Memoria íntima del fútbol

Resulta desconsolador decirlo, pero ninguna actividad humana es inocente; ni la jardinería. Usted puede estar viendo un partido de fútbol y pasándoselo en grande, porque si se juega bien es un deporte hermoso, y resulta gratificante para la vista ese ejercicio sobre un césped verde en el que unos caballeros se coordinan y se enfrentan, con una dignidad que no impide la dureza. Pero siempre aparece, al principio o al final, la mota que chafa la visual. Lo normal es que los partidos de fútbol aburran a las ovejas y no sean otra cosa que una desganada pelea de veintidós tipos tratando, sin mucho esmero, de meter un gol, o de impedir que se lo metan. Por eso es un gozo disfrutar de un buen partido de fútbol. Incluso usted puede compartir con un montón de gente ese sentimiento de satisfacción porque el equipo que más aprecia esté ganando, pero... Siempre hay un pero. En primer lugar está la insufrible teórica de quienes retransmiten los partidos, su patriotismo borde y su doctrina cutre. Esos comentarios supuestamente graciosos o entusiastas, que uno se avergüenza de escuchar; como de tarados mentales confiados en confesarse ante otros, tan tarados como ellos. Toda retransmisión futbolística en castellano, o catalán, da lo mismo, son derroches de estupidez y fanatismo. No cuentan un partido de fútbol sino que ejercen de sacerdotes de una religión laica. Son, digámoslo todo, émulos del primer gran profeta de la retransmisión futbolística en España, Matías Prats sénior. (Ojo, considero a Matías Prats júnior un brillante presentador de informativos; pronuncia bien, utiliza la ironía y sabe hacerse el nudo de la corbata, cosa infrecuente)

Lo digo sin ningún rubor - ¿por qué habría de tenerlo?-, he disfrutado viendo los últimos partidos de fútbol de la selección española, y en verdad debo añadir que el fútbol es un deporte sobre el que estoy saturado. Desde la nada tierna infancia, hasta la edad de la razón, he visto y he jugado tantos partidos de fútbol que ya me reservo sólo para las grandes ocasiones. No he pisado un campo de fútbol desde hace lustros. Recuerdo que una de las últimas veces me tocó en el Santiago Bernabeu de Madrid y me dejó mal sabor de boca. Jugaba el Athletic de Bilbao contra el equipo local, y los insultos del público de la excelentísima tribuna a los jugadores visitantes eran de tan grueso calibre que me quedé espantado. Por si fuera poco, a la salida uno de mis hijos, un niño entonces, no se le ocurrió mejor idea que comprar los banderines de sus equipos favoritos, el Barça y el Real Madrid. ¡Criatura, casi acabamos en comisaría o en urgencias porque un puñado de energúmenos no lograba entender que se pudieran llevar dos banderines contradictorios!

Decir que detesto el fútbol como religión laica es poco. Lo desprecio desde lo más profundo, y confieso que cuando me entero de que alguna persona a la que estimo se comporta en los partidos como un fanático, no puedo reprimir un sentimiento de rechazo. Y lo que más me irrita es que a los demás les parezca normal, porque - aseguran- el fútbol está para eso, para descargar la adrenalina. Me parecería más razonable, y menos costoso socialmente, que se fueran a un sex-shop y buscaran consoladores, que de seguro serían más gratificantes para el cuerpo y la mente.

Me hace mucha gracia, cuando los profetas de la religión laica del fútbol te explican con cierta conmiseración lo que te estás perdiendo al no comprender las verdades reveladas del fútbol.

