La Manada y la jauría

Si en algo coincidíamos todos los profesionales del Derecho Penal antes de la publicación de la sentencia en el caso de La Manada era en la enorme dificultad que presentaba el enjuiciamiento de un supuesto para el que no hay muchos precedentes en los que basarse. El tribunal se enfrentaba al reto de probar una ausencia de consentimiento no verbalizada, el conocimiento de dicha circunstancia por los autores (dolo), la calificación, en su caso, de los medios utilizados, que no parecían encajar en los habituales métodos del violador y el abusador por prevalimiento, y todo ello aderezado por una insoportable presión social y mediática.

Una presión que, tras la publicación de la resolución judicial, y como empieza a ser costumbre de un tiempo a esta parte, viene acompañada de un etiquetaje ideológico tan tiránico como arbitrario: si estás conforme con la sentencia eres fascista y machista; si el fallo te indigna, es porque eres progresista, feminista y de izquierdas o, simplemente, una persona de bien.

Se vislumbran también en algunas soflamas planteamientos de cariz moral que rechazan per se ciertas prácticas sexuales y ciertas actitudes ante el sexo. Este poso, que se atisba incluso en algunos pasajes de la sentencia, puede sesgar de forma inconveniente el análisis del asunto, pues introduce en el juicio cuestiones ajenas a las únicas relevantes: la edad y el libre consentimiento de los intervinientes.

Así las cosas, no es de extrañar que a nuestra oportunista clase política le haya faltado tiempo para criticar la sentencia e incluso anunciar una reforma de la regulación de los delitos sexuales que ellos mismos, y no los jueces, decidieron allá por 1995 y han modificado hasta cuatro veces desde entonces (la última en 2015). Es preciso advertir que una nueva reforma no estaría exenta, ni mucho menos, de problemas, y su eficacia puede resultar dudosa, por lo que debe realizarse, en su caso, de manera reflexiva, informada y sosegada.

La sentencia condena a los acusados a 9 años de prisión y 5 años de libertad vigilada. Una pena cercana al límite mínimo de la que se prevé para el homicidio doloso (10 años). Además, en contra de la extendida creencia, lo más probable es que los condenados no lleguen a disfrutar de la libertad condicional: los datos oficiales evidencian que en los últimos años solo catorce de cada cien reclusos terminan su condena en libertad condicional. La gravedad del castigo no es menor, ni en términos relativos ni en términos absolutos.

Parece, por tanto, que el motivo de la indignación ha sido la calificación jurídica. Se insiste en que “no es abuso, es violación” como si el problema radicase, al menos en parte, en una cuestión terminológica. En este discurso pesa más lo simbólico, porque la violación, como forma de agresión más grave, tiene una pena mínima de 6 años de prisión siempre que la víctima no sea menor de una determinada edad. O sea, que la forma de agresión sexual más grave contra adultos que recoge nuestro ordenamiento jurídico se puede castigar con una pena menor que la impuesta a los acusados de la Manada. Sin embargo, se denuncia la condena por abuso sexual como una humillación para la víctima, una puesta en duda de su palabra o un soberano ejercicio de machismo. Pensamos que esto es un error.

Así es que intentaremos aclarar los puntos clave de la argumentación jurídica. No entraremos en los hechos probados, pues la valoración de la prueba corresponde en exclusiva a quien la practica (el tribunal) y sería un atrevimiento por nuestra parte opinar sobre evidencias que no hemos visto ni escuchado.

La primera cuestión jurídica que debía dilucidar el tribunal era la ausencia del consentimiento válido de la víctima, cosa que afirma categóricamente, dando crédito por completo a las manifestaciones de la denunciante, por lo que carece de sentido toda protesta del tipo “yo sí te creo”.

La segunda cuestión era elegir el precepto penal aplicable, según se cumplieran o no otros requisitos. El Código Penal español solo califica de violación la penetración no consentida cuando media violencia o la intimidación, mientras que denomina abuso sexual (agravado) a la penetración sin consentimiento pero sin violencia ni intimidación. Esto se podrá cambiar si se desea, pero deberá hacerlo el legislador. Mientras tanto los jueces no pueden hacer otra cosa que acatarlo.

Para interpretar el término violencia la sentencia recurre profusamente a la jurisprudencia del Tribunal Supremo, para quien “no es necesario que sea irresistible desde un punto de vista objetivo, pues no es exigible a la víctima que ponga en riesgo serio su integridad física o incluso su vida en defensa de su libertad sexual” (por eso carece de fundamento toda protesta del tipo “si no te matan no hay violación”). La sentencia añade que la violencia tiene que consistir en una agresión real, suficiente para vencer la voluntad de la víctima, como por ejemplo golpes, empujones, desgarros. Y concluye, basándose de nuevo en las manifestaciones de la víctima, los informes médicos y los vídeos aportados, que no ha existido violencia.

A continuación, pasa a analizar la intimidación, que en contra de la creencia popular, no se refiere tampoco a cualquier situación de temor o coartación de la libertad, sino que, según el TS, debe tener una entidad equivalente a la violencia y consistir en una amenaza o anuncio, expreso o implícito, pero claro y suficiente, de un mal grave. La sentencia tampoco encuentra en los hechos probados elementos que sostengan la existencia de este tipo de amenazas.

Algunos opinarán que en los conceptos de violencia e intimidación que ha manejado el tribunal, y que son los que imperan en nuestra jurisprudencia, está presente todavía el prejuicio machista que se traduce en una desprotección de la víctima en determinadas situaciones. No nos parece que se haya dado tal desprotección, ya que el tribunal ha encontrado otro tipo penal por el que condenar recogiendo la versión de la víctima.

La sentencia aprecia prevalimiento, elemento que nos conduce al abuso sexual, y que desde 1995 no se relaciona necesariamente con la edad de la víctima, ni con las relaciones de esta con el autor. La sentencia considera probado que los acusados crearon voluntariamente una “atmósfera coactiva” aprovechando la sorpresa, su superioridad numérica y física, el lugar en el que la acorralaron, lo que causó en la denunciante un bloqueo emocional. A pesar de que las circunstancias del caso no se corresponden con lo que generalmente, y por influencia de la anterior regulación, se viene castigando como abuso por prevalimiento (un jefe, un maestro, un familiar que abusa de su situación respecto de la víctima), el tribunal desciende al fundamento de la situación de superioridad en aquellos casos y ve en el bloqueo emocional el elemento en el que la jurisprudencia sustenta con frecuencia la ausencia de consentimiento libre que caracteriza a este delito. El fallo condenatorio explica que el abuso por prevalimiento es, en puridad, una forma menos grave de intimidación. La argumentación no parece descabellada, ni contraria al tenor literal del precepto.

Sin embargo, una ola de protestas ha incendiado las calles y las redes estos días. Con una indignación y una rabia inusitadas se insulta a los magistrados, se pide su inhabilitación, se reclaman cosas que la sentencia concede y se protestan las que no dice.

¿Por qué hemos llegado a esta situación de tan injusto como artificial y peligroso ataque a la Justicia? Probablemente por una prolongada acumulación de irresponsabilidades: las de una clase política cobarde, que no tiene empacho en desprestigiar a un tribunal cuando la sentencia no le conviene, ni en alimentar al monstruo del populismo punitivo a cambio de un puñado de votos; las de unos medios de comunicación más interesados en proporcionar un titular provocador que en informar y que nos sobreexponen mañana, tarde y noche a noticias sobre delincuencia comentadas por diletantes; las de todo aquel que retwittea una información o la cuelga en su Facebook sin haberla contrastado. Cuando todo esto prende en un ámbito, el de la discriminación por razón de sexo, en el que la indignación contenida durante años aumenta día a día, en gran medida por la percepción de la hipocresía con la que se aborda el problema, asistimos atónitos a la tormenta perfecta.

Alicia Gil Gil es catedrática de Derecho penal en la UNED. José Núñez Fernández es profesor de Derecho penal de la misma universidad.

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