No es la economía, estúpido, es la religión

«No seas tonto. Es la economía (It´s the economy, stupid)». Así rezaba textualmente, en mayúsculas bien negras, la famosa pancarta que presidía el despacho de Bill Clinton en su campaña electoral a la presidencia de Estados Unidos en 1992, para contestar a la pregunta de siempre: «¿Cuál es el tema principal que preocupa a los votantes?». Ahora, con el paro a niveles históricamente inquietantes en EEUU y con un déficit presupuestario bastante peor que el de la Eurozona, todo el mundo piensa que en las elecciones de 2012 el asunto clave será el mismo: la economía, vamos, no seas tonto. Sin embargo, me temo que no ocurrirá.

En el caso de que así fuera, el candidato con más apoyo en las encuestas, y con las mejores perspectivas de ganar la presidencia desde las filas republicanas, sería Mitt Romney, el antiguo gobernador del Estado de Massachusetts. Su perfil es el de un dirigente capaz de arrinconar la ideología en favor del pragmatismo y con una eficaz gestión económica a sus espaldas. Es el único candidato que ha ejercido altos cargos tanto empresariales como políticos. Hasta ahora, su campaña se ha desarrollado centrándose en la competencia financiera del candidato y su supuesto realismo frente a la grave situación del país. Los comentaristas están de acuerdo con su estrategia. También los políticos más experimentados de su partido. Jeb Bush, el hermano del ex presidente y una de las figuras más respetadas de la elite republicana, ha aconsejado a los demás candidatos que no se distraigan con otros asuntos, ya que la economía tendrá que ser decisiva en los comicios.

En cambio, los sondeos demuestran que los votantes del Partido Republicano no están entusiasmados con Romney, y parece que siguen empeñados en apoyar a otros candidatos ideológicamente más apetecibles, a pesar de que es cierto que en los últimos sondeos ha experimentado una subida.

Cuando el pasado verano se inició la campaña para elegir al candidato, preferían a la representante de la extrema derecha, Michele Bachmann, miembro del Congreso del Estado de Minnesota. Cuando el público se dio cuenta de que esta señora conseguía reunir ignorancia profunda con irracionalidad espantosa, fue sustituida como candidato soñado por otro derechista, Rick Perry, el gobernador de Texas. Cuando éste mostró en público su incapacidad, el elegido -siempre según las encuestas- fue Herman Cain, antiguo empresario de una cadena popular de pizzerías. Y tras la dimisión de Cain, acosado por varias acusaciones de delitos sexuales, los sondeos consagraron a Newt Gingrich, candidato antes calificado por casi todos los comentaristas como «inelegible», con una biografía oscurecida por toda una serie de escándalos y divorcios, y que tiene fama de ser un extremista a ultranza: hasta propone la abolición de las leyes que prohíben el empleo de menores de edad por ser incompatibles con el capitalismo.

Así que los republicanos siguen resistiéndose a elegir a Romney, a pesar de las actuales exigencias de la economía. Y la explicación sencilla es que otros asuntos -ideológicos y, sobre todo, religiosos- cuentan más en el escenario político estadounidense. Las elecciones, al fin y al cabo, tendrán poco que ver con la economía, porque ninguno de los partidos tiene soluciones fehacientes para los problemas presupuestuarios, y tanto demócratas como republicanos, según la óptica de la gran mayoría de los votantes, son culpables de haber buscado su propio bien, o su propia ventaja electoral, o los intereses de los millonarios cuyas contribuciones les pagan las campañas, en lugar de responder a las necesidades del pueblo. La economía sí preocupa a los votantes, pero no les empuja de manera decidida a votar a tal o cual candidato. Y tampoco le vale a Romney su digna reputación moral. Los votantes hablan mucho de los valores morales, pero lo que más les interesa es algo que, desgraciadamente, tiene poca relación con lo moral: la religión.

