Se precisa un estadista (o más)

¿Zapatero o Rajoy? Éste parece ser el único dilema para las elecciones del 9 de marzo. En realidad, no creo que sea así. A casi treinta años de la Constitución hay algo nuevo a considerar. Vivimos un momento político muy especial. Precisamos un estadista al frente del Gobierno. La razón es que la Constitución se está empezando a desencuadernar y hay que insuflar sobre ella renovado consenso. El edificio permanece sólido, pero está agrietado en sus consensos básicos: en el territorial desde hace tiempo y, ahora, en el religioso y otros.

El título VIII, sobre las autonomías, está ya en la cuerda floja. Ibarretxe mantiene, terne, su referéndum inamovible para el 25 de octubre de 2008, pase lo que pase. ETA -debilitada o no- sigue utilizando explosivos como argumentos. La Constitución dice que se fundamenta en la "indisoluble unidad de la Nación española". Pero ahora algunos prefieren concebirse como pluralidad de naciones con "derecho a decidir" por sí solas. ¿Es eso constitucional?

La cuestión religiosa estaba pacífica y ahora se remueve. La fórmula de consenso fue "libertad religiosa", "no confesionalidad" y respeto a las "creencias religiosas de la sociedad española", para cooperar con la Iglesia Católica y demás confesiones. Pero algunos mantienen que estamos en un "Estado laico", que no es lo mismo. ¿Qué dice la Constitución? Lástima que el Constitucional esté aquejado hoy de extraña enfermedad autoinmune, muy destructiva de sí mismo.

De otro lado, España ha cambiado mucho en treinta años. Se han afirmado, pujantes, nuevas generaciones. Se ha recibido fuerte inmigración. El país es más plural y secular; con más libertad y nivel de renta, más integrado en Europa y el mundo global. Es normal que convenga una actualización de la Constitución, no subrepticia, sino a las claras y sin trampas, con llamada explícita al poder constituyente, que somos todos. Pero este proceso no puede conducirlo sólo un líder de partido sino un auténtico hombre de Estado.

Según Disraeli, la diferencia entre un estadista y un político es que el primero piensa en las siguientes generaciones y el segundo sólo en las próximas elecciones. El estadista tiene visión a largo plazo, conoce los datos de los problemas y resuelve de conformidad, con soluciones que perduran. En cambio, el político al uso se aferra al corto plazo, improvisa, toca de oídas, salta de arbitrismo en ocurrencia, hace salidas en falso y anda obsesionado por bailar el agua a los suyos.

Y aquí surge la pregunta inquietante: ¿son Zapatero o Rajoy genuinos estadistas? No diré yo que no. Pero si lo fueren, lo disimularon hasta ahora admi-rablemente. Nadie duda hoy que Adolfo Suárez o Felipe González se comportaran como estadistas, al menos algún tiempo. Suárez pasa a la historia como hombre de Estado por culminar la transición, con la batuta del Rey al fondo. González fue -junto con otros- elemento esencial en los Pactos de la Moncloa y en la Constitución. Su mérito mayor como estadista fue situarnos en Europa tras comprender los requisitos de la jugada, desde la liberalización de la economía al referéndum sobre la OTAN.

Zapatero ha sido diferente. En su investidura hizo bellas propuestas, como mantener frente a ETA el "pacto por las libertades"; propiciar "la legislatura del diálogo, del entendimiento y del encuentro"; la reforma del Reglamento del Congreso -"uno de mis compromisos más fuertes", según dijo-, la del Senado, la de la Constitución; un pacto de Estado sobre inmigración; un "amplio acuerdo" en Educación. Pero nada de esto sucedió. Según él, por culpa del Partido Popular. Para el PP, por culpa del PSOE y del pacto del Tinell. ¿Quién tiene razón? Como decía un personaje de Baroja: "Dama Javiera, conviene no escudriñar". Me inclinaría a pensar que tienen razón los dos.

Es claro que Zapatero eligió, ante todo, ser líder de partido con proyectos de alta confesionalidad progresista, que generaron apoyo en media España a costa de meter el dedo en el ojo a la otra media. El PP tampoco anduvo fino. Adoptó actitudes muy cerradas y no calmó a su encendida parroquia. Enrocado en posiciones insostenibles, como en el atentado de Atocha, dio bolilla, que dicen los argentinos, a quienes más apartados habían de estar. Resultó así una legislatura de crispación, descalificaciones y desencuentros. Lo dijo en su despedida el presidente Marín: "No se puede repetir otra legislatura tan ruda". De otro lado, la política estatutaria ha sido "caótica", como escribió otro ilustre socialista, José María Maravall. Sobre el fracasado intento de llegar, contra la oposición mayoritaria, a un acuerdo de paz con ETA, mejor no hablar. Hasta el más lerdo entiende que no cabía acometer tamaño proyecto sin más amplias asistencias. En fin, ningún sentido de Estado mostraron los dos partidos al dejar caducar de largo el mandato del Consejo General del Poder Judicial o al socavar el prestigio del Constitucional con absurdas recusaciones.

Las elecciones deberían aclarar el panorama. Pero hay riesgo de que la campaña adquiera perfiles más propios de bazar turco, de subasta o de Reyes Magos. Unas generales deberían propiciar el debate sobre lo público. Y lo público no se reduce a tirar de chequera: ahí va el cheque-bebé, el cheque-alquiler, el cheque-pensiones o el cheque-devolución de impuestos. O sea: ahí van los caramelos de la cabalgata. Ni siquiera se circunscribe a la bajada de impuestos o a los dos millones (o más) de puestos de trabajo, que no podrán cumplirse si la economía se pone arisca, como parece ser el caso. Lo público tiene que ver con la subsistencia del Estado, con la confianza en las reglas de convivencia y su actualización (incluida la reforma de la Constitución y del sistema autonómico), con el respeto a las instancias de objetividad o con el buen funcionamiento de los servicios públicos.

Hoy, las elecciones aparecen muy reñidas, con ligera ventaja del PSOE. Pero queda tajo y puede pasar de todo. Lo más probable es que nadie obtenga mayoría absoluta y el ganador tenga que pactar. Por eso pienso que la "gente" (Rajoy) o la "ciudadanía" (Zapatero) preferiría conocer ya, más que los millones de árboles que se plantarán, cuáles serán los partidos que quedarán plantados en una futura mayoría de Gobierno. Es esto esencial para orientar el voto. Ya no valdrá una mayoría raquítica que divida al país en dos. Estaremos en un trance "reconstituyente". Para afrontarlo se necesitarán más estadistas, como en la Transición fueron muchos los líderes que mostraron sentido de Estado. Quien gane -sea Zapatero o Rajoy- debería considerar la formación de un gobierno de gran coalición al estilo alemán. Un gobierno, independiente de los independentistas, que busque consenso con los nacionalistas, pero sin dejarse el pellejo, y consiga respaldo constitucional a una convivencia plural en España, entre personas con apegos distintos y con identidades múltiples pero compatibles. Quien pierda debería avenirse a esa vía o a dejar a los demás trabajar en un alto empeño de Estado. Muchos en los grandes partidos podrían hacerlo: políticos con sentido de Estado, competencia y autoridad, como los dos actuales vicepresidentes, De la Vega y Solbes, o anteriores, como Rato o Arenas, o responsables de Interior, como Mayor o Rubalcaba. ¿Política ficción? Es posible. Pero las fórmulas de carril habitual resultarán peores a medio y largo plazo. Y mejor es advertirlo ahora.

Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona, ex ministro de Coordinación Legislativa y de Educación y Ciencia en varios gobiernos de la UCD.