Esta mañana, en Montevideo, hace cero grados y un sol esplendoroso; el cielo también va de celeste, me dice una señora en una esquina. Tuve que hacer escala aquí porque volaba a Buenos Aires y en la Argentina hay una huelga general que no me permitía aterrizar, así que voy de a poco. En Montevideo me siento tan en casa: Uruguay es Argentina sin delirios de grandeza; o sea, no es Argentina —por eso, supongo, me siento como en casa—. En la radio del micro un periodista comenta con sorna los “problemitas” que están teniendo los vecinos, y no solo en la cancha: habla de esos hinchas argentinos que echaron de Rusia por pegarle a un croata o por hacer que una adolescente dijera obscenidades que no entendía en castellano: la viveza criolla.
—Nosotros somos uruguayos, podemos perder con cualquiera, podemos ganarle a cualquiera, y no pasa nada.
Dice después, para marcar las diferencias. Los uruguayos llaman a su país “el paisito” igual que los bosteros llamamos a nuestro equipo “Boquita”: por impudicia cariñosa, por cariño impúdico —y por disimular que, ya en la cancha, paisito y boquita te cosen a patadas—. Esta mañana Uruguay juega contra Rusia, los dos invictos de su grupo: uno de los países más pequeños del Mundial contra el más grande, para volver a demostrar que el fútbol no es una rama de las matemáticas.
Y la ciudad está inundada de banderas y de gente que corre hacia algún lado y en la plaza Matriz, el meollo de Ciudad Vieja de Montevideo, entre Cabildo y Catedral, un ministerio instaló, en el primer piso de su edificio de cemento feo, una pantalla de cinco metros por dos. Cuando empieza el partido —lunes, 11 de la mañana— ya debemos ser unos doscientos: barrenderos, carteros, albañiles, mujeres mayores, mujeres con chicos, oficinistas, mendigos, estudiantes. Los colegios, me dicen, los han dejado salir un rato antes del partido. Hace un frío de perros y una brisa asesina; muchos llevan las banderas a modo de capita, y casi todos mate.
Tantos uruguayos —más hombres que mujeres— llevan el termo con el agua del mate incrustado en el sobaco izquierdo, como si fuera un termómetro pero sin metro, y el mate mismo en esa misma mano, y son campeones absolutos en el arte imposible de cebarlo con ese solo brazo, sin dejar de, digamos, manejar la bici o palmearte la espalda con la otra. El problema deben ser los goles.
Los uruguayos sienten el fútbol como —casi— nadie, pero no pueden gritar los goles como —casi— todos, lanzando los brazos hacia arriba; si lo hicieran —me temo— perderían el termo. Me preocupa, los miro. Mi vecino el cartero no tiene mate, pero un compañero suyo nos convida. Me dicen que están nerviosos, muy nerviosos. Pero a los 9 minutos un contraataque local —“local”, aquí, significa uruguayo— consigue un tiro libre en la medialuna del área rusa. Hay gritos dale Lucho vamos, cuando Luis Suárez, el excaníbal charrúa, el hombre sin lóbulo en la oreja, coloca la pelota. Y todavía está tomando carrera cuando muchos estallan en rugidos de gol; el cartero y yo nos miramos, volvemos a mirar a la pantalla; recién entonces, en ella, la pelota entra en el arco ruso. Se conoce que la radio va más rápido que la televisión. La algarabía es importante; y los termos, por ahora, siguen en su sitio.
Uruguay gana, mis vecinos se agrandan. En la plaza también hay puestos que venden porcelanas usadas, una fuente con símbolos masónicos, unas palmeras en problemas y viejos paraísos. A los 23 minutos Uruguay tiene un córner. Lo patea Torreira, un ruso lo rechaza y en la plaza explotan los gritos: parece que hay un gol, pero la pelota se aleja del arco; el cartero y yo nos miramos, cada vez más confundidos. Segundos después la repesca Diego Laxalt, la para, la dispara y, tras rebote en la pierna de Chéryshev, el gol gritado por fin llega a la pantalla. Se oyen más gritos, las bocinas.
Y unos minutos después el árbitro Malang Diedhiou, senegalés, expulsa a Smolnikov y todo se termina. Queda un tiempo, casi protocolar: los rusos no tienen idea de cómo remontar la triple carga de dos goles y un jugador menos. Y, para colmo, enfrente está Uruguay, un equipo que no tiene ningún prurito en hacerse fuerte atrás y lanzar largos pelotazos para sus dos delanteros asesinos. Y que cuando se hace fuerte se hace fuerte: ni Godín ni Giménez ni Coates ni Nández van a dejar pasar al contrario y la pelota al mismo tiempo.
Son así. Uruguay es una banda de hombres que no se hacen ilusiones. No solo por viejos, sino porque se diría que nunca se hicieron ilusiones, que empezaron por aprender que nunca tendrían nada que no consiguieran con el sudor de sus muslos peludos. Y a su lado ese técnico con muletas, el abuelo que sigue en la casa de la familia porque qué vas a hacer, después de tanto tiempo, y al rato el tercer gol, cuando ya estaba todo dicho, que sirvió para mostrar su fuerza: los dos nueves tremendos, Cavani y Suárez, que se lanzaron a aprovechar el rebote del arquero ante un cabezazo impecable de Godín en un córner y casi chocan el uno con el otro; dos nueves ávidos de esos de los que todo equipo quisiera tener uno.
Uruguay, entonces, se clasifica sin un solo gol en contra, y en la plaza ya somos muchos cientos, muchos gritos. Es cierto que tampoco jugó contra ninguno bueno: Arabia Saudita, Egipto y Rusia. Ahora empieza. El de hoy no era un partido de fútbol sino de ajedrez: su importancia no estaba en sí mismo sino en el próximo, varias jugadas más allá. El que lo ganara, presumiblemente, tendría un rival más fácil en los octavos de final.
Fue Portugal, tras tantos recovecos. Cuando entraron en tiempo de descuento, Portugal le ganaba a Irán y España perdía con Marruecos. Cristiano Ronaldo, de la ONG Rescaten a la Pulga, había entregado al arquero iraní un penal que el Video Assistant Referee (VAR) le había regalado, y aún así Portugal era primero y le tocaba Rusia, a España, Uruguay. Pero en esos cinco minutos agregados el VAR le dio un penal a Irán —que convirtió Ansarifard— y validó un gol español —Aspas, de taco, elegantísimo— que el árbitro había anulado por off-side que no era. Y en el penúltimo minuto adicionado Irán estuvo a centímetros de meter el gol que habría eliminado a todos los portugueses, incluido su número siete.
No sucedió de puro milagro y ahora esa tarea humanitaria le queda, este sábado, a Uruguay. Que puede, como sabemos, perder con cualquiera, ganarle a cualquiera. Pero que, si sigue así, pondrá en peligro miríadas de termos.
Martín Caparrós es periodista y novelista argentino. Sus libros más recientes son El hambre y Echeverría. Vive en España y es colaborador regular de The New York Times en Español.