Mar en disputa: del rescate a la lucha contra los traficantes

“El mar está lleno de muertos”… no queda más sitio “ni para los muertos ni para los vivos” deploró la alcaldesa de Lampedusa, Giusi Nicolini, el 3 de octubre de 2013, ante las 366 personas que murieron ahogadas poco antes de llegar a las costas de la isla. De ese día son las imágenes de centenares de féretros puestos en fila en un hangar de aeropuerto; también los gritos de “asesino, asesino” dirigidos a Angelino Alfano, entonces vicepresidente del Gobierno italiano y ministro del Interior. Menos de dos años después, el 18 de abril de 2015, un pesquero con más de 800 personas a bordo volcó en el canal de Sicilia. Sobrevivieron 28 personas y los equipos de rescate recuperaron 24 cuerpos. El resto desapareció sin dejar rastro. El entonces primer ministro italiano, Matteo Renzi, pidió respuestas inmediatas: «Hace veinte años nosotros y Europa cerramos los ojos ante Srebrenica. Hoy no podemos cerrar los ojos otra vez y recordarlo sólo después».

Desde entonces, más de 16.000 fallecidos han sido contabilizados, sin contar los desaparecidos que no quedan reflejados en las estadísticas: 3.283 en 2014, 3.784 en 2015, 5.143 en 2016 y 3.139 en 2017. Tal como señala De Genova (Garelli et al., 2017: 5), la normalización de las muertes en el Mediterráneo es lo que en cierto sentido ha llevado a su naturalización como frontera. También, desde entonces, se han sucedido un sinfín de declaraciones políticas y desplegado un arsenal de medidas para ayudar a "reducir el número de inmigrantes irregulares y salvar vidas en el mar" (Consejo Europeo, 2017). Si bien el salvar vidas ha estado en boca de todos, lo que ha cambiado en poco tiempo es el cómo: se ha pasado de las operaciones de rescate a la lucha contra los traficantes, del monopolio estatal en la coordinación del salvamento marítimo a la criminalización de las ONG que fueron ocupando su lugar. ¿Cómo se ha dado este cambio, con qué resistencias, cuáles han sido las consecuencias y cuáles las principales limitaciones?

De Mare Nostrum a Operación Sophia

Los primeros en salvar vidas en el Mediterráneo fueron los pescadores y los capitanes de barcos mercantes. Pronto llegaron también los barcos de la guardia costera italiana. Aunque su objetivo era la seguridad y el control de fronteras, no podían escapar a la obligación de salvar vidas en alta mar. En 1997, por ejemplo, la guardia costera italiana alegó la imposibilidad de realizar devoluciones a Túnez por la obligación, impuesta por las leyes marítimas internacionales, de asistir a los migrantes en dificultades y llevarlos a las costas italianas. Desde entonces, los recursos de la guardia costera fueron en aumento. Aunque siguieron siendo fundamentalmente operaciones de control fronterizo, salvar vidas también estuvo entre sus prioridades. Todavía no formaba parte del discurso oficial pero así constaba en su reglamento y así lo hicieron en la práctica.

El naufragio de ese 3 de octubre de 2013, sin embargo, cambió la política y las políticas. Desde ese mismo día, la necesidad de salvar vidas se convirtió en una prioridad. Al igual que Renzi en abril de 2015, la entonces comisaria europea de Interior Cecilia Malmström denunció que ésta no es la Europa que queremos. El Gobierno italiano respondió con la puesta en marcha de la Operación Mare Nostrum, que significó un aumento considerable de los medios para patrullar en las aguas internacionales del estrecho de Sicilia. Representó un salto cuantitativo más que cualitativo. Lo que sí cambió substancialmente fue el debate público, cuyo foco pasó del miedo a la inmigración irregular a la necesidad de salvar vidas. Además, con la Operación Mare Nostrum, las autoridades italianas se hicieron con el monopolio del rescate en alta mar, coordinando las operaciones y distribuyendo las llegadas entre los distintos puertos. Aunque resulte paradójico, este protagonismo estatal permitió e incluso alentó la entrada de los actores no estatales. Fue bajo el paraguas de la Operación Mare Nostrum que las ONG volvieron al Mediterráneo, esta vez sin el temor de ser acusadas de tráfico de inmigrantes.

