La derrota del caimán (2)

¡Atención, un respeto! El caimán es un animal político ante el que uno debe detenerse, reflexionar y escribir. No es un cualquiera. mí esos artículos filisteos sobre el amor, la amistad, los hijos, la ternura, me producen flato. Con orgullo y una punta de vanidad, uno escribe para gente madura que está al tanto de que las pasiones no son pasos de Semana Santa.

Santiago Carrillo fue mucho y el que diga lo contrario miente o lo ignora. Buena parte de esos señores, hoy talludos, que se jactan de su soberanismo, bebieron de él hasta la beatería. Hace años escribí que el día que Carrillo recibió a la plana mayor de Bandera Roja –una de las nutrientes políticas del periodismo desvergonzado que estamos viviendo en Catalunya–, Jordi Borja recogió el cigarrillo que ofreció Santiago y lo guardó como recuerdo. Es una anécdota, pero tratándose del país donde Eugenio d’Ors marcó la diferencia entre anécdota y categoría, merece la pena detenerse. Borja no fuma, o al menos no fumaba. Pero esa tradición religiosa que empalma con el carlismo, la fe, la tradición, el magisterio de los sabios que supuestamente han leído las escrituras –Marx, Engels, Lenin, también el estrangulador de París y el sucedáneo de Marta Harnecker– ejercía su capacidad de seducción. Después de muchos años y cuando la veteranía es un grado, puedo decirlo con la misma convicción que Bertrand Russell enunciaba sus apotegmas. “Detrás de todo antiguo Bandera Roja latía un trepa”. Y la política se hizo para gente con ambición de futuro. La militancia del PCE constituía un personal más vulgar, clase de tropa con aspiraciones de chusquero. Aunque hubiera excepciones.

A Santiago le fascinaban los tipos que se expresaban de corrido, los que eran capaces de explicar una táctica o la contraria. Ramón Tamames, por ejemplo. Al fin y al cabo se consideraba un táctico consumado, con capacidad para sacarle partido a lo imposible. Los rusos se refieren a los hombres que son capaces de cortar un cabello en dos. Él no analizaba una situación sino que la hacía suya y acababas creyendo que era como él decía, que en eso consiste uno de los encantos de los políticos, el de convertirte a una idea que apenas si tiene visos de realidad. Fue un magnífico mistificador, un respeto. No creía en nada, empezando por lo que él decía, pero tenía esa magistral capacidad para hacerte cómplice de un proyecto del que tenía muy serias dudas de que pudiera funcionar. Nada de lo que dijo nunca se lo creyó. ¡Eso es talento! Media historia de la literatura y el arte está basada en esta entelequia.

Santiago tenía un olfato excepcional. Mientras otros veían la hierba crecer, él detectaba la ambición del competidor. Había nacido a la política siendo adolescente y esa categoría te convierte en un escéptico opaco, clandestino incluso para los más íntimos, que no tuvo. Los más cercanos, Fernando Claudín en un tiempo, con el que compartió vivencias, incluso dos novias, hermanas y argentinas, o Teodulfo Lagunero, un perillán, listo y pendenciero. Los barrió el tiempo; duraron lo que dura una necesidad.

Pero había un estigma, eso que es tan importante en sociedades católicas como la nuestra. La guerra civil. Reconozco que no entiendo muy bien el reciente artículo sobre Paracuellos firmado por cuatro historiadores, entre los que se encuentran dos amigos míos a los que estimo de veras, Paul Preston y David Viñas, que tratan de exonerar a los españoles de las matanzas de Paracuellos, echándoselas a los soviéticos. Me sorprende, de todas formas, que no hayan tenido en cuenta que detrás de las matanzas de Paracuellos hay también un conflicto de fondo entre jóvenes socialistas y comunistas, unificados en la JSU. Y aquí nos encontramos con la figura de Segundo Serrano Poncela, escritor notabilísimo, al que Carrillo durante años echó toda la responsabilidad de Paracuellos, y que hubo de morir en Venezuela, como un perro, lo digo yo, porque trató de volver a España en la transición y el ministro, a la sazón Rodolfo Martín Villa, ¿les suena?, le negó la entrada. Ahí está el estigma.

La obsesión de Santiago Carrillo por convertirse en un político normal, sin pasado de guerra civil, alcanzaría grados patológicos. Con Gil Robles, el viejo mandarín, el del 34, intenta maravillas. No le manda flores porque no era lo suyo, pero llega hasta enviarle al máximo responsable clandestino del Partido Comunista de España en el interior para que le advierta que los falangistas le preparan un atentado, y allí va, fielmente, Jorge Semprún, Federico Sánchez, Pajarito para los íntimos, ¡un Maura! al despacho de la calle Velázquez a advertir al viejo caimán que el PCE le protege. Una escena que retrata a ese Carrillo tratando de superar el estigma, nada que ver con la Reconciliación Nacional, tan sólo un recordatorio. Quiero ser tu aliado.

