En Brasil, la belleza es un derecho. ¿Están en lo correcto?

Quienes tienen bebés están conscientes de que sus hijos están constantemente en peligro inminente. La tarea ininterrumpida de los padres es tratar de evitar el siguiente accidente que podría causarles la muerte o dejarlos desfigurados.

De pie en un extremo de la regadera en nuestro hotel de Río de Janeiro, hacía lo que podía para ajustar el agua a la temperatura correcta antes de ir a reconfortar a mi hija, Anika, que en ese entonces tenía 2 años e intentaba huir del baño al otro lado.

Por desgracia, tardé demasiado. Anika resbaló en el azulejo y su carita aterrizó en la orilla filosa. No creí que fuera nada serio hasta que vi manchas de sangre en el suelo. Cerré la llave del agua y la levanté para revisar la herida: un agujero abierto en su mejilla. El sobresalto había sido tal que ni siquiera se había puesto a llorar. Jalé una toalla y le grité a mi marido que necesitábamos ir de inmediato al médico.

En Brasil, la belleza es un derecho. ¿Están en lo correcto?
Maria Chimishkyan

Estar en Brasil en ese momento y no en casa, en Virginia, me dio una nueva perspectiva sobre esa sociedad, para la que el deseo de la belleza es señal de florecimiento humano y no de simple vanidad. Las diferencias que observé entre la relación de la sociedad brasileña con la belleza —y la que desarrollé con ella durante mi niñez en Estados Unidos— me obligaron a reflexionar sobre mi pasado y replantearme qué quería para mi hija.

La siguiente media hora está borrosa en mi memoria por todo lo que debí hacer: intentar detener el sangrado, batallar para encontrar una sala de emergencias que aceptara a una niña de 2 años, intentar comunicarme con choferes de taxi sin la más mínima habilidad lingüística en portugués y enviarle textos a un amigo brasileño, que al parecer no estaba revisando su teléfono, para pedir ayuda. Por fin, logramos que recibieran a Anika en un hospital.

Aunque el sangrado se había detenido, la carne alrededor de su cortada estaba abierta por completo, como si la hubieran fileteado. Podía ver que su herida muy profunda, aunque sin haber llegado a exponer el hueso.

En lo primero que pensé fue en su futuro, en lo difícil que le sería convertirse en presentadora de noticias, actriz o influencer, si acaso le interesaba, o encontrar pareja, y me avergoncé de inmediato por pensarlo.

En mi juventud, uno de mis mayores anhelos era ser hermosa, y no me refiero a una belleza natural. No estaba mal, solo que sentía una inseguridad normal acerca de mi apariencia. Sin embargo, sabía que mi manera de arreglarme, mi cabello, mi rostro y mi ropa decían algo sobre mi buen gusto, mi capacidad de percibir lo que me comunicaba el mundo e interpretarlo a mi modo. Era una forma de ejercitar mi sentido de mí misma.

El problema es que no tenía permiso de hacerlo. Mis padres inmigrantes, que habían dejado la India para ir a Estados Unidos cuando tenían treinta y tantos, consideraban que la belleza era una frivolidad. Lo importante era trabajar duro y dedicarse a los estudios. Todo lo demás era una distracción. Éramos una familia de clase media —tanto mi padre como mi madre habían estudiado ingeniería— pero llegaron a este país casi sin dinero, así que sabían lo que era ser pobre. Mis inquietudes estéticas deben haberles parecido extrañas.

No fue sino hasta casi los 30 años —cuando por fin me decidí a hacer lo que de verdad quería: experimentar con maquillaje bueno, productos para cabello de primera calidad y ropa más refinada— que desarrollé una relación más sana con mi apariencia. Entonces, me di cuenta de que querer verme bien no era una señal de superficialidad. Era normal y humano. Además, como siempre había creído, no era solo eso: la belleza en sí misma era una inversión que podía darme más éxito.

Todos estos pensamientos cruzaban por mi mente cuando una enfermera de la sala de emergencias me dijo que, en algunos casos, podían llamar a un cirujano plástico. Acordamos que eso era lo que queríamos y, aproximadamente una hora después, llegó el cirujano. Con toda calma, le pidió a una enfermera que sostuviera con firmeza la cabeza de mi hija y a mí me pidió que la detuviera de los brazos mientras le administraba anestesia local y comenzaba a trabajar en la sutura.

“¡Quiero que salga!”, gritó Anika cuando vio que la aguja entraba. Le dije quedito que no iba a tardar mucho. Entre tanto, miraba con atención, asombrada por la habilidad del cirujano. Hizo una sutura más profunda que serviría para mantener cerrada la herida y aligerar la tensión en la superficie. Luego, siguió con las cerradas suturas intradérmicas justo debajo de la capa exterior de la piel para evitar que se formaran las típicas líneas en forma de vías de ferrocarril.

“No se preocupe”, me dijo después. “Brasil tiene los mejores cirujanos plásticos del mundo”. Me aseguró que la cicatriz sería minúscula. Nos cobraron solo 500 dólares en total por la cirugía plástica.

