Reforma de la Constitución: el mal ejemplo de la II República

Una de las exigencias de la nueva política es la reforma de la Constitución, pero sin aclararnos en qué consistirá. En esta tesitura puede ser de interés recordar el precedente de 1931. Nadie puede negar que la proclamación de la II República contó con el asentimiento de la mayoría de los españoles bienintencionados, que vieron en ella la oportunidad de resolver los seculares problemas de España. Esta ilusión colectiva se vio, sin embargo, muy pronto defraudada por el sectarismo de los gobernantes republicanos, evidenciado ya en la elección de las Cortes Constituyentes (véase mi artículo en este periódico del 21.01.2016) y en la sectaria Constitución que aprobaron, pensada para ser impuesta por unos españoles a los otros.

La poca confianza de los constituyentes en los valores democráticos les llevó a la aprobación de la llamada Ley de Defensa de la República (Gaceta del 22.10.1931), que impuso un régimen gubernativo sancionador de excepción al margen del control judicial, que limitó las libertades de expresión, información y empresa. Tan incompatible resultaba esta ley con los derechos reconocidos en la Constitución de 1931 que su transitoria segunda tuvo que declararla vigente pese a la entrada en vigor del texto constitucional (Gaceta de 10.12.1931).

La Constitución de 1931 comienza declarando que «España es una República democrática de trabajadores de toda clase…» (art. 1). Por muy generosa que sea la interpretación de este artículo, resulta imposible incluir en él al empresario. Empresario y trabajador son sujetos del contrato laboral y no pueden identificarse, lo mismo que en la compraventa comprador y vendedor no pueden ser lo mismo, ya que representan figuras contrapuestas. El texto, que recuerda el art. 1 de la Constitución rusa de 1918, redactada por Lenin, parece conducirnos a la dictadura del proletariado, legitimando una eventual prohibición del empresario privado y la declaración del Estado como único patrono, al fin y al cabo, el único sujeto político de la república son los «trabajadores».

El art. 44, sutilmente, autorizaba la expropiación de la propiedad privada sin la «adecuada indemnización», cuando así lo disponga «una ley aprobada por los votos de la mayoría absoluta de las Cortes. Con los mismos requisitos la propiedad podrá ser socializada», con lo que se abandona el principio instaurado en el art. 17 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, según el cual la expropiación de la propiedad sólo puede hacerse a condición de que se abone una justa indemnización.

Una aplicación de esta regulación fue, una vez iniciada la Guerra Civil, el decreto de 6.08.1937, que obligó a todas las personas a «depositar» forzosamente en los bancos «enclavados en territorio leal» (a la República) las «piedras y metales preciosos, perlas y joyas» que tuvieran en su poder, considerándose a partir de entonces la posesión de estos bienes como delito de contrabando y acto sujeto a «responsabilidad política» (sic) a dilucidar por los «tribunales competentes».

En el ámbito religioso, declarado el Estado laico (art. 3), las creencias religiosas no pueden ser fundamento de privilegios (art. 25) y la libertad religiosa (art. 27) establece (arts. 26 y 27) un trato de enemigo vencido para los católicos, ya que, entre otras medidas, disuelve a los jesuitas, cuyos bienes pasan a ser «nacionalizados»; y prohíbe a las entidades católicas adquirir y conservar los bienes que no fueran estrictamente necesarios para la vivienda o su actividad religiosa, y ejercer la industria, el comercio o la enseñanza, por lo que, por ejemplo, no podían tener un hospital, una fábrica o un colegio, necesitando autorización «en cada caso» para realizar manifestaciones públicas del culto, lo que evidencia un sesgo izquierdista y anticlerical innecesario para la instauración de los valores republicanos y democráticos, contrario al pluralismo ideológico y religioso, que dejó a muchos católicos que habían abrazado de buena fe la República sin poder ejercer sus legítimos derechos de ciudadanos libres e iguales. Si a ello unimos la violencia que se desató contra los católicos, convertida tras el inicio de la Guerra Civil en una verdadera persecución religiosa, vemos que la República, lejos de ser la Arcadia feliz, instauró un régimen poco proclive al desarrollo de la democracia, el pluralismo político y la convivencia pacífica de todos los españoles.

Con estos antecedentes, debe meditarse mucho la reforma de la Constitución de 1978, norma de consenso y de reconciliación nacional, especialmente si el modelo que se propone es el republicano de 1931, cuya apología hacen los nuevos populistas exhibiendo la bandera tricolor. La verdadera revolución no está en reformar la Constitución, sino en que sus preceptos tengan cabal aplicación (separación efectiva entre jueces y políticos, castigo de los que con el dinero público promueven independentismos inconstitucionales, etcétera).

Carlos Gómez de la Escalera fue letrado del Tribunal Constitucional y es profesor de la Universidad Carlos III.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *