La polarización del centro enfangó la política

El uso de la calumnia para degradar al adversario político ya era moneda corriente en la antigua Roma. Y por eso Maquiavelo, en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio, exigía que se recurriese a la acusación pública para tratar de ponerle coto, siempre que luego se castigara duramente a los calumniadores si no podían probar sus acusaciones. Alertaba el florentino de que las calumnias solo podían derivar en irritación ciudadana y espirales de venganza política, y con ello, en el debilitamiento de la República.

Las informaciones que han circulado estos días sobre los asuntos privados de familiares cercanos de los principales políticos del país nos devuelven esa vieja inquietud a la actualidad. La iniciativa epistolar del presidente, pidiendo una meditación sobre su propio caso, refleja bien ese momento: el estupor inicial generado derivó en expresiones de solidaridad y aclamación entre quienes le apoyan, y de chanza y reprobación entre sus adversarios. La lógica de la competición política no deja margen hoy a pausas reflexivas.

Pero no deberíamos perder de vista hasta qué punto este episodio conecta con un malestar difuso de la ciudadanía con las formas actuales de hacer política. Un patrón constante en la opinión pública de los últimos 30 años es el crecimiento paulatino, fluctuante pero sostenido, de quienes ven la política como el principal problema de España, al nivel de la economía y por encima de cualquier otra cuestión. Según los registros del CIS, los ciudadanos preocupados por el mal comportamiento de los políticos, por lo que hacen el Gobierno y los partidos, por su falta de acuerdos, o por la política en general suman el 57% de las respuestas. Inédito.

Su evolución, además, nos da pistas de sus orígenes. Si durante la primera década y media de democracia la preocupación por la política era testimonial, muy por debajo del 10%, la dureza de Aznar en la oposición en los años finales de González marcó una pauta ascendente que fue rompiendo cotas con cada final de etapa. Con Zapatero superó el 20%, con Rajoy el 30%, con Sánchez el 40% y la llegada de Vox lo impulsó por encima del 50% (tras su fallida moción de censura en 2020, se llegó a alcanzar puntualmente el 70%). Se trata de un malestar transversal, con matices: a los votantes de la oposición les preocupa aún más si cabe lo que hacen los partidos del Gobierno (y por ello expresan mayor insatisfacción con el funcionamiento actual de la democracia). Y con una dimensión de edad o quizá generacional: a los mayores, los que más votan a los partidos tradicionales, la política les preocupa el doble que a los más jóvenes. A medida que aumenta la edad, los ciudadanos se muestran más concernidos por el mal comportamiento de sus representantes. Puede que a los jóvenes no les inquieten tanto las formas de los políticos, o quizá lo que estos hagan ya se encuentra simplemente fuera de su radar.

Desde esa perspectiva, la apelación del presidente contra el encanallamiento de la política debería encontrar una amplia recepción en la opinión pública. Sin embargo, como el propio discurso de Sánchez denotaba (y muchas de las reacciones han venido a confirmar), lo que más bien podemos esperar es un mayor encrespamiento de la conversación pública. ¿Por qué cuesta tanto que los partidos se pongan de acuerdo o, al menos, pongan límites a tales retóricas ofensivas si la mayoría de sus votantes están a favor de ello, y sus representantes lo saben y además lo comparten?

Numerosos estudios se vienen refiriendo a las causas que impulsan el auge de la política tóxica: una reacción cultural autoritaria, nuevas formas de comunicación política, el adelgazamiento de los partidos, la llegada de nuevos perfiles políticos, o las megaidentidades partidistas, entre otras. En nuestro debate doméstico, esas explicaciones quedan eclipsadas tras un juicio moral severo por la responsabilidad de los partidos en la propagación de la polarización política, frecuentemente acompañado del lamento por la ausencia de una opción de centro que modere a las dos fuerzas grandes, o por las diatribas (muy adjetivadas) contra la figura divisiva de Sánchez, convertido ya en una caricatura maligna para muchos columnistas.

Entre tanto adjetivo, pasamos por alto un giro fundamental que está cambiando la competición partidista: la polarización del centro y el declive de la lucha por el votante moderado en España, que ha contribuido decisivamente a alimentar la política centrífuga en los últimos años.

Desde 1977, la competición electoral española había mantenido un indudable carácter centrípeto, materializado en un predominio del voto a los partidos de Gobierno (UCD, PSOE, PP, CiU y PNV) entre los votantes del centro ideológico, que ocupan un tercio de todo el electorado aproximadamente (hoy, en torno a 12 millones de votantes). Esa hegemonía de la representación moderada se trasladaba posteriormente a una política análoga de pactos en las Cortes Generales. Suárez, González o Aznar no eran más moderados que Sánchez, pero siempre tuvieron a su alcance un voto de centro que, directa o indirectamente, orientaba su acción.

En la última década y media, ese cuerpo central del electorado no ha variado su volumen, pero sí lo han hecho las preferencias electorales de cerca de dos millones de sus votantes, suficientes para alterar el signo de la competición y, con ello, el cariz de la representación política. El cambio se inicia en 2011, último año en que los dos grandes partidos suman más del 50% de ese electorado, cuando el PSOE de Rubalcaba obtiene el apoyo más bajo para los socialistas hasta hoy, apenas un 10% (en contraste con el 30% que había obtenido, por ejemplo, Zapatero en 2004). Sánchez buscará ese centro perdido, forzando incluso una repetición electoral, hasta que en noviembre de 2019 asuma que ya no puede recuperar más de él. Desde entonces, su alternativa es ocupar toda la izquierda posible y monopolizar el apoyo del nacionalismo periférico, donde CiU fue remplazada por la fragilidad centrifugada de Junts (aunque la amnistía podría abrirle de nuevo un puente de retorno a la lógica centrípeta de pactos de la que el nacionalismo catalán se excluyó desde 2012).

El encogimiento del PP en el centro vendría poco después, llegando a descender hasta el 12,3% en abril de 2019 (lejos del 48% recogido en 2000). En 2023, recibió el 33,3%. Casado primero y, sobre todo, Feijóo después han tratado de recuperar todo ese espacio desocupado. Pero la llegada de Vox merma doblemente su estrategia centrípeta: porque Vox ha heredado voto centrista de Ciudadanos (le votó el 7% del centro en julio de 2023) y porque, sobre todo, le distrae buena parte de la extrema derecha, suficiente para impedir la mayoría parlamentaria.

A la luz de esos datos, la irrupción de Ciudadanos —antes que la de Podemos— se revela como el factor crítico que forzó el giro centrífugo en la política española —a pesar de los buenos propósitos de sus impulsores—, especialmente dañino para el PSOE. Canalizó el tránsito de miles de exvotantes socialistas que han acabado hoy alineados en la derecha o en la abstención. Un giro que luego se ha visto reflejado en tantas columnas de jóvenes y antiguos paladines del moderantismo que hoy alimentan la polarización más que los propios políticos (y a diferencia de estos, sin asumir sus costes).

Que la mayoría de los nuevos líderes que han difundido las retóricas más polarizantes en la política española hayan ido desapareciendo por derrotas electorales indica que muchos votantes están dispuestos a castigar electoralmente la crispación. Pero mientras exista una franja significativa del centro que la premie, Sánchez y Feijóo, o quien venga, lo van a tener difícil para calmar el patio.

Juan Rodríguez Teruel es profesor de la Universitat de València.

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