La independencia y todo lo demás

«Hemos ganado la independencia, pero hemos perdido todo lo demás». Esta conocida frase de Bolívar debería hacernos pensar a los españoles: a los cientos de miles que vienen pidiendo la independencia de Cataluña desde el pasado 11 de septiembre y a los que nos oponemos a esa independencia. Si el proyecto independentista saliera adelante, los demás españoles perderíamos Cataluña, con todo lo que aporta a España y a la vida de gran número de nosotros; y los catalanes perderían muchas cosas que ahora tienen y que algunos de ellos no parecen apreciar. Pero antes de hacer el inventario de las pérdidas, parece lógico analizar la petición de independencia y sus fundamentos, tanto los racionales como los emotivos; y ese análisis habrá de realizarse detenidamente, sin desdenes ni impaciencias, porque la cuestión es ahora insoslayable y tenemos por delante varios años de un debate al que hay que acudir con plena preparación dialéctica.

La independencia se pide porque, según dijo el presidente de la Generalitat, Cataluña necesita «estructuras de Estado». Ahora bien, ¿no las tiene ya? Hagamos la enumeración: gobierno, parlamento, órgano de garantías constitucionales, defensor del pueblo, representaciones en el extranjero; policía, instituciones penitenciarias, régimen local propio, sistema educativo configurado con plena libertad. Además, la policía catalana viste uniforme único en España, lo que no ocurre en Alemania, donde ciertamente cada «land» tiene su policía, pero el uniforme es el mismo para todas. Hasta código civil tiene Cataluña, el viejo privilegio de las naciones europeas. Ningún «land» alemán, ningún cantón suizo tiene código civil: hace largo tiempo que renunciaron a su antiguo derecho privado para permitir la aprobación de códigos civiles nacionales. Cabría argumentar: Cataluña no tiene fuerzas armadas y su hacienda dista mucho de ser soberana. Pero Artur Mas ha dicho que la Cataluña independiente no necesita ejército y que la obtención del pacto fiscal no supondría la renuncia al proyecto independentista.

No bastan, pues, los argumentos puramente racionales para sustentar la reclamación de la independencia, que solo se entiende yendo a las emociones. Ya dijo Cambó, al final de su larga carrera política, que «Cataluña, contra lo que muchos creen, es un pueblo casi morbosamente sentimental». Esta es la tendencia que aparece en la afirmación del presidente Mas de que la independencia es necesaria porque hay una «fatiga mutua» entre Cataluña y España. Las encuestas no respaldan esa tesis. Pero hay algo más importante: la historia reciente de las relaciones entre Cataluña y el resto de España no ha consistido en un continuo forcejeo que haya generado hastío por ambas partes, sino más bien en una situación de vacío y de parálisis. La buena relación entre Cataluña y España requiere dos cosas: que en nuestra clase política nacional, tanto en el gobierno como en la oposición, haya figuras que sepan hablarle a Cataluña con la altura, la sensibilidad y el respeto que requiere un socio tan importante en todas las empresas españolas contemporáneas; y que de Cataluña venga un flujo continuo de ideas e iniciativas para la mejora del conjunto de España.

Desgraciadamente, ambos aspectos de la relación han dejado mucho que desear en los últimos años. Ha faltado, en primer lugar, «la voz a ti debida», la voz especialmente modulada para Cataluña y procedente de las instituciones del Estado. Es verdad que, con carácter general, España se ha ido quedando sin grandes narradores y ello a medida que nuestra clase política se fragmentaba y los políticos nacionales se preocupaban más de sus respectivas bases regionales que de la casa grande. Por otra parte, parece haberse secado la fuente de iniciativas procedentes de Cataluña, pero con ambición y alcance nacionales. No faltaron en el pasado esas iniciativas. Durante la transición y el felipismo estuvieron ligadas al nombre de Miguel Roca: participación destacada en la ponencia de la Constitución de 1978, «operación reformista» en 1986… Más adelante, la contribución de Convergencia i Unió a las reformas aprobadas durante la primera legislatura de Aznar fue también relevante. En cambio, durante los gobiernos de Rodríguez Zapatero, todas las energías catalanas se dedicaron al desdichado asunto del nuevo Estatuto de autonomía, con resultados conocidos.

Mientras dure la situación actual, no resulta probable que Cataluña vuelva a asumir el papel destacado que le corresponde en la gobernanza de España. Por ello es urgente que el Partido Popular y el Partido Socialista mantengan la otra vía abierta y sepan dar con el mensaje que se ha de dirigir a Cataluña. No se trata de negociar con los dirigentes nacionalistas sino de hablar directamente al pueblo catalán. Y el mensaje que se envíe tiene que tocar, entre otros, el registro sentimental. Al independentismo catalán habría que decirle aquella frase de Giscard a Mitterrand: «Usted no tiene el monopolio del corazón». La pérdida de Cataluña supondría un grave quebranto histórico para España, pero sería sobre todo un drama personal para muchísimos españoles no catalanes. Esto es algo que el catalanismo no parece entender bien. Hace más de un siglo, Joan Maragall le pedía a España en un verso famoso que escuchara la voz de uno de sus hijos que le hablaba en catalán. Hoy la situación se ha invertido y quienes queremos a Cataluña tenemos que pedirle que nos escuche, aunque le hablemos en castellano. Ese trascendental diálogo podría comenzar así: ¿De verdad queréis que los demás españoles seamos extranjeros en Cataluña? ¿No veis que una herida así tardaría décadas en cicatrizar, con daños irreparables para, al menos, dos generaciones? Ha pedido el presidente Mas a España que aborde la independencia de Cataluña como un estado maduro. Pero ¿cómo puede pedir madurez quien se entrega con apasionamiento adolescente al proyecto independentista? ¿Acaso no comprende que ese apasionamiento acabará generando otro de signo contrario, con consecuencias difíciles de prever?

Con ello no hemos hecho más que empezar el catálogo bolivariano de todo lo que se pierde cuando se gana la independencia. Los peores daños se producirían en el seno de la propia Cataluña, con decenas de miles de familias divididas, por opiniones contrapuestas sobre la secesión, o porque de la noche a la mañana algunos de sus miembros se han convertido en extranjeros al ser naturales de otras regiones de España. Un secular estado natural de las cosas quedaría roto y la vida cotidiana en Cataluña se llenaría de desconcierto, dudas y recelos. En efecto, durante el inevitablemente largo proceso de ruptura ¿cómo saber de qué lado está el compañero de trabajo, el vecino, o simplemente, el que entra por la puerta? No propiciaría esta situación que se lanzaran o ampliasen las ahora tan necesarias inversiones empresariales. Y los problemas no acabarían el día lejano en que se reconstruyera una nueva normalidad, porque el ser histórico de Cataluña, su prosperidad económica, sus actitudes políticas, se han hecho en relación dialéctica con el resto de España, con lo que al dejar de ser española, Cataluña dejaría también de ser catalana, quizá para convertirse en una de esas incoloras y despersonalizadas sucursales de la globalización.

De todo esto, y de mucho más, con altura e inspiración, tiene que empezar a hablar el gobierno, y también la oposición. La tarea es evidentemente compatible con la gestión de la crisis. Los gobernantes de la Transición supieron combinar alta política y buena gestión económica. Ojalá este noble precedente inspire al Gobierno al abordar el problema más grave que ha tenido España desde aquellos años fundacionales.

Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *