Cuando en 1996 la India celebró el 49 aniversario de su independencia, su entonces primer ministro, Deve Gowda, dirigió a la nación un discurso tradicional, de pie ante las murallas del Fuerte Rojo de Delhi. Otros ocho primeros ministros habían hecho exactamente lo mismo en 48 ocasiones antes que él, pero lo extraordinario fue que Gowda, un hombre del sur -del Estado indio de Karnataka-, habló al país en un idioma del que no entendía ni una palabra. La tradición y el juego político imponían que la alocución fuera en hindi, de modo que así lo hizo. Para poder leer las palabras, habían sido transcritas en la grafía de su idioma nativo, el kanada, en el que no tenían ningún sentido.
Esta anécdota es prácticamente inconcebible en cualquier otra nación, pero al mismo tiempo constituía una afirmación llamativa del pluralismo existente en la India, porque lo cierto es que en este país todos pertenecemos a alguna minoría. Nunca ha habido un indio arquetípico, homologable al alemán o al francés arquetípicos. Es posible que un varón hindú de habla hindi y nacido en el Estado más poblado, Uttar Pradesh, se haga la ilusión de que representa al grupo social mayoritario. Sin embargo, no es así. En cuanto que hindú, profesa la religión con la que se identifican las cuatro quintas partes de la población, pero la mayoría del país no habla hindi; además, si estuviera de visita en mi Estado natal de Kerala, pongamos por caso, posiblemente se sorprendería al darse cuenta de que una mayoría de la población ni siquiera es varón.
Y aún más, este varón hindú típico no tiene más que mezclarse con las muchedumbres políglotas y multicolores (y no me refiero al colorido de sus ropas, sino a los colores diferentes de su piel) que atestan cualquiera de las grandes estaciones de ferrocarril de la India para comprobar hasta qué punto forma parte, en realidad, de una minoría. Ni siquiera su condición de hindú es garantía alguna de su condición de mayoría, porque la división de castas le coloca automáticamente en minoría (si ese hombre pertenece, por ejemplo, a la casta superior de los brahmanes, enfrente tiene al 90% de sus conciudadanos, que no lo son).
Si la casta y el idioma complican la noción de la identidad india, las características raciales no vienen sino a enrevesar más la cosa. En la mayor parte de los casos, el nombre de un indio revela inmediatamente de qué lugar procede y cuál es su lengua materna. A pesar de algunos casos de matrimonios mixtos en las capas privilegiadas de la población de nuestras ciudades, los indios siguen siendo todavía enormemente endógamos, y un bengalí se distingue con facilidad de un punjabí. Las diferencias que refleja este hecho son con frecuencia más visibles que los elementos que tienen en común. Un brahmán de Karnataka tiene en común con un kurmi de Bihar su fe hindú, pero comparten entre sí muy pocas más señas de identidad en lo que respecta a su manera de vestir, sus costumbres, su aspecto físico, sus gustos, su idioma, e incluso, en estos tiempos, sus objetivos políticos. Al propio tiempo, un natural del Estado de Tamil Nadu, hindú, sentirá que tiene muchas más cosas en común con un tamil cristiano o un tamil musulmán que, por ejemplo, con un jati del Estado de Haryana, con quien comparte formalmente la misma religión.
¿Qué hace entonces de la India una nación? ¿En qué consiste la identidad de un indio?
Cuando, en la segunda mitad del siglo XIX, se creó la nación italiana a partir de un mosaico de principados y pequeños estados, un nacionalista italiano escribió lo siguiente: «Hemos creado Italia. Lo que ahora necesitamos es crear italianos». Es sorprendente que, transcurridas unas cuantas décadas, ningún nacionalista indio haya sucumbido a la tentación de expresar un pensamiento parecido. Al principal exponente del nacionalismo indio moderno, Jawaharlal Nehru, no se le habría ocurrido jamás hablar de «crear indios», porque estaba convencido de que India y los indios habían existido durante milenios antes de que él mismo articulara las aspiraciones políticas de todos ellos en el siglo XX.
Sin embargo, la India que nació en 1947 fue, en un sentido muy real, una creación novedosa: un Estado que hizo ciudadanos de un mismo país a los naturales de la región montañosa de Ladakh en Cachemira y a los de las muy lejanas islas tropicales Laquedivas, bañadas por el mar Arábigo, que a la vez separó a unos punjabíes de otros punjabíes [como consecuencia de la partición entre la India y Pakistán], y que pidió a un campesino de Kerala que sintiera lealtad hacia un gobernante de Cachemira que gobernaba desde Delhi, todo por primera vez en la Historia.