La Operación Mare Nostrum duró poco más de un año, del 18 de octubre de 2013 al 31 de diciembre de 2014 y acabó con un balance final de más de 170.000 personas rescatadas. A pesar de los intentos de europeizarla tanto a nivel político como financiero, la Unión Europea sólo siguió a medias. El Gobierno británico alegó que una Operación Mare Nostrum a nivel europeo tendría un efecto llamada y alentaría a los migrantes a jugarse la vida. Si bien salvar vidas seguía siendo el argumento principal, ahora servía para justificar la política contraria, es decir, el fin de las operaciones de rescate e incluso más control y devoluciones a países como Libia o Turquía. Sabiendo que no iban a ser rescatados o que iban a ser devueltos inmediatamente, ¿quién iba a osar poner en riesgo su vida? "Ahoga un migrante para salvar a un migrante", así lo sintetizó un periodista del británico The Telegraph. El argumento era pues que a más control y más devoluciones, menos muertos. El discurso humanitario y el de securitización se daban así la mano (Andersson, 2014). El resultado fue la Operación Tritón, con muchos menos recursos y centrada fundamentalmente en el control de fronteras.

Sin embargo, la segunda gran tragedia, la de ese 18 de abril de 2015, volvió a cambiar la política y las políticas. El mea culpa de Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, fue absoluto. En el debate parlamentario que siguió a esa reunión extraordinaria del 23 de abril, Juncker reconoció que acabar con la Operación Mare Nostrum había sido un error con un alto coste en vidas humanas. En consecuencia, anunció que se triplicaría el presupuesto, llegando al nivel de la Operación Mare Nostrum. Según él, se restablecía así "algo que se había perdido por el camino" y se retornaba "a la normalidad". No sólo en términos de presupuesto, también de intención. Frontex pondría el rescate en el centro de sus operaciones y lo haría más allá del espacio territorial de los estados miembros, también en aguas internacionales e incluso en aguas libias. Pero el resultado más directo de ese 18 de abril fue la puesta en marcha de la Operación Sophia, que también tenía como objetivo principal “salvar vidas” pero esta vez no en modo de “búsqueda y rescate” sino en modo de “lucha y combate contra los traficantes” (Garelli y Tazzioli, 2018).

A imagen y semejanza de la Operación Atalanta, cuyo objetivo era acabar con la piratería en el Cuerno de África y el Océano Índico, la Operación Sophia tenía como objetivo principal la identificación, captura y destrucción de los barcos de los traficantes. En poco menos de dos años, se producía así un triple giro. Primero, la protección ya no se garantizaba a través del rescate y desembarco en las costas italianas sino evitando la salida de los migrantes desde las costas del norte de África. Las investigadoras Glenda Garelli y Martina Tazzioli (2018) lo han calificado de "rescate preventivo". Segundo, el objetivo ya no fueron los migrantes sino los barcos que los transportaban. Tercero, a nivel discursivo, la culpa pasó a ser de los traficantes. El argumento era que destruyendo sus barcos se salvaba a los migrantes de caer en la esclavitud. Cuanto más inhumano y salvaje se presentaba el otro lado, el de los traficantes, más humana y falta de responsabilidad pasaba a ser vista la frontera europea. Se salvaba así nuevamente la disyuntiva entre humanitarismo y securitización de la frontera: controlar las fronteras y luchar contra los traficantes era la mejor manera de salvar vidas.