En Europa nos parece mentira que la religión influya decisivamente en la vida política. Pensamos que sólo en países en vías de desarrollo o en el mundo islámico los partidos religiosos son capaces de ganar elecciones. Pero lo cierto es que en Estados Unidos la religión está entrañablemente vinculada a la política. Se trata de un fenómeno históricamente ineludible. En los años 30 del siglo XIX, Alexis de Tocqueville, el estudioso francés que interpretó la democracia estadounidense para lectores europeos, llamó la atención sobre la religiosidad excesiva de gran número de ciudadanos. En la década siguiente, según las investigaciones del historiador Lee Benson, el mejor índice para pronosticar los resultados electorales era conocer la religión de los votantes. Desde el inicio de la democracia norteamericana, concluía este autor, «las diferencias políticas han surgido por regla general de las diferencias religiosas». Hacia finales del siglo, según el sociólogo Richard Jensen, la religión vino a ser «la fundación de las agrupaciones tanto políticas como culturales en Estados Unidos». En términos generales, en el siglo XIX, tras la guerra civil de 1861-1865, los fieles de las sectas protestantes radicales, que practicaban el pietismo y la experiencia religiosa individual, solían votar a los republicanos, mientras que los que pertenecían a tradiciones cristianas más tradicionales -anglicanos, católicos, luteranos y otros, seguidores de los ritos y sacramentos- favorecían a los demócratas.

Faltan datos sobre el siglo XX hasta la Segunda Guerra Mundial, pero en 1940, por primera vez, un grupo de estadísticos preguntaron a los votantes por su afiliación religiosa. Cuando se analizaron los resultados de la elección a la presidencia en el Estado de Ohio aquel año se comprobó que los católicos casi en su totalidad votaban al presidente Roosevelt, mientras que los protestantes radicales tendían a votar a su rival republicano. George Gallup, el rey de las encuestas, no quiso admitir el hecho, tal vez por haber invertido tanto en una metodología que calificó a la religión como «una práctica científicamente desdeñable».

Desde 1964, empero, los sondeos han preguntado por la religión de los encuestados. Por tanto, consta indiscutiblemente que para explicar las opciones electorales de los votantes, la religión cuenta más que cualquier otro índice -clase social, grado de educación, nivel económico, tipo de trabajo o raza-.

En la política actual, la religión, tal vez, tiene más peso que nunca. Romney sufre por ser un mormón. Nadie quiere reconocerlo, por ser políticamente incorrecto, pero he aquí el motivo del rechazo que despierta entre los fieles de su partido. En su gran mayoría, los devotos esforzados que se sacrifican para votar en las elecciones primarias, saliendo a aguantar los extremos mordientes del invierno norteamericano, son evangélicos -que odian a los mormones-. En Iowa, el primer Estado donde se votará en enero, las encuestas revelan que la mayoría ni quiere reconocer que los mormones sean cristianos. En New Hampshire, que seguirá de cerca a Iowa, los evangélicos son menos numerosos, y, a juzgar por sus declaraciones ante las encuestas, muestran bastante menos enemistad hacia el mormonismo. Aun allí, empero, los votantes simpatizan más con todas las demás religiones citadas en las encuestas, menos el islam. En las encuestas nacionales, el mormonismo se califica junto al islam como la religión menos respetada entre los ciudadanos. Entre los evangélicos el grado de menosprecio es más alto que entre otros grupos.

El odio y sospecha tradicionales que hasta tiempos muy recientes se dirigía hacia los católicos en Estados Unidos parece haberse trasladado a los mormones. El siglo XIX en EEUU fue el del Kulturkampf, cuando el anticatolicismo animaba al Ku Klux Klan; vino a ser la política oficial del tal llamado Partido Americano de los años 40 y 50, que luego se unió al Partido Republicano.

Para lograr ser presidente en 1960, John F. Kennedy tuvo que luchar contra el mismo prejuicio. Su victoria era una muestra de que las cosas empezaban a cambiar. Desde entonces, el catolicismo se ha establecido como una religión respetable, aunque los católicos tienen que seguir insistiendo en su patriotismo por si acaso se les acusa de pertenecer a una organización internacional y desleal a la patria. Las banderas nacionales se guardan en los santuarios de las iglesias católicas. En la puerta de la enorme basílica que sirve de capilla a mi universidad reza la leyenda «Dios, Patria, Nuestra Señora». Los mormones no han conseguido la misma aceptación a pesar de ser una secta de origen estadounidense, que jugó un papel destacado en la historia del país y en la colonización del interior del continente -un proceso liderado por mormones en 1840-.

Es difícil comprender lo que les falta a los mormones para ser aceptables para altos cargos estatales. Tal vez son demasiado endógamos, o es que están excesivamente concentrados en ciertas zonas del país. La gente les teme por no conocerles. El hecho, empero, es innegable. Por paradójico que sea, en la presente campaña presidencial, los evangélicos aprueban más a Gingrich, quien hace un par de años se convirtió al catolicismo, que a Romney, su rival mormón. Así que la economía influye mucho menos de lo que se debía de esperar. No seas tonto: el factor decisivo es la religión.

Por Felipe Fernández-Armesto, historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame.

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