El reflejo de la hipocresía hacia la minería

Trabajadores junto a la mina donde fallecieron tres personas en Súria, Barcelona. Lorena Sopena
Trabajadores junto a la mina donde fallecieron tres personas en Súria, Barcelona. Lorena Sopena

Qué poco nos gusta que el espejo refleje nuestros errores, nuestras cicatrices. Conforme vamos consumiendo nuestra vida y vamos consumiendo nuestro tiempo, nuestra imagen se va llenando de aquellas huellas que serán para siempre testigo de nuestro trabajo realizado y de nuestra vida consumida. Pero qué poco nos gusta vernos reflejados en ese maldito espejo que nos devuelve la realidad de lo vivido y de lo consumido.

Nuestra vida, nuestra vida en sociedad, nuestro consumo, todo ello al igual que nuestro paso del tiempo, va produciendo desgaste, arrugas y cicatrices que no queremos ver; pero que, si vivimos -si vivimos como queremos vivir, si consumimos lo que queremos consumir- irremediablemente se producen y nos molestan. No las queremos ver, cerramos los ojos de nuestra realidad y los abrimos a la hipocresía de lo que no se quiere ver, de lo que uno no se quiere hacer responsable. Cerramos los ojos a nuestro consumo de recursos naturales y los abrimos a un espejo hipócrita que nos refleja un mundo en donde el consumo de la sociedad, el nuestro, nuestros caprichos, no producen cicatrices, no reflejan la realidad de la que somos responsables.

Ese espejo hipócrita al que a todos nos gusta reflejarnos cada día nos devuelve una imagen idílica en la que todos somos inocentes, en la que ninguno de nosotros, por el simple hecho de vivir, de vivir en una sociedad desarrollada, producimos ningún desgaste; ninguna de la multitud de heridas que causamos solo por el hecho de vivir, de vivir bien, por el hecho de desarrollar una sociedad en la que las carencias no existan y el bienestar sea un objetivo. La sociedad del bienestar.

De una vez, debemos asumir el reflejo real de nuestro espejo de la vida, y abandonar el halo de hipocresía que todos creamos en nuestra imaginación para no sentirnos culpables de las cicatrices que producimos por el simple hecho de vivir. Nuestro halo de hipocresía, y el buscar siempre a un culpable, nos hace sentir bien, inocentes; nos hace sentir los guardianes de nuestro mundo, de nuestro mundo desarrollado, sin reflejarnos como causantes, como fabricantes, como responsables de esas cicatrices que no nos gusta reconocer en nuestra cara, en nuestro entorno, en nuestro mundo.

El desarrollo en el que vivimos, en el que nos gusta vivir, el de la sociedad del bienestar, implica tener que arañar, arrancar de nuestra tierra, ingentes cantidades de recursos, muchos de ellos minerales, que gastamos, que usamos todos los días y que necesitamos todos los días para vivir, sin poder ni querer prescindir de ellos. Todo ello sin querer reconocer, sin reflejarnos en el espejo hipócrita que nosotros -nosotros individualmente y como sociedad, con nuestro consumo, con nuestras necesidades- somos los que arañamos la tierra, los que producimos esas cicatrices que no queremos ver, y que no queremos que el espejo nos refleje como nuestras. Nosotros y nuestra sociedad ponemos un halo de hipocresía para que el espejo no nos refleje la realidad de nuestros hechos y, además, nos viene muy bien acusar a la industria minera de ser ellos los que arañan la tierra, los que producen las cicatrices, los que causan el daño. Nosotros solo consumimos, solo vivimos en una sociedad del bienestar. Que nos miren nuestras uñas: nuestras uñas están limpias, nuestro espejo está limpio. Nosotros no hacemos nada, solo vivimos cómodamente, solo vivimos en una sociedad del bienestar.

Saboreamos nuestra taza de café, leyendo este artículo en el papel del periódico o en su formato digital, en nuestro teléfono o en nuestro ordenador, qué más da. Estamos tranquilamente en una terraza o en la cocina de nuestra casa, qué más da. Nos hemos levantado en nuestra casa o en el hotel donde descansamos, qué más da. Cuando acabemos de leerlo nos desplazaremos hacia el norte o hacia el sur, hacia el este o hacia el oeste; en coche, en tren, en avión, qué más da. En todos los lados, en todos los sitios, en todos los lugares y en todos los tiempos está el reflejo de esa mina que no queremos ver, que hipócritamente no queremos ver porque queremos tener las manos limpias, las uñas limpias de no haber arañado la tierra. Qué hipocresía, si son las mismas manos con las que sostenemos el polvo arañado, arrancado a la tierra para nuestro bienestar, para nuestra sociedad del bienestar. No queremos ver, no queremos reflejarnos en que hay muchas minas detrás de nuestra taza de café, de nuestro periódico o de nuestro coche, de nuestra casa o del hotel, del suelo que pisamos o del cristal que nos protege, qué más da. Por todos los sitios en donde vivimos, en donde nos desarrollamos, se nos reflejan ingente cantidad de materiales que salieron de unas minas que no queremos ver. Nos da todo igual siempre que nuestras manos, nuestras uñas estén limpias o mejor dicho, las veamos limpias.

Que realidad más hipócrita en la que nos gusta reflejarnos, en la que nos sentimos cómodos, muy cómodos, haciendo uso del desarrollo, del bienestar, beneficiándonos de todo aquello que otros, los que se manchan las uñas y las manos, la industria minera, nos pone en la estantería de nuestra vida. Alguna vez, sólo alguna vez, cuando un leve reflejo de realidad elimina el halo de hipocresía de nuestro espejo, vemos nuestras manos, nuestras uñas manchadas, y entonces buscamos en el colectivo de la sociedad, en el pecado colectivo, el perdón individual de los pecados que nuestro espejo nos muestra. Somos conscientes, tan hipócritamente conscientes, que, si sabemos culpar a otros, si sabemos culpar a todos, nuestro pecado es menor y no vemos en nuestras uñas el polvo de las cicatrices causadas a la tierra, a nuestra amada tierra, a nuestro entorno.

Creo que ya es hora -en una sociedad civilizada, en una sociedad desarrollada y que busca el bienestar de todos- de que dejemos de ser hipócritas y asumamos que el desarrollo, que la vida, como en nuestra propia vida, siempre va acompañado de producir arrugas, cicatrices, desgaste. Solo una vez asumamos lo obvio -lo que no queremos ver, aunque el espejo lo refleje-, una vez que asumamos que la minería es imprescindible, empezaremos a trabajar seriamente para minimizar y optimizar las cicatrices que nuestras manos, nuestras uñas, las manos y las uñas de todos, las nuestras también, producen a la tierra y a nuestro entorno.

Tenemos que poner fin a la hipocresía, a nuestra hipocresía que se evidencia en la posición contradictoria de no querer una actividad minera y a la vez necesitar y querer disponer de todo aquello que la industria minera nos proporciona. Esta hipocresía aceptada por todos nos lleva a que seamos doblemente hipócritas, al permitir que esa industria minera se instale lo más lejos posible, donde no la veamos, donde no nos moleste, en aquellos lugares en donde otros asumen por nosotros la responsabilidad de arañar la tierra. Así maquillamos nuestro reflejo, nuestro doblemente hipócrita reflejo. Nos ponemos la máscara para ocultar nuestra verdadera identidad, para fingir.

Asumamos entre todos que una sociedad desarrollada, que necesita bienes de consumo, necesita apoyar a una industria minera que sea responsable, que sea de cercanía, y que minimice aquellas cicatrices en la tierra de las que todos somos responsables. Seamos una sociedad adulta, asumamos como nuestros esos arañazos que marcan el paso del tiempo, el paso de nuestro consumo de nuestras necesidades. Que nuestro espejo sea sincero y nos refleje la verdad de que la necesidad no se puede cambiar. Ese espejo, sólo la honestidad de ese espejo realizado con sílice de una mina, nos hará crecer como sociedad responsable de nuestros actos, de nuestras necesidades, de nuestros consumos.

Emilio Querol Monfil es vicepresidente del Consejo General de Colegios Oficiales de Ingenieros Técnicos y Grados en Minas y Energía

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