Así pues, bajo el Mahatma Gandhi y el primer ministro Nehru, el nacionalismo indio no se basó en ninguno de los indicadores convencionales de una identidad nacional. No se basaba en el idioma, puesto que la constitución de la India reconoce 22 idiomas oficiales y hay como mínimo 35 lenguas que son habladas por más de un millón de personas cada una. No se basaba en las características raciales, puesto que la palabra indio da cabida a una diversidad de tipos raciales en la que muchos indios (los punjabíes y los bengalíes, en particular) tienen más en común con algunos extranjeros desde el punto de vista racial que con otros compatriotas suyos. No se basaba en la religión, puesto que la India es un Estado laico pluralista en el que encuentra acomodo toda religión que haya conocido la humanidad, con la posible excepción del sintoísmo. No se basaba en la geografía, puesto que la geografía natural del subcontinente, delimitado por las montañas y el mar, quedó hecha pedazos como consecuencia de la partición de 1947. No se basaba, en fin, tampoco en el territorio, puesto que, por ley, cualquiera que tenga un solo abuelo nacido en la India anterior a la partición, es decir, fuera de los límites territoriales del Estado actual, tiene derecho a la ciudadanía. El nacionalismo indio ha sido siempre, por tanto, el nacionalismo de una idea.
Es la idea de una tierra eterna, surgida de una civilización antigua, unida por una Historia común, sostenida por una democracia pluralista. La democracia de la India no impone ninguna exigencia rígida a sus ciudadanos. Todo el secreto del pluralismo indio es que uno puede ser todo lo que quiera y nada más que eso: se puede ser un buen musulmán, un buen keralí [natural del estado de Kerala] y un buen indio, todo a la vez. La idea de ser indio es lo contrario de lo que los freudianos llaman «el narcisismo de las diferencias insignificantes»; en la India celebramos que lo que tenemos en común sean grandes diferencias. Si Estados Unidos es un crisol, en mi opinión la India es entonces un thali, una selección de platos magníficos en fuentes diferentes. Cada uno de ellos sabe diferente y, además, no necesariamente combinan bien con el siguiente, pero todos ellos se encuentran juntos en la misma fuente y se complementan entre sí para hacer del conjunto una comida satisfactoria.
Así pues, la idea de la India es la de una tierra que engloba a muchas otras. Es la idea de que una nación puede prevalecer sobre diferencias de castas, credos, colores, convicciones, culturas, cocinas, vestidos y costumbres y, aún así, organizarse en torno a un consenso. Además, ese consenso gira en torno a la idea sencillísima de que, en una democracia, no hace falta que se esté de acuerdo, salvo en las normas fundamentales del procedimiento conforme al que se expresa el desacuerdo.
La geografía ayuda, porque acostumbra a los indios a la idea de las diferencias. La identidad nacional se ha construido durante mucho tiempo sobre el lema de unidad en la diversidad. Lo indio se concreta en tal variedad de diferencias que una mujer de piel blanca, que viste saris y cuya lengua materna es el italiano, como Sonia Gandhi, no es para mi abuela, que vive en Kerala, más extranjera que uno que sea de piel trigueña, vista salwar kameez [traje de túnica superpuesta al pantalón] y hable urdu. Para nuestra nación, una y otra son igual de extranjeras y exactamente igual de indias.
Por ahora, los hindúes patrioteros sectarios han perdido la batalla de la identidad de la India. La visión de una dirigente política de religión católica (Sonia Gandhi) cediendo su puesto a un sij (Manmohan Singh), para que en mayo del 2004 le tomara juramento como primer ministro un musulmán (el presidente Abdul Kalam), en un país cuya población es de religión hindú en un 81%, desbordó la capacidad de imaginación del mundo entero.
Los padres fundadores de la India escribieron la Constitución con la que soñaban; nosotros hemos expedido los pasaportes para esos ideales suyos. Este singular y sencillo momento de cambio político enterró muchas de las controversias sobre la identidad india. La India no ha sido nunca más fiel a sí misma que cuando ha celebrado su propia diversidad.
Shashi Tharoor es autor del libro Nehru: la invención de la India, y ha sido subsecretario general de Naciones Unidas.