Maniobrar contra las sentencias

Las sociedades encaminan una deriva reaccionaria o antiliberal cuando concurren una serie de fenómenos. Uno de ellos es la tensión entre poder ejecutivo y poder judicial, que suele activarse cuando el primero violenta el ordenamiento jurídico al cual está sometido, regla esencial de todo Estado de derecho.

En nuestro país es el artículo 106 de la Constitución el que establece que «los tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican». El art. 161, por su parte, atribuye al Tribunal Constitucional, entre otras funciones, el control de constitucionalidad de las leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley.

En los últimos meses hemos conocido resoluciones del TC y del Supremo que evidencian la aparente alergia que produce el cumplimiento de la Constitución y las leyes a sus principales destinatarios: los gobernantes. Destaca la STC 148/2021, de 14 de julio de 2021, en relación con diversos preceptos del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declaró el estado de alarma y sobre la cual se ha dicho que no importa y que «se volvería a hacer»; también la STC 87/2021, de 5 de octubre, que concluye que se vulneró el derecho fundamental de participación política de los diputados por el cierre del Congreso, declarando la nulidad de los acuerdos de la Mesa del Congreso, controlada por el Gobierno, del 19 de marzo de 2020.

Especial atención merece, asimismo, lo sucedido con la sentencia del Tribunal Constitucional que declara inconstitucional y nulo el sistema de cálculo de la base imponible del impuesto de plusvalía. Lo que no se hizo en cuatro años desde las SSTC 26, 37 y 59/2017, ahora el Gobierno lo precipita con el Real Decreto-ley 26/2021, de 8 de noviembre, para evitar así sus efectos. Cierto es que el asunto se complica porque el abogado general del Tribunal de Luxemburgo, Maciej Szpunar, acaba de pronunciarse sobre el sistema de reclamaciones al Estado español por daños y perjuicios y su eventual vulneración del derecho de la Unión Europea por las trabas que establece para acceder a una indemnización y los plazos de prescripción.

También hemos conocido otra resolución que ha pasado más inadvertida pero que tiene su relevancia. Es la STS 1224/2021, de 13 de octubre, que declara la nulidad de dos acuerdos de Consejo de Ministros en relación a una solicitud de revisión de oficio de un Real Decreto que en su día provocó perplejidad por la insólita novedad que suponía en nuestro sistema constitucional la publicación de un real decreto sin pasar por consejo de ministros. Las reacciones en este caso han sido las mismas: «Hay que maniobrar contra esta sentencia». Como se ha hecho también en el caso de los conocidos indultos, aun con informe contrario del tribunal sentenciador.

El Supremo, mediante Providencia de 23 de noviembre, también ha inadmitido el recurso del Gobierno de Cataluña con relación al uso del castellano en el sistema educativo regional. Ya en 2015 había considerado razonable fijar en el 25 % el uso del español en las escuelas de Cataluña, incluyendo una asignatura troncal, avalando así el porcentaje fijado por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña al ejecutar otras sentencias del alto tribunal, que desde 2010 vienen reconociendo el uso del castellano como lengua vehicular en las escuelas catalanas. Nada se ha hecho en todo este tiempo, sólo maniobrar contra esas resoluciones judiciales. Y ahora también promover, amparar o disimular las coacciones a menores y sus familias. No sólo desde el Gobierno de España o la Generalitat, también desde el propio Defensor del Pueblo.

Llama la atención y resulta desolador que en la opinión pública se dé por hecho que la resolución no tendrá efectos, que portavoces del Gobierno hablen de «inhibirse», y que el presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, haya considerado el pronunciamiento «un ataque intolerable y una intromisión inaceptable», reconociendo que trabajará todas las vías posibles para que la resolución no surta ningún efecto. Como de hecho está haciendo.

En nuestro país hemos pasado de defender en ámbitos académicos que la Constitución dice lo que no dice a justificar y casi exigir que no se interpongan recursos de inconstitucionalidad contra disposiciones abiertamente inconstitucionales. Es la tendencia que inauguró la Ley Orgánica 6/2006, de 19 de julio, de reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña, que dio lugar a la STC 31/2010, de 28 de junio, que declaró inconstitucionales determinados preceptos, con las reacciones por todos conocidas.

Esta intención de conseguir que normas contrarias a la Constitución permanezcan vigentes entre nosotros, presente incluso en la intervención de la presidenta del Congreso de los Diputados. Meritxell Batet, el pasado Día de la Constitución, se reforzó con otra estrategia que consistía en provocar que el Tribunal Constitucional no se pronuncie sobre asuntos espinosos, como por ejemplo sucede con el recurso de inconstitucionalidad n.º 4523-2010, en relación con diversos preceptos de la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de interrupción voluntaria del embarazo. Ahí seguimos esperando más de una década después. La última innovación en este terreno vemos ahora que consiste en «maniobrar contra las sentencias». Es decir, ignorarlas, inhibirse, dejar pasar el tiempo o trabajar para que no surtan efectos, incumpliendo así el artículo 117 de la Constitución, y que nada pase.

El asunto no tendría la gravedad que tiene si no fuera porque esas declaraciones, movimientos, dictados o inhibiciones, no vienen precisamente de líderes o representantes irrelevantes en nuestro panorama político o institucional, sino de quienes gobiernan el Boletín Oficial del Estado. Es el camino que hemos emprendido hacia la mala calidad democrática, en el mejor de los casos, pues más bien parece el desmantelamiento del Estado constitucional.

Juan José Gutiérrez es profesor titular de Derecho Administrativo de la Universidad de Granada.

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