La invasión bárbara

Putin solo se detendrá ahí donde lo detengan, y eso prefieren no entenderlo ni en Europa ni en Estados Unidos. Entenderlo exigiría renunciar al pacifismo que en Occidente se ha convertido en el pensamiento único, especialmente fomentado por Barack Obama

Ladímir Putin no es el heredero de Stalin, sino el de los zares. Stalin pretendía conquistar a la vez territorios y el resto del mundo mediante la ideología sin fronteras que era el comunismo. Putin no tiene ideología, no tiene muchos partidarios fuera de Rusia o tiene muy pocos, solo habla a los rusos, y no existe un partido putiniano. Y sería un error creer que este excomisario del KGB sueña –como se sospecha– con reconstituir la Unión Soviética. Su método y su ambición se enmarcan de forma más natural en la larga historia de la Rusia zarista.

Los zares se consideraban herederos y continuadores del Imperio romano; hasta su denominación da muestra de ello, ya que zar es la versión rusa de César. Este Imperio de los Zares, por definición, no tenía fronteras naturales ni culturales, y no coincidió nunca con el pueblo ruso ni con el idioma ruso. Además, los zares se expresaban con más frecuencia en francés y en alemán que en ruso, un dialecto que usaban los campesinos; su Imperio era multinacional o, como se diría hoy en día, multicultural. Una prueba de esta voluntad de conquista sin límites naturales o culturales es que los conquistadores zaristas nunca dejaban de avanzar en todas las direcciones y solo se detenían cuando un adversario más decidido que ellos interrumpía su avance. Hacia el este, llegaron hasta el Pacífico, incorporando dentro de las fronteras del Imperio a un número incalculable de naciones siberianas y mongolas. Y solo se pararon frente a las orillas de Japón y los confines de China porque las fuerzas zaristas no pudieron conquistar ni Japón (excepto algunos archipiélagos que Rusia ha conservado) ni China. Pero Mongolia, no hace mucho, fue engullida de un bocado. En el oeste el procedimiento fue simétrico, hasta absorber Polonia, cuya parte oriental ha quedado anexionada a la Bielorrusia actual, Finlandia y los Países Bálticos. Hacia el sur fueron los otomanos y luego los turcos quienes frenaron el imperialismo ruso, impidiendo que tomase Estambul y que penetrase en Anatolia. Y los afganos detuvieron su avance hacia India.

Esta constitución del Imperio ruso se ha comparado a menudo con la de Estados Unidos, y en efecto, existen puntos en común entre la carrera estadounidense hacia el Atlántico y la rusa hacia el Pacífico. Pero los estadounidenses ya no tienen ambiciones territoriales, mientras que Putin, al igual que los zares, las sigue teniendo. Con una política económica desastrosa y sin influencia ideológica, ¿qué otra ambición, que no sea geográfica, podría albergar Putin? En Occidente tratamos de tranquilizarnos y entendemos que Putin solo quiere recuperar los territorios donde se habla ruso. Pero no existe un territorio rusófono en sí, ya que si se habla ruso en Sebastopol o en Riga es porque Rusia colonizó esas ciudades: Crimea fue turco-musulmana y los bálticos no eran rusos antes de ser colonizados. La invasión de Ucrania no obedece a ninguna lógica cultural, salvo de fachada, porque el hecho de que existan minorías de lengua rusa en Ucrania es una excusa comparable con la que usó Adolf Hitler para conquistar los Sudetes y Austria. ¿Debería Francia apoderarse de Bélgica y de Suiza, y España de Iberoamérica, porque allí se habla francés y español?

A pesar de todo, la opinión pública en Europa y en Estados Unidos se muestra sensible a esta excusa putiniana de las fronteras lingüísticas y culturales. ¿Por apatía, por ignorancia histórica o por interés material? Por las tres razones, sin duda, lo que explica la debilidad de la contraofensiva de los estadounidenses y de los europeos, que no está en absoluto a la altura de la amenaza. En nombre del Derecho Internacional se imponen sanciones económicas a Putin que nunca en la historia han hecho temblar a un déspota. Putin hace caso omiso del Derecho Internacional y está totalmente dispuesto a sacrificar la economía rusa. Los rusos, salvo la mafia del petróleo, viven en la miseria, su esperanza de vida disminuye y el alcoholismo los destruye, pero para Putin eso solo es un detalle. Las «sanciones» no cambiarán nada significativo.

Putin solo se detendrá ahí donde lo detengan, y eso prefieren no entenderlo ni en Europa ni en Estados Unidos. Entenderlo exigiría renunciar al pacifismo que en Occidente se ha convertido en el pensamiento único, especialmente fomentado por Barack Obama. ¿Creen realmente en la eficacia de las sanciones los occidentales, quienes, de hecho, ya han dejado Crimea a Putin? ¿Creen realmente que, equipando discretamente al Ejército ucraniano, Putin retrocederá? Putin sabe hasta qué punto estamos estancados en el pacifismo. Y la disuasión europea es menos creíble aún porque, por otra parte, los europeos se muestran dispuestos «a vender la soga para colgarlos» (en palabras de Lenin); los ingleses acogen a financieros rusos, los franceses venden armas a Putin y los holandeses no han reaccionado ante la muerte de sus compatriotas abatidos en el avión de Malaysian Airlines. Probablemente habrá que esperar a que el sucesor de Obama, ya sea republicano o demócrata, reconozca que el pacifismo no asusta a los bárbaros y que solo una intervención de la OTAN, como en Kosovo en 1999, podría cortar el paso a la barbarie.

Guy Sorman

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