Según me enteré, Brasil se precia del gran número de cirujanos plásticos capacitados que tiene. Ese país reconoce el “derecho a la belleza”, por lo que, en la práctica, subsidia casi medio millón de cirugías al año, según Carmen Alvaro Jarrín, quien escribió The Biopolitics of Beauty: Cosmetic Citizenship and Affective Capital in Brazil. En la década de 1950, un famoso cirujano plástico convenció al presidente de que la fealdad puede causar un terrible sufrimiento psicológico, por lo que su tratamiento debería quedar cubierto. Si bien el cirujano se refería, en principio, a quienes tenían alguna deformidad congénita y a las víctimas de quemaduras, la mayoría de los procedimientos cubiertos en la actualidad son solo estéticos.

Esta filosofía tiene inconvenientes significativos. En un sistema de salud pública corto de recursos, sin duda es posible argumentar que no está bien incurrir en este tipo de gastos. La élite médica termina por patologizar las diferencias cotidianas en el cuerpo y definir el atractivo de manera acotada. Por ejemplo, a alguien que tiene senos pequeños le pueden dar un diagnóstico de “hipotrofia de las glándulas mamarias”. Un último inconveniente, en opinión de Jarrín, es que, en vista de que los cirujanos plásticos adquieren experiencia en hospitales públicos, los pacientes pobres son en realidad conejillos de Indias.

No obstante, con todo y sus inconvenientes, la política de Brasil crea un clima de aceptación en torno a la belleza como una forma de autocuidado, por lo que nadie tiene por qué avergonzarse por querer alcanzar la norma social de apariencia, independientemente de la clase social. Nadie niega que los pequeños cambios que podemos hacerle a nuestra superficie tienen una profunda influencia en nuestra calidad de vida y que la belleza, en general, es un medio para ganar poder.

Cuando regresé a Virginia después del accidente de mi hija, no podía dejar de pensar qué tratamiento habría recibido si todo hubiera ocurrido en Estados Unidos. La cobertura de salud de la mayoría de los países solo se aplica a servicios de reconstrucción, no a servicios estéticos. Brasil es caso aparte, pues ve más continuidad entre ambos tipos de servicios, “lo más probable es que sea para favorecer sus propios objetivos, pero también tiene cierta lógica”, señaló Alexander Edmonds, autor de Pretty Modern: Beauty, Sex, and Plastic Surgery in Brazil.

En el sistema estadounidense, el tipo de tratamiento hospitalario que recibió mi hija es cuestión de privilegio. Si bien es posible que su tratamiento se considere reconstructivo y no cosmético, la oportunidad de consultar a un cirujano plástico podría depender del lugar al que fuera a atenderse. Por ejemplo, es menos probable que los hospitales que visitan los pacientes con Medicaid ofrezcan la opción de un cirujano plástico, y Medicaid no cubre la cirugía cosmética salvo que el procedimiento sea necesario por razones médicas (que no era el caso para mi hija).

Aunque los estándares de belleza no dejan de elevarse, el acceso a los servicios cosméticos es exclusivo.

Cuando fui al consultorio del pediatra de mi hija para que le retiraran los puntos, la enfermera dudó en un principio. Nunca había visto ese tipo de sutura, con el hilo visible solo en el punto de entrada y el de salida. Llamó a dos médicos solo para verificar que lo estuviera haciendo bien. Ninguno de ellos estaba seguro, pero cuando jalaron de un extremo, el hilo salió con toda facilidad. Les pregunté qué cuidados debía tener para mantener la cicatriz al mínimo. Lo único que dijeron fue que aplicara protector solar.

Les pregunté sobre tratamientos con láser y células madre u otras opciones que los cirujanos plásticos podrían ofrecer. Cuando no pudieron responderme, supe que mis preguntas eran inútiles, por lo que me puse a la defensiva. Mi intención no era ponerlos en evidencia; solo quería conocer las opciones. Tendemos a darle un aire romántico a las cicatrices. “Las lecciones de una vida no nos proporcionan sabiduría sino cicatrices y callosidades”, escribió Wallace Stegner en El pájaro espectador. Pero lo bueno de tener dinero es que te evitas las consecuencias.

Ya pasaron varios meses desde la caída de mi hija y su cicatriz va sanando, al igual que mi ansiedad sobre la marca. Mi hija todavía está procesando el sobresalto de lo que le ocurrió.

Si la cicatriz no desaparece por completo sola, cuando sea más grande y si le interesa, podríamos conseguirle otro tratamiento y pagarlo de nuestro bolsillo. Por fortuna, podemos costearlo. No voy a verme en la necesidad de mentirle sobre lo que sé que es cierto, que controlar nuestra apariencia es en gran medida nuestra forma de ejercer poder en el mundo. Ni hacerlo es señal de superficialidad ni no darle importancia es señal de superioridad moral. No tendrá que lucir su cicatriz como un emblema de su fortaleza y, si no puede vivir con ella, no será señal de un defecto de personalidad. Tiene permiso de querer sentirse hermosa.

Sushma Subramanian es autora de How to Feel: The Science and Meaning of Touch. Esta historia se escribió con apoyo de la organización de periodismo sin fines de lucro Economic Hardship Reporting Project.

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