Es difícil en un artículo saltarse tantas líneas de la historia, pero resultó que había construido un partido como no hubo igual en la historia de España, lo digo por convicción y sin orgullo. El PCEPSUC no tiene parangón bajo una dictadura fascista. Pero, entendámonos, la política no es como el diseño, es una ambición de poder. Había construido un partido hegemónico en una situación en la que no tenía ninguna posibilidad de triunfar. La muerte de Franco le conmocionó, como a todos los que estaban en la pomada, pero no como a esos graciosos acojonados que aseguran ahora haber descorchado botellas de champán, sino porque el peso de la muerte del Caudillo condicionaba el futuro de tal modo que hacía imposible la confrontación. O esperaba el momento oportuno o se lanzaba a la aventura. Se lanzó. Como explicó en una reunión memorable de la dirección del PCE, no había tiempo. O ahora, o le pillaría jubilado. ¡Quién le iba a decir que llegaría a los 97 años y haciendo de tertuliano con su adversario en el Ministerio de la Gobernación!

Entre el otoño de 1976 y la primavera del 77, Carrillo pasa a ser el rey del mambo. Lo he explicado por extenso en un libro y no lo digo por publicidad, porque lleva descatalogado una década como mínimo. Hasta su resentido compadre de tantos años, Fernando Claudín, va a Canosa y le rinde pleitesía en la casa de Vallecas. Me lo contó él mismo, no exagero nada. El intermediario de EE.UU. en España, genial personaje por otra parte, Mario Armero, prepara la entrevista con el presidente Suárez. ¿Pero qué ocurre? Algo ligado al destino y al pasado.

Carrillo representa el pasado y su partido ambiciona el futuro. Debe escoger y en ese dilema, un político de oficio, un caimán, no duda nunca. “Lo que sea mejor para los dos, empezando por mí”. Las elecciones del 77 sitúan a los comunistas por detrás de los socialistas. Nunca entendí la decepción militante. El PSOE era la rosa, no se olvide, gente joven, sin pasado alguno que no fueran las miserias del tiempo, como la inmensa mayoría. El PCE se presentaba como un partido viejo, Dolores Ibarruri, el patético Alberti, Ignacio Gallego, Carrillo, el inefable Wenceslao Roces, que saldría corriendo al borde del infarto… Parecía una pasarela de la derrota de 1939, en un momento en el que contaba con el elenco, valga la expresión de cabaret, de lo más joven y audaz de la sociedad española. Pero barrer el pasado era también barrerle a él. Lo destrozó todo; hizo la más torpe campaña electoral que nadie se podía imaginar. El cambio entre un partido en la clandestinidad, que él dominaba, y uno en la legalidad le había roto el esquema. Lo de menos era la aceptación de banderas, monarquías y signos del pasado –¡mucho más que eso aceptó Togliatti en 1944!–, pero él era un táctico de Gijón.

Cuando Fraga Iribarne le presentó en un club madrileño de postín en octubre de 1977 dijo una frase; casi un epitafio cuando te la recita un enemigo: “Aquí presento a Santiago Carrillo, un comunista de mucho cuidado”. Hubo risas.

La transición que él ambicionaba capitanear le colocaba de grumete con gorra y galones. Sus derrotas alimentaron el elogio de sus adversarios.

Gregorio Morán.

1 comentario


  1. Un periodista llama hoy “cotilleo de altura” a las memorias de Bono. La definición también le vendría perfecta a esta pareja de artículos, siempre que rebajáramos la supuesta altura, ya que en algunos momentos el nivel es sencillamente rastrero. Salta demasiado a la vista la intención insidiosa y la mal disimulada envidia de quien no alcanzó a medrar mucho en el PC, donde fue militante con aspiraciones (hay que recordarlo, porque la transfiguración de antiguos comunistas es un fenómeno deslumbrante). Y hablando de medrar, resulta patética la obsesión de G. Morán por acusar de vendidos y trepas a sus colegas de la prensa, precisamente él, que escribe a sueldo de La Vanguardia para lanzar mierda contra la izquierda desde una fingida posición radical.

    No diré que el artículo carezca de interés; pero una de sus facetas de interés es precisamente el ser un modelo de insidias, chismorreos malintencionados, injurias interesadas y subjetivas, muchas veces faltas del menor rigor ni fiabilidad; un ejemplo delicioso de afirmación estúpida es esa de que Carrillo: “Nada de lo que dijo nunca se lo creyó” (!) por lo visto la pedantería de este señor llega al extremo de saber todo lo que pasa en la cabeza de los demás.

    Al menos, la muerte de Carrillo, le ha permitido a G. Morán escribir de algo relacionado con la actualidad y dejar por unos días sus torpes monsergas de mal crítico aficionado sobre libros y películas. Porque, de la derecha en el poder… ¡ni tocarla!; de Cataluña y de CiU en el poder… ¡ni mentarlo!; de la corrupción, de las locuras separatistas de Mas ¡chitón! ¡Faltaría más! No le paga LV/ CiU para eso, sino para lanzar insidias contra la izquierda cada vez que hay ocasión.

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