Sant Jordi y los dragones

Hace unos días, en su primera Diada de Sant Jordi como presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont hizo un llamamiento a los catalanes a “hacerse oír y hacerse respetar frente a los dragones feroces, que los hay, y muchos, que nos quieren atenazar”. Estas palabras serían bastante razonables si los dragones fueran lo que Puigdemont afirma que son, pero me temo que no es así. El mundo de los dragones simboliza en las leyendas algo más que el mundo primario y caótico del instinto, es también el mundo de las riquezas de la infancia y de la vida. En él se guardan los tesoros del deseo, del hambre de vivir. Los dragones no solo representan las fuerzas oscuras de la vida, sino también lo escondido, todo lo que desconocemos de nosotros mismos. Por eso los leyendas nos piden que nos acerquemos a ellos, pues la gruta en que viven es nuestro propio corazón. “Quizá todos los dragones de nuestra vida — escribe Rilke— son princesas que sólo esperan vernos una vez bellos y valientes. Quizá todo lo terrible no sea, en lo más hondo de su fundamento, más que lo desvalido que nos pide ayuda”.

G. K. Chesterton solía decir que el dragón ya existe en el interior de los niños y que lo que hacen los cuentos es darles el caballero que les permite negociar él. Ambos, en suma, se necesitan. Julio Cortázar y Carol Dunlop hicieron en mayo de 1982 por la autopista París-Marsella, un viaje en un Volkswagen de color rojo. Fue el viaje de dos amantes por los mundos más escondidos de las carreteras, y fue esa atmósfera de cuento el que le hizo ver a Cortázar su coche como un apacible dragón. Así cuenta el primer encuentro con su Volkswagen: “Lo traían fresquito de un garaje y cuando me enfrentó le vi la gran cara roja, los ojos bajos y encendidos, un aire entre retobado y entrador, fue un simple clik mental y ya era el dragón y no solamente un dragón cualquiera sino Fafner, el guardián del tesoro de los Nibelungos, que (...) siempre me inspiró una simpatía secreta aunque más no fuera por estar condenado a morir a manos de Sigfrido y esas cosas yo no se las perdono a los héroes, como hace treinta años no le perdoné a Teseo que matara al Minotauro”.

Sant Jordi y los dragonesEl dragón de Cortazar más que una criatura feroz recuerda a esa otra tan encantadora del cuadro de Paolo Ucello San Giorgio e il drago. En él, el temible dragón apenas es un animal de compañía que la princesa lleva sujeto por un cordón verde. Saint Giorgio lo hiere con su lanza, y bajo su cabeza postrada por el golpe se forma un charco de sangre. No hay temor en la princesa, ni la actitud de quien se siente rescatada, sino perplejidad y asombro por lo que acaba de pasar, como si le estuviera reprochando al héroe haber intervenido con tanta brusquedad en una historia que no era en absoluto la suya. En efecto, ¿por qué matar a los dragones cuando podemos vivir a su lado? Es a lo que se refiere Cortázar cuando habla de su poco amor a los caballeros que deseosos de demostrar su valor se empeñan en acabar con estas criaturas para salvar a las princesas, cuando estas en realidad no desean que las salven.

La muerte del dragón, llevar su cabeza a la ciudad, es mucho menos interesante que tratar de comprender por qué las princesas de las leyendas se empeñan en ir a sus cuevas. No es bueno dejar este asunto de los dragones en manos de los héroes, porque al contrario que las princesas, que siempre andan metiéndose en líos y escuchando lo que no deben, los héroes de esas mismas leyendas no quieren escuchar a nadie, salvo a sí mismos y a sus propios deseos. Pero el dragón simboliza la heterogeneidad del ser, y su milagroso permanecer es una cura para nuestro corazón, ya que propicia nuestra relación con lo Otro. Nuestra relación con el bosque, con los animales, los sueños, pero también con todos los diferentes: el bárbaro, el esclavo, el extranjero, el niño.

El mundo del dragón y el de lo femenino son complementarios. Ya que lo femenino no es sino esa disposición a contar y a escuchar sin descanso. El héroe acude al amor para decir lo que hará, la princesa para ver qué la pasa. Uno quiere salir fortalecido, la otra transformada. Por eso las princesas buscan a los dragones, para buscar una verdad más rica y gozosa que la que los héroes les ofrecen. Hay un cuento de Las Mil y Una Noches que habla de lo poco aconsejable que es conformarse con una media verdad.

Un viajero ve a una hermosa joven en el mercado. Vive retirada en su palacio a causa de un sueño que le persigue cada noche. En ese sueño una pareja de palomas vuela por el campo. El macho queda apresado en las redes de un cazador y la paloma le ayuda a escapar; pero, cuando es ella la prisionera, su compañero no acude en su busca. Este es el sueño, y la razón por la que la joven se ha prohibido enamorarse de ningún hombre para evitar verse un día abandonada. El viajero contrata a dos albañiles y esa noche compone sobre el muro del jardín de la joven un mosaico inspirado en lo que acaba de oír. Y cuando ella se lo encuentra por la mañana, le dice a su sirviente: “No comprendo, esta es la historia de mi sueño”.

Pero hay una imagen que no forma parte de ese sueño. En ella se ve a un gavilán llevando en sus garras a una paloma. Y la sirviente, tras hacérselo notar a su ama, le dice que hay que tener cuidado con los sueños porque a menudo nos inducen a error. Ya lo ves, añade, un ave rapaz había matado al macho que creías huido por cobardía. Y la joven comprende entonces que esa verdad que con tanto celo buscamos nunca cabe en un solo sueño.

Es posible que un dragón sin su caballero pueda transformarse en algo bastante intratable, pero se habla menos de lo insulsos que pueden ser los pueblos si desaparecen los dragones. Ellos representan lo otro, todo lo que siendo distinto a lo que conocemos y somos a la vez nos cuestiona y completa. Y claro que los nacionalistas tienen derecho a soñar, pero se equivocan si piensan que la verdad de ese pueblo que dicen representar cabe en ese único sueño que con tanto encono defienden. “Saben, falta el pueblo”, escribió Paul Klee.

Falta el pueblo y sin embargo todos hablan en su nombre: en nombre del pueblo catalán o español, en nombre de la gente, de las personas normales, de los de abajo. Y si no hay pueblo es porque el mundo de los dragones y todo lo que representan ha sido borrado tristemente de la faz de la tierra. Hace años, escribí este pequeño cuento en homenaje a Augusto Monterroso: “Cuando despertó, la doncella aún estaba en los brazos del caballero que la había salvado. En aquel mundo ya sin dragones la supervivencia era una decepción”. No puedo creer que un mundo así sea el que Puigdemont quiere para un pueblo que no existe todavía.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *