La «revolución» de Rajoy

La avalancha, el tsunami, la motosierra de Rajoy, de todas esas formas se le ha llamado, no intenta ser un mero recorte o reajuste. En su fondo late un replanteamiento de la forma de vida de los españoles, de sus hábitos y costumbres, que la izquierda tacha de «ataque al Estado del Bienestar», aunque convendría preguntar ¿qué bienestar? ¿El que se funda en la deuda? Ese no es bienestar, eso es vivir en las nubes, de las que suele bajarse a tierra con un porrazo, si es que se sobrevive. Rajoy nos ha hecho bajar en etapas, perdiendo un tiempo precioso. Debió de hacerlo en cuanto supo que el déficit heredado no era del 5,3 por ciento, como le dijeron, sino del 9, que ensanchaba el agujero como las fauces de un lobo. Prefirió, sin embargo, dejarlo para después de las elecciones andaluzas, y se equivocó: ha ido a remolque de los acontecimientos y perdido buena parte de la credibilidad —algo clave en economía—, aparte de perder de todas formas Andalucía. Aunque Andalucía no es una ganga, como estamos viendo.

Pero hablábamos de recortes de Rajoy en aquellos ámbitos de nuestra sociedad más favorecidos: el funcionariado, destino predilecto de los jóvenes españoles de todas las categorías; el contrato de trabajo indefinido debido a lo caro del despido; las pagas extraordinarias; los «puentes», «moscosos» y otros artilugios para reducir el calendario laboral; la sanidad y educación pública gratis; una casta política que no da cuenta a nadie de sus actos y mantiene privilegios en todos los órdenes; una banca que maneja el dinero de los depositarios como le da la gana; unos sindicatos y empresarios dependientes del dinero público y más atentos a sí mismos que al bien general. Todos ellos, rasgos de una sociedad del viejo régimen más que de uno nuevo, pese a tener los instrumentos formales de una democracia, incluso repetidos. Rajoy quiere, mejor dicho, no tiene otro remedio al venirle impuesto desde Bruselas, podar en todo ello. O sea que quiere hacer nada menos que una revolución.

Ortega diferenciaba la revuelta de la revolución en que ésta va contra los usos de una sociedad, mientras aquélla va contra los abusos en ella. Y añadía que en España ha habido muchas revueltas pero muy pocas, si alguna, revolución. Pienso que es difícil rebatirlo. Lo más lejos que hemos llegado es a alzarnos contra los abusos de un determinado régimen... para caer en el mismo tipo de abusos por parte de los ganadores de la revuelta. Pero sin cambiar el modelo de sociedad. De ahí el dicho «cambiar para que todo siga lo mismo» haya tenido tanto éxito entre nosotros. Con lo que los vicios se perpetúan, sólo los personajes cambian, y la sociedad, como el país, no avanza, o si lo hace, es más espejismo que otra cosa. ¿Es lo que nos ha ocurrido últimamente? Lo sabremos si somos capaces de salir de ésta. Sebastián Haffner ve más profundo y define la revolución como «un cambio de conciencia de un pueblo». Eso es aún más difícil que un cambio de los usos. Los pueblos «no se acuestan monárquicos y se despiertan republicanos», como dijo el almirante que abrió la puerta a la Segunda República. El cambio de conciencia de un pueblo requiere tiempo, mucho tiempo, la mayoría de las veces, generaciones. E incluso puede ocurrir que el cambio no llegue, que cambien las formas, pero no las conciencias. Que es, mucho me temo, lo que puede haber ocurrido aquí. En ese caso, lo que necesitamos es otra Transición a la verdadera democracia.

Tras haber vivido buena parte de mi vida en democracias consolidadas, he llegado a la conclusión de que la principal característica de la misma es la conversión del súbdito en ciudadano, es decir, en hacer protagonista de la escena política a quienes hasta entonces sólo venían siendo meros comparsas. Lo proclaman todas las constituciones: la soberanía nacional descansa en el pueblo, que delegará esa soberanía en los representantes que elija.

Pero tengo la impresión de que a los españoles no nos interesa ese papel, de que lo encontramos demasiado oneroso. ¿Por qué? Porque el protagonismo exige una responsabilidad de la que solemos huir. Aquí, es raro que alguien se haga responsable. Vean y oigan a los encartados en los procesos en marcha y verán que ninguno o ninguna es responsable de los delitos cometidos. El responsable es siempre otro.

Ese abdicar de responsabilidades, incluso en hechos cometidos por uno mismo, es el principal lastre, no ya de la democracia, sino del propio Estado español. El individuo que así actúa no se siente parte de dicho Estado. Algo que repercute en nuestro nacionalismo y donde puede estar la clave de su debilidad. Los españoles sólo nos sentimos españoles cuando hay que celebrar un triunfo —por fortuna, los deportistas nos ofrecen últimamente abundantes ocasiones de ello (aunque sólo ellos)—, pero nunca asumimos los fracasos, limitándonos a echar pestes del país. Nuestra relación con el Estado es distante y desequilibrada: queremos de él los beneficios, rechazamos las cargas. Le vemos como un tío rico y lejano, al que hay que sacar dinero, a fin de cuentas «no es de nadie», como decía aquella ministra, pero las cargas, a espaldas de los demás. De ahí el enorme éxito que ha tenido entre nosotros el «Estado del Bienestar», cuyo verdadero nombre tendría que ser «Estado de beneficencia». Pero la crisis ha puesto de manifiesto la imposibilidad de un Estado al que se pide lo más y se da lo menos posible. La enorme deuda acumulada por particulares, empresas, ayuntamientos, autonomías y Estado muestran la bancarrota no meramente financiera, sino política y social de una España que ha tomado de la democracia los derechos e ignorado los deberes: la responsabilidad individual y colectiva. La prensa está llena de ejemplos de tal laxitud.

Al tiempo que procura mantener a flote nuestra baqueteada banca, Rajoy intenta eliminar transversalmente los privilegios que la costumbre ha convertido en derechos. Provocando, transversalmente también, airadas protestas. No para traer un nuevo régimen, sino para mantener el antiguo. Quiero decir que el revolucionario es Rajoy, no quienes se echan a la calle contra él. Su problema es si una revolución puede hacerse desde una democracia, por mucha mayoría parlamentaria que se tenga. El seísmo que significa exige un despotismo, sea o no ilustrado, o un alzamiento popular. Aquí no se dan ninguna de las dos cosas. Todos reconocemos que hay que hacer recortes, pero que se los hagan a los demás. Lo que equivale a que no se los hagan a nadie, es decir, que nos quedemos como estábamos, que es lo que nos gusta. Pero eso es imposible, la realidad no lo permite. Es lo que Rajoy llamó ante el congreso «un círculo vicioso». En realidad se trata de un círculo infernal. De ahí que haya puesto su «revolución» entre comillas.

José María Carrascal

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