Libres, iguales y populares

Mis discrepancias con Alberto Nuñez Feijóo son conocidas. Él es un galleguista y a mí todos los identitarismos me generan suspicacia. Él es un moderado y yo una radical, claro: todavía no he aprendido a ser moderadamente constitucionalista ni moderadamente libre ni moderadamente rubia. Esas diferencias se reavivaron en verano, cuando comprobé que las declaraciones de dirigentes del PP tendiendo la mano a Puigdemont no eran espontáneos desvaríos estivales sino que reflejaban la posición del partido. ¿Nosotros, blanquear a un prófugo de la Justicia? ¿Legitimar las cesiones de Sánchez? ¿Devaluar nuestro gesto, adulto y patriótico, en el Ayuntamiento de Barcelona? ¿Erosionar la vapuleada credibilidad del PP catalán? Me parecía un suicidio. O, peor, un crimen. Una forma de dejar a España sin oposición y sin alternativa. Nuestra objeción a Junts -me decía- es más que ideológica; es prepolítica: nosotros no alternamos con individuos que están fuera de la ley, y menos para discutir la investidura de un presidente del Gobierno.

De ahí mi alivio al leer el Acuerdo por la Igualdad de Todos los Españoles que Feijóo le ofreció a Sánchez durante su cita en el Congreso, con su luminosa y familiar invocación a «la nación de ciudadanos libres e iguales». Y sobre todo mi emoción al escuchar su intervención posterior: «Yo sé que defender la igualdad puede impedir que sea presidente del Gobierno, pero yo no voy a llegar al Gobierno sin defender la igualdad». Le tomo la palabra.

Libres, iguales y populares
LPO

Claro que el PP ha defendido muchas veces la igualdad. Lo hizo, y tajantemente, cuando en 2017 aplicó el artículo 155 para asegurar el derecho de un catalán a seguir siendo español. Pero nunca antes el PP había convertido la Igualdad, ahora con mayúsculas, en eje y horizonte de su proyecto de Gobierno. Ni siquiera de su labor de oposición. Si Feijóo va en serio -y la seriedad se le presume-, estaríamos ante una revolución en la política española, preludio de una nueva mayoría.

La defensa de la Igualdad implica, para empezar, un giro en la relación del PP con los partidos nacionalistas periféricos, incluidos los vegetarianos: del apaciguamiento, cuando no la pleitesía, al sano combate ideológico. El PNV -cuyo lema es «Dios y leyes viejas», que ha hecho de la discriminación un hábito y del privilegio, bandera- perdería su condición de patrón de la política autonómica. En las dos acepciones del término. Prácticamente no ha habido barón que no aspirara a ser un lehendakari, con sus derechos históricos, sus ventajas fiscales, su lengua propia y su cíclica capacidad de coacción. El patrón lo sabe y por eso ha colocado una bomba de racimo en los bajos de la Constitución: «Viva la plurinacionalidad y tonto el último».

Feijóo y Urkullu se entienden bien, pero cabe suponer que a partir de ahora sus coincidencias serán puramente formales. No es que el PNV sea incompatible con Vox, que obviamente lo es. Es que el PNV es incompatible con la igualdad que Feijóo se ha comprometido a defender. Y que, por cierto, tampoco admite contorsiones del tipo «nación de 17 naciones más o menos similares entre sí», que os vemos venir. Esa mutación acabaría no ya con España, sino con los españoles. Y el PP, pulverizado.

La defensa de la Igualdad tiene implicaciones importantes, también, para las llamadas batallas culturales. Qué remedio. Habrá que denunciar la deriva reaccionaria de la izquierda. Su abandono del universalismo, su repliegue tribalista, su manejo oportunista del victimismo, su afición a la cancelación, su empeño en la polarización. Y, sobre todo, su impúdica defensa de la discriminación. Ya sea de un castellanohablante en Cataluña, de un joven heterosexual blanco en un proceso de selección laboral o de una mujer en un campeonato de halterofilia. Al sustituir la igualdad por la identidad como tótem y causa, la izquierda no sólo ha abdicado del concepto republicano y democrático de ciudadanía, que es también el de Cervantes: «Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro». Además ha renunciado a la razón de su inmarcesible superioridad moral. ¿He dicho qué remedio? Qué oportunidad para el PP. Y qué responsabilidad. Si Feijóo va en serio, e insisto la seriedad se le presume, algún día hasta el PSOE se lo agradecerá. Porque el laberinto identitario sólo tiene dos salidas: extinción o refundación. Un nuevo Suresnes, con el separatismo en el lugar del marxismo, desechado por incompatible no ya con la hegemonía del PSOE, sino con su llegada al poder.