Ese mismo enfoque quedó reforzado con el Plan de Acción contra el tráfico ilícito de migrantes, que se puso en marcha en mayo de 2015. El Plan justifica la lucha contra los traficantes no sólo en tanto que facilitadores del cruce irregular de fronteras sino en tanto que explotadores y abusadores de los migrantes. "Los traficantes tratan a los migrantes como mercancías, igual que las drogas y las armas con las que trafican en las mismas rutas”, reza el documento. Pero el argumento da un giro más: es la falta de escrúpulos de los traficantes aquello que explicaría sobre todo las muertes en frontera. Las palabras del texto no dejan lugar a duda: “para maximizar esos beneficios, los traficantes a menudo hacinan a centenares de migrantes en embarcaciones no aptas para navegar -lo que incluye pequeños botes inflables o buques de carga al final de su vida útil- o en camiones. Muchos migrantes se ahogan en el mar, se asfixian en contenedores o mueren en los desiertos. Se calcula que 3.000 migrantes perdieron la vida en el Mediterráneo en 2014". Pocas semanas después del mea culpa de Jean-Claude Juncker, la Unión Europea parecía dejar de sentirse responsable. Se pasaba así de la culpa a la denuncia, del rescate a la lucha contra los traficantes, del salvar vidas en el mar al salvar vidas de forma preventiva dejándolos en tierra.  

Mar en disputa

Helena Maleno, periodista y defensora de los derechos humanos en la frontera sur española, se ha referido al Mediterráneo como un "mar en guerra". En relación al Aquarius, recordaba "imágenes no tan lejanas de barcos llenos de personas huyendo de guerras, hacinadas y buscando un puerto seguro". Guerra también es todo conflicto que supera los más de 1.000 muertos por año. Más allá de si es un mar en guerra o no, el Mediterráneo es sin lugar a dudas un “mar en disputa”, un espacio de contienda entre distintas instituciones de la Unión Europea y de éstas con los estados miembros; entre Italia y Francia, entre Italia y España, entre Italia y el resto de la UE; entre sociedad civil y estados, entre ciudades y sus propios gobiernos nacionales. El mar se ha convertido también en espacio físico de disputa entre organizaciones humanitarias, inmigrantes, traficantes y guardias costeras. Tras los movimientos de unos y otros, está en juego quién define qué es salvar vidas, qué vidas tienen que salvarse y quién debería responsabilizarse. Los casos del Iuventa, el Open Arms y el Aquarius permiten entrever algunas luces de esta disputa, que tiene tanto de real como de simbólica y donde a veces es difícil saber quién es quién.

En mayo de 2016, un grupo de activistas alemanes compró un barco con el objetivo de salvar vidas en el Mediterráneo y protestar contra las políticas europeas. El barco fue rebautizado Iuventa. Durante los siguientes 14 meses, rescataron a más de 14.000 personas. Eran conocidos por sus posicionamientos políticos radicales y por rescatar tantas personas como cupieran a bordo, siempre cerca de las costas libias. En julio de 2017, las autoridades italianas confiscaron el barco bajo la acusación de "favorecer la inmigración clandestina". Llevaban tiempo siendo objeto de una investigación policial, con vigilancia secreta, informantes infiltrados y la participación de distintas agencias estatales, incluyendo agentes asociados con las campañas anti-mafia. El atestado les acusa de trabajar con los traficantes, de los que supuestamente habrían recibido a los inmigrantes con el objetivo de llevarlos rumbo a Europa. Aunque nadie está imputado, en abril de 2018, el Tribunal Supremo italiano confirmaba la incautación del barco.

El Iuventa no es un caso aislado, forma parte de una campaña de desprestigio de las ONG que empezó meses antes del inicio del caso. En diciembre de 2016, el think tank holandés Fundación Gefira, defensor de una filosofía identitaria de extrema derecha, declaró tener pruebas de que una "armada de ONG" estaba trabajando codo a codo con los traficantes. "Alegan estar en misión de rescate, pero ¿realmente lo están?", se preguntaban. También en diciembre de 2016, el Financial Times hacía referencia a un informe de Frontex donde se constataba una supuesta colusión de intereses entre ONG y traficantes. Las consecuencias no se hicieron esperar. En febrero de 2017, un fiscal de Catania anunciaba la creación de un grupo de trabajo para investigar las tareas de salvamento marítimo. Sus preguntas no eran muy distintas a las de Gefira: "¿tienen todas estas ONG las mismas motivaciones? ¿Quién las está financiando?". En julio de 2017, días antes de la incautación del Iuventa, el Gobierno italiano anunciaba un nuevo código de conducta para regular las acciones de las ONG. La mitad, entre ellas el grupo de activistas de Iuventa, no firmaron. Alegaban que su puesta en práctica implicaría menos tiempo en la zona de rescate y, por lo tanto, más muertes. Según Pierluigi Musarò, profesor de la Universidad de Bolonia, cuya opinión es recogida por el periodista Daniel Howden, la importancia de este código de conducta radica justamente en haber puesto a las ONG –ahora ya de forma institucionalizada– bajo sospecha.

La confiscación del Iuventa también puede leerse desde otra perspectiva. Para Violeta Moreno-Lax, profesora de la Universidad Queen Mary de Londres, citada por los periodistas Zach Campell y Chloe Haralambous, la decisión del juez busca en última instancia expulsar el Iuventa del Mediterráneo central. Ese mismo argumento podría extenderse al conjunto: la criminalización de las ONG ha reducido drásticamente su presencia en la zona. Esto representa un paso fundamental en la historia del salvamento marítimo en el Mediterráneo: decíamos que las ONG llegaron con la Operación Mare Nostrum, para asistir o trabajar bajo la coordinación de las autoridades italianas. La progresiva retirada del Gobierno italiano primero y de la Unión Europea después hizo que las ONG fueran poco a poco ocupando su lugar. Si en 2015 las ONG realizaban un 14% de los rescates en la ruta central del Mediterráneo, en 2017 este porcentaje superó el 40% (El País, 15 mayo 2018). Desde 2017, sin embargo, todo parece indicar que la intención de los gobiernos europeos es que las ONG también acaben retirándose. El argumento sigue siendo el de siempre, ese mismo que Jean-Claude Juncker desmintió tras la tragedia de ese 18 de abril de 2015: que las operaciones de rescate actúan como factor de atracción, que a más barcos de rescate, más inmigrantes y, en consecuencia, más muertes.

Dos episodios recientes echan más luz sobre los términos de ese "mar en disputa". En marzo de 2018, un barco de la ONG española Proactiva Open Arms fue retenido en Sicilia bajo la acusación de promover la inmigración irregular. Esta vez, sin embargo, no se les acusaba de colaboración con los traficantes sino de no colaboración con la guardia costera libia, que pretendía que les entregaran los migrantes rescatados. Entrenada y financiada por la Unión Europea y muy especialmente por las autoridades italianas, la guardia costera libia ha entrado recientemente en escena para hacerse con el control de los rescates. Su papel es de búsqueda, rescate y retorno. Su función es hacer justamente lo que un barco europeo no puede hacer legalmente, esto es, retornar migrantes a Libia, un país donde según la propia Naciones Unidas se los expone a un riesgo real de tortura así como de violación de los derechos humanos más fundamentales. De hacerlo, los barcos europeos incurrirían en una violación del principio de non-refoulement. Pero ¿acaso entregar a los migrantes a la guardia costera libia no es una forma indirecta de lo mismo? Sorprendentemente, el juez instructor del caso de Open Arms concluyó que el hecho de que el retorno "a un puerto libio pudiera significar la reanudación de una situación vital problemática (...) no tiene ninguna relevancia".

Y con todo esto, ¿quiénes son la guardia costera libia? Hasta inicios de 2017 no existía una guardia unificada, cada ciudad tenía su propio cuerpo local. Se sabe que en muchos casos trabajaban conjuntamente con las milicias locales y los propios traficantes, incluso con aquellos a cargo de los centros de detención del sur del país. Tráfico, rescate, retorno y detención, a menudo todo estaba en manos de grupos afines. En febrero de 2017, los miembros del Consejo Europeo acordaron entrenar, equipar y asistir a la guardia costera nacional para que, a cambio de ayuda, ésta se ocupara de sellar la costa libia. Tanto Naciones Unidas como el Comisario Europeo de Derechos Humanos han denunciado casos de abusos sobre los inmigrantes retornados. Al igual que con el Open Arms, numerosos conflictos con las ONG que operan en la zona han sido documentados también. Sin embargo, no colaborar con ellos puede representar un delito. Pero, entonces, ¿quiénes son aquellos con los que no hay que colaborar? ¿quiénes sí son los traficantes? En las costas libias no siempre resulta fácil saber quién es quién. Según Campbell, pueden ser pescadores, "pescadores de motores", pescadores-pasadores o migrantes convertidos en pasadores poco antes de salir. Sean quienes sean, la legislación marítima internacional obliga a rescatar cualquier barco en dificultad. En la Europa actual, sin embargo, puede significar delito, dependiendo de quiénes sean o quiénes fueran los que los acompañaran previamente.

Finalmente, el caso del Aquarius pone en evidencia otras aristas de ese “mar en disputa”. El 10 de junio de 2018, el ministro de Interior italiano, Matteo Salvini, anunció a golpe de twitter que cerraba los puertos italianos al Aquarius, una embarcación fletada por la ONG SOS Méditerranée que llevaba más de 600 personas a bordo. La acción en sí, más allá de la gesticulación mediática de Salvini, no resulta nada nueva: a modo de ejemplo, en 1991 se cerró el puerto de Bari a una embarcación procedente de Albania y en 2004 le tocó el turno de Cap Anamur, la embarcación de una ONG alemana. Tal como ha señalado el investigador Simon McMahon, en todas las ocasiones, el Gobierno italiano ha buscado presionar a sus socios europeos para que se corresponsabilizaran de la situación. Siempre acabó en un bluff, pues las embarcaciones estaban delante de las costas italianas y la Convención Internacional de Búsqueda y Rescate Marítimo obliga a abrir los puertos tarde o temprano. Lo novedoso de esta vez es el nivel de exposición mediática. En los últimos años, el Mediterráneo se ha convertido en un espectáculo de la frontera. Asistimos a una obra teatralizada que se despliega a golpe de crisis, a golpe de foto y a golpe de declaraciones políticas. Esta vez la gesticulación ha sido extrema: por parte del nuevo Gobierno italiano, que necesitaba demostrar sus políticas duras contra la inmigración; por parte del nuevo Gobierno de España, que quería singularizarse respecto al Gobierno saliente por su humanitarismo; y por parte de una Unión Europea que se horroriza de la gesticulación del Gobierno italiano y felicita la hospitalidad del Gobierno español sin ni tan sólo ruborizarse de sí misma.

Con el caso del Aquarius, las ciudades han vuelto a reaparecer en escena. No es la primera vez: ya lo hicieron en 2013, cuando la alcaldesa de Lampedusa espetó a su primer ministro que fuera con ella a contar los muertos y “a mirar el horror a la cara”; o en 2015, cuando la alcaldesa de Barcelona Ada Colau denunció el cinismo de esa parte de Europa que “llora, grita, quiere que se salven, que no mueran” pero que, al mismo tiempo, prefiere que “no vengan, que se vayan, que desaparezcan, que no existan y que no tengamos que verlos en la tele, y menos en nuestras calles”. Esta vez las ciudades se rebelaron contra el cierre de los puertos italianos: los alcaldes de Palermo, Nápoles, Reggio Cala y Messina ofrecieron su ciudad; también lo hicieron la Comunidad Autónoma de Valencia y Barcelona, esta vez con un Gobierno más afín, dispuesto a recoger el ofrecimiento. Como en otras ocasiones, las ciudades aprovecharon para denunciar la crueldad de los estados. Ante unos gobiernos deshumanizados, paralizados, incapaces de dar respuesta a una emergencia humanitaria, las ciudades volvían a presentarse como su antítesis, dispuestas a acoger y a hacer. "Somos humanos, con un gran corazón grande. Nápoles está preparado, sin dinero, para salvar vidas humanas", así lo expresaba el alcalde de la ciudad.

Consecuencias y limitaciones

No existe ninguna evidencia que demuestre que a menos rescates, menos inmigrantes y, por lo tanto, menos muertos. Los datos más bien contradicen la suposición del “efecto llamada” de las operaciones de rescate. Un grupo de investigadores de la Agencia de Arquitectura Forense de la Universidad de Londres ha demostrado que las operaciones de rescate, gradualmente en manos de las ONG, no explican el aumento de las llegadas a las costas italianas en 2016. Este mismo estudio señala, en cambio, que la lucha contra los traficantes sí ha tenido un efecto en las prácticas y condiciones del cruce. Esta lucha ha precarizado las embarcaciones de tal manera que la vida de los migrantes está en riesgo casi desde la salida. Esto lleva a una doble contradicción. Primero, con el pretexto de salvar vidas, las vidas de los migrantes se han vuelto cada vez más penosas, el cruce de fronteras cada vez más caro y peligroso. En 2017, si bien se redujeron las llegadas, proporcionalmente aumentaron un 75% las muertes en el mar. Segundo, dadas las condiciones cada vez más precarias del cruce, la obligación del rescate ha pasado a ser algo todavía más apremiante e ineludible.

A pesar de los datos, las políticas europeas siguen rigiéndose por estos dos principios: lucha contra los traficantes para reducir las salidas y reducción de las operaciones de salvamento para evitar el efecto llamada. Además de cuestionables, la aplicación de los dos principios no está libre de dificultad. Por un lado, luchar contra los traficantes en connivencia con Libia, uno de los estados más fallidos, corruptos y violentos del mundo, es de por si un grave problema. Como señalaba recientemente Pere Vilanova, es un problema en términos de efectividad, cualquier acuerdo con un no-estado está abocado al fracaso. Pero es también un problema de legitimidad: ¿cómo se puede pactar con aquellos que están detrás de esos mismos factores, aquellos mismos que impulsan a los migrantes a lanzarse al mar? Por otro lado, reducir las operaciones de salvamento marítimo implica ponerse en contra esa otra parte de Europa que sí sitúa el rescate por encima de todo. La disputa es inacabable e incómoda. Además, las propias leyes internacionales y europeas hacen del rescate una obligación. Tampoco es fácil escapar a la obligación legal de abrir los puertos a las embarcaciones en necesidad. Cualquier anuncio en esta dirección no puede ir más allá de la simple gesticulación política.

¿Cómo se puede explicar entonces la reducción del número de llegadas a las costas italianas? Según la OIM, en 2016 llegaron 181.436, en 2017 119.310 y en 2018 (a mitad del año) 42.845. La razón de ello es que la verdadera política de fronteras no tiene lugar en el Mediterráneo sino más allá, en los países de origen y tránsito. Ahí es donde los estados europeos escapan del control de su propia ciudadanía y de sus propias leyes. Ahí no hay disputa ni responsabilidad legal. Ahí es donde se bloquea realmente la posibilidad de seguir hacia el norte. Porque la impunidad con la que actúan esos estados hace más efectivo el control migratorio. Y porque en el fondo, es más fácil evitar que salgan que evitar que lleguen. Ya se dijo en esa reunión extraordinaria del 23 de abril de 2015: al final el objetivo es "impedir la posibilidad de que los potenciales migrantes logren el acceso a las orillas del Mediterráneo". Que ello implique más muertes por el camino, no es la cuestión. No se trata tanto de evitarlas como de evitar que tengan lugar ante nuestros ojos. Como dijo Bauman (2002), de lo que se trata es de "mantener el problema fuera de la vista y fuera de la mente" pero no necesariamente "fuera de la existencia".

Blanca Garcés Mascareñas, investigadora sénior, CIDOB.


Referencias bibliográficas

Andersson, Ruben. “Mare Nostrum and migrant deaths: the humanitarian paradox at Europe’s frontiers”. openDemocracy.net, 30 October 2014.

Bauman, Zygmunt (2002) «Reconnaissance Wars of the Planetary Frontierland». Theory, Culture and Society. vol. 19 (4): 81-90. London: SAGE, 2012Garelli, Glenda, Sciurba, Alessandra, & Tazzioli, Martina. «Mediterranean movements and constituent political spaces: An interview with Sandro Mezzadra and Toni Negri”. Antipode, 50(3), 673-684. 2018.

Garelli, Glenda and Tazzioli, Martina. "The Humanitarian War Against Migrant Smugglers at Sea", Antipode, 50 (3), 685-703. 2018.

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