Es curioso que todos los radicales que he conocido y que han escrito sobre el fútbol, todos tenían especial interés en ocultar de una manera sesgada la propensión del poder a instrumentalizar el fútbol. Algo así como si sus equipos favoritos, auténticas maravillas interclasistas, no fueran sino lo que todos, instrumentos de los poderosos para su mayor gratificación; auténtico nido de mafiosos. Franco no era del Real Madrid, señores, Franco era del que ganara, porque él ganaba siempre y el vencedor de turno iba a rendirle pleitesía; ya fuera el Madrid, el Athletic de Bilbao, la Real Sociedad de Donosti, o el ínclito Barça. Todos los equipos de fútbol sin excepción son siervos del poder y sin embargo pueden darnos momentos fastuosos de equilibrio y belleza. Es la paradoja. Recuerdo una ocasión memorable. Formábamos un equipo genial, allá por los años cincuenta, en el que yo apenas era el recogepelotas. Nos llamábamos Estrella Roja. No perdíamos ni un partido, y entonces era común que los vencedores visitaran los periódicos locales para que pudiera salir al día siguiente la noticia de nuestra victoria. Y así fue que nos personamos en un diario de Oviedo que se llamaba Región y que dirigía un energúmeno fascista de nombre Ricardo Vázquez-Prada. Un monstruo alto, de tropecientos kilos, que por eso de las ironías locales tenía por apodo Tomasín;incluso llegó a escribir novelas, para que entiendan que el oficio de escribir no está reñido con nada. Recuerdo muy bien que yo, un niño de apenas diez u once años, estaba en el grupo que iba a cantar sus victorias en la redacción del diario Región.Lo puedo revivir ahora mismo como fue entonces. Un tipo arrugado sobre una máquina de escribir negra y grande se nos encaró preguntando a qué veníamos. "Hemos ganado el partido contra el Pumarín", que era un barrio popular de Oviedo. Sacó el papel de la máquina, metió otro y se puso a escribir sobre nuestra triunfal victoria. Y entonces nos preguntó. "¿Y vosotros cómo os llamáis?". Y nosotros con toda la candidez de la edad dijimos, "Somos el Estrella Roja". No tengo ni idea de por qué le pusimos aquel nombre, quizá porque lo habíamos oído de algún partido internacional en el que jugó el Estrella Roja de Belgrado, y el nombre nos pareció precioso. No puedo olvidar la cara de pasmo del redactor. "¿Estrella Roja?", dijo perplejo. "Si os llamáis Estrella Roja no salís en el periódico". Y allí mismo, sin un ápice de duda, con la convicción que otorga la autoridad inmensa de la prensa, nos miramos los tres o cuatro gilipollas que íbamos, y dijimos. "Pues entonces cambiamos de nombre". "¿Y qué ponemos?", insistió el redactor. No sé quién fue el más listo de la partida, pero alguien dijo Tradecol y pasamos a llamarnos Tradecol, quizá debía ser un acróstico de los nombres de alguno de nosotros, o algo así.Nací y crecí en una familia donde se vivía del fútbol y para el fútbol, con un padre directivo del Real Oviedo - a la sazón en Primera División- y un hermano mayor futbolista profesional. Di la mano a Di Stéfano y a Kubala con la misma cara de pazguato de cualquier niño de ahora que se enfrenta a la sonrisa de Casillas o Villa. Los domingos en mi casa eran una misa mayor, cantada y larguísima, donde se ofrendaba al fútbol. Mi madre solía decir, con un dejo de sarcasmo, que parecía que mi padre jugaba todos los partidos; a tenor de la ansiedad y los nervios, y las veces que debía ir al retrete cada domingo futbolero. También recuerdo muy bien que mi padre sabía qué árbitros se podían comprar y cuáles no; exactamente como ahora, imagino. Y siendo muy niño tengo fija en mi memoria cómo le contaba a mi madre la ceremonia de la compra de un árbitro; cómo se le pasaba el dinero según las predilecciones corruptivas del personaje. Muchos años más tarde, un día le pregunté sobre el asunto, y me miró impertérrito, con una mirada lejana y distante, y me reprochó que tenía demasiada imaginación porque él no sabía a qué me refería.

Siempre me he preguntado por qué la gente tiene miedo de la memoria. Si hay una cosa que admiro de los alemanes, y hay muchas, es su atención por la memoria. Lo peor es tener miedo y sacudírselo pidiendo hora en el psicoanalista o el psicólogo. No entiendo cómo es posible que los grandes diarios españoles, desde el ABC a La Vanguardia,no hayan usado sus magníficos archivos para recordar el triunfo español de 1964, con Franco echando una sonrisa al gol casi póstumo de Marcelino. Porque España había ganado nada menos que a Rusia, entonces llamada Unión Soviética. El agarbanzado escritor José Manuel de Prada ha sentenciado en el ABC que la última victoria de España sobre Alemania resarce de la derrota de la División Azul en la II Guerra Mundial. No creo que se pueda ser tan vil y miserable en un artículo, y no me sorprende nada que esta pluma de ganso, que se inauguró con un libro titulado Coños, haya sido contratado por L´Osservatore Romano para pasar de los coños a las tiaras. Esa es la religión de los profetas del cuero y la violencia.

Gregorio Morán