Otra ventaja para el PP de enarbolar la bandera de la Igualdad es que facilita una de sus tareas más urgentes, que es aclarar sus tratos con Vox. Hasta ahora hemos mantenido con Vox una relación bipolar: unos días lo encumbramos como socio preferente de Gobierno; otros nos sumamos a su demonización. Un regalo para Sánchez. Nada afianza más al Frankenstein que las dudas del PP sobre un aliado hoy inevitable, que será muchas cosas -por ejemplo, un partido nacionalista- pero que no ha dado un golpe de Estado ni justifica el tiro en la nuca, privilegios de los progresistas ERC y Bildu. A la legitimidad esencial de nuestro socio se añade un hecho obvio: los pactos son, por definición, entre distintos. Tener acuerdos con Vox no significa comulgar, y nunca mejor dicho, con el programa de Vox. Significa que coincidimos en puntos sustanciales, que quizá convendría hacer explícitos. Para evitar derrapes y malentendidos y porque son determinantes. La defensa de la Igualdad sirve tanto de aglutinante frente al sanchismo como de marco para un acuerdo racional, útil y justo en el terreno, mucho más pantanoso, de la relación entre los sexos. «Igualdad para Todos», proclamamos. Bien, para las unas y para los otros.

Finalmente, el compromiso del PP con la Igualdad tendría un impacto decisivo en Cataluña. Es decir, en la gobernabilidad nacional. Ya sé que a Feijóo no le gustan los bloques. A mí tampoco. Pero la alternativa era peor: un sol poble, la fantasía de Pujol. Y, además, el principio de la realidad se impone. El mundo del Majestic ya no existe. El Proceso rompió Cataluña en dos, provocando que por fin aflorara la mitad silenciada, tolerante, constitucionalista, de izquierdas y de derechas. Esa mitad no pulula en el Círculo de Economía ni en Foment. Está en la calle. Son los padres que defienden el derecho de sus hijos a aprender en la lengua oficial del Estado, que es también la lengua materna de la mayoría de los catalanes. Son los emprendedores que reclaman un mercado abierto, libre de asfixiantes injerencias nacionalistas. Son las familias que entienden que el Estado debería anteponer el concreto bienestar de los ciudadanos a la abstracta identidad de sus partes. Son todos los que ansían libertad y oportunidades. A ellos debemos dirigirnos. El PP puede reconstruir la trama de afectos en Cataluña. Pero para eso antes tendrá que acabar con el inaceptable desafecto que sufre una mitad. Los desiguales no se abrazan. Sin igualdad no habrá reconciliación. De hecho, tampoco Gobierno.

Sí, una vez más, a pesar de Maquiavelo, lo moral es lo eficaz: sólo el liderazgo de un constitucionalismo catalán vigoroso puede dar al PP los escaños que le faltan para llegar a La Moncloa. Y por eso, conociendo bien el intrincado funcionamiento de los partidos, hasta qué punto nimias diferencias personales o tácticas pueden degenerar en crisis absurdas, y admitiendo que me meto donde no me llaman y que hablo de un amigo, diré, sin el más mínimo temor a equivocarme, que nadie está más capacitado para impulsar la Política de Igualdad de Feijóo en Cataluña que Alejandro Fernández.

Y ahora una última reflexión. La Igualdad y la Libertad son dos banderas poderosas, máxime cuando se enarbolan juntas. Pero de poco servirán si con ellas no ondea la bandera común. Nada hay más fácil que ver lo que nos distingue a unos seres humanos de otros: la raza, el sexo, el acento, la lengua. Pero nada hay más decente ni más valioso que ver lo que nos une. Hemos estado 45 años potenciando y financiando lo que nos aleja como españoles. Empecemos a valorar lo que nos acerca y nos vincula. Promovamos una política koiné.

Pronto tendremos una ocasión de oro. Nos la ha regalado el PSOE, en su desquiciada subasta por el poder. Sus socios, los mismos que expulsan la lengua común de las instituciones autonómicas, pretenden imponer las lenguas cooficiales en las instituciones comunes. Nada menos que en el Congreso, la casa de todos. Su objetivo es evidente: profundizar en la diferencia, agravar la incomunicación. Opongámonos con brío, incluso con garbo. Por principio, por pragmatismo y también por cordialidad. Expliquemos que nada hay menos cordial que emplear una lengua que sólo unos comprenden pudieron usar la que todos comparten. Que los pinganillos sólo se utilizan entre extranjeros. Que España no es una fábrica de extranjería ni los españoles sujetos en tránsito, cada vez más ajenos unos de otros. Frente al Gobierno de los separatistas y los separadores, levantemos una alternativa capaz de alumbrar un horizonte de convivencia en el que España exista, claro, pero sobre todo en el que sigan existiendo los españoles.

Cayetana Álvarez de Toledo es diputada del PP por Madrid.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *