen en España, encabezados por los secesionistas catalanes.

En política exterior, la UE abraza ideales de universalidad sin los medios para sustentarlos, y una identidad cosmopolita a menudo en pugna con efectistas muestras de oportunismo táctico. La normativa comunitaria consagra una tolerancia del extranjero que derrota en falta de ambición -¿de convicción?- para afirmar valores Occidentales que tenemos teóricamente por básicos, incluso cuando los Estados miembro adoptan medidas impelidas por el temor al "otro".

El resultado es la deslegitimación popular de nuestro proyecto de futuro en una sociedad europea escéptica. Escéptica de mayor integración; también de mayor ampliación. Hasta cierto punto, el escepticismo se puede comprender: las instituciones que componen el andamio conjunto difícilmente se entienden fuera de Bruselas. Son percibidas como pura burocracia y amenaza a la misma urdimbre democrática. Ahora, trabajan a contracorriente, avanzando a regañadientes -ya a 27, aunque el horizonte está en 36-. Eso, si avanzan algo: una y otra vez, el interés nacional hace descarrilar la voluntad de la mayoría. Sin ir más allá, el aliado kremlinianoViktor Orbán, quien sigue negándole a Kyiv los 50 mil millones de euros en ayuda adicional acordada por los 26 restantes. Y, hasta ver desbloqueados el mes pasado 10 mil millones congelados por infracciones a la independencia judicial, Budapest tampoco había dado su aprobación a abrir las negociaciones de adhesión con el gobierno de Zelenski.

Planean, pues, las incógnitas sobre el porvenir de Ucrania, y de la Unión. ¿Cómo se financiará la incorporación de un país arrasado, con gobernanzas sin cuajar y fronteras en entredicho? No podemos subestimar la magnitud del desafío que nos interpela. Ucrania agotada y mermada se enfrenta a la flaquera de aliados clave. Primero entre ellos, Washington, que significativamente ha dejado de enarbolar el "whatever it takes" para apostar con la boca chica a un "as long as we can". En paralelo -al margen de cualquier ampliación-, sigue pendiente restaurar nuestra operatividad en tanto que bloque; reformar nuestra Unión para asegurar su funcionamiento hoy y mañana.

Encarar la tarea que no cabe denominar sino fundacional requerirá voluntad política y una conciencia ciudadana comprometida. España, a partir de su incorporación en 1986, ha demostrado ambas, desde los fondos de cohesión a la ciudadanía europea, desde el tirón en el ámbito de seguridad y justicia al entendimiento del reto constituyente que la reforma de los tratados plantea. Frente a esta trayectoria consolidada, permea de presente la impotencia que traducen iniciativas como la errada inversión de crédito ante nuestros socios que la inclusión del catalán y otras lenguas autonómicas en categoría oficial entraña, y la debilidad que manifiesta despojarnos de la capacidad de resolver nuestros asuntos internos, poniéndolos a los pies de un tejido institucional supranacional aquejado de endebleces y contradicciones.

Así, a los españoles nos corresponde sacudirnos la melancolía y, confiando en nuestra vertebración, alzar en lema el discurso navideño de nuestro rey Felipe VI, que condensa el llamamiento responsable y sereno a la acción: "Es con la unión, con el esfuerzo colectivo y con las actitudes solidarias cómo se construyen las grandes obras, las que trascienden a las personas, las que duran y permanecen en el tiempo". Por España, sin duda. También en aras de contribuir a conformar nuestro futuro, que ha de ser acabada y constructivamente europeo. En fin, para -sin vacilaciones- dar respuesta firme y esperanzada a la "solución de Europa".

Ana Palacio

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