Sin ninguna advertencia y mientras los seguidores de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) acampaban en el Paseo de la Reforma para protestar por los resultados electorales, el 11 de diciembre de 2006 el presidente Felipe Calderón ordenó los primeros operativos conjuntos de la policía y el ejército contra el crimen organizado. Meses después ya no dudaba en usar la consigna guerra contra el narcotráfico —calcada de la guerra contra el terror— para referirse al estado de excepción permanente en el que llevamos sumidos desde entonces. Si su objetivo era contener el mercado de estupefacientes, el saldo, a 18 años de distancia, se revela como un fracaso total: hoy, cualquier droga puede ser adquirida a precios no mucho más altos. Y la violencia ha aumentado a niveles jamás vistos: más de 350.000 muertes y unos 150.000 desaparecidos.
Genaro García Luna, el principal operador de esta estrategia —y brazo derecho de Calderón—, fue condenado por una corte en Nueva York por sus vínculos con los criminales que aseguraba perseguir; su visión, sin embargo, apenas ha variado en los gobiernos sucesivos. El de Enrique Peña Nieto se abstuvo de emplear la palabra guerra, si bien prosiguió con el enfoque punitivista de su antecesor; el de López Obrador, por su parte, ha optado por una supuesta política de abrazos, no balazos, cuando, como en incontables ocasiones, afirma una cosa para hacer la contraria: exacerbar la militarización hasta límites insospechados mientras día con día niega tercamente lo que padecen todos los demás ciudadanos: una epidemia de violencia fuera de control.
Tres sexenios, tres presidentes, tres partidos antagónicos y el mismo resultado: una catástrofe humana. Y acaso lo peor esté por venir: las dos candidatas a la presidencia se aprestan a repetir los yerros de quienes las precedieron. Hasta ahora, tanto Xóchitl Gálvez como Claudia Sheinbaum se mantienen fieles a la lógica de García Luna. Mientras la primera ha prometido aumentar a medio millón los efectivos de la Guardia Nacional y, en un siniestro guiño al presidente de Salvador, Nayib Bukele, construir una megacárcel, la segunda apenas se atreve cuestionar la estrategia de López Obrador e insiste en añadir más supuestos a la prisión preventiva oficiosa, una medida por la que México ya ha sido condenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Más grave es lo que no han dicho: ninguna ha convertido en una prioridad absoluta la reforma integral de nuestro sistema de justicia, contentándose con afirmaciones vagas o inanes o con ocurrencias que empeorarán su estado, como la elección por voto universal de magistrados y ministros. Como si fueran a gobernar un lugar imaginario, ninguna parece darse cuenta de lo que significa vivir en un país donde no existe el Estado de derecho: menos del 0,5% de los delitos que se denuncian acaban por dirimirse, los cuales a su vez representan apenas un 10% de los que se cometen. A ambas les resulta incómodo aceptar que los partidos que las apoyan son los responsables del caos: reconocer que México es, en este punto, un Estado fallido debería ser un paso indispensable para siquiera abordar la cuestión.
Construir un sistema en el que ningún crimen se resuelve no ha sido sencillo: es producto de un régimen autoritario que fraguó una justicia simulada para que los poderosos siempre se saliesen con la suya, así como de cuatro presidentes elegidos de forma democrática que prefirieron no tocarla. Nada funciona: nos hallamos ante un modelo mal diseñado —miles de normas contradictorias e incontables instituciones ineficientes—, en donde incluso las mejoras, como el sistema penal acusatorio, han sido mal implementadas —su impacto ha sido marginal—, dominado por la impericia de casi todos sus integrantes —policías, peritos, ministerios públicos, fiscales, defensores de oficio y juzgadores— y por litigantes que se aprovechan de sus resquicios, asediado por las presiones políticas y el crimen organizado, y donde la corrupción es parte indispensable de su trama. Por si no bastara, los febriles ataques al poder judicial de López Obrador solo acentúan la confusión: este sin duda debe ser transformado de manera drástica, pero sus propuestas no tienen la meta de volverlo más eficaz, sino más dependiente del Ejecutivo.
Cuando todo ha fallado, hay que rearmar el sistema desde sus cimientos, revisando todas nuestras normas y procedimientos, capacitando a cada eslabón del aparato, aumentando salarios e incentivos y cerrando el margen a la corrupción. La legalización paulatina de las drogas es otro paso indispensable. Y se impone, sobre todo, mirar la violencia de otra forma: no como una salida ilógica, propia de criminales sin escrúpulos, sino como la única vía que han encontrado distintas fuerzas sociales para dirimir sus conflictos. Lo que vivimos desde 2006 es una descontrolada epidemia de violencia y lo único que nos queda es tratarla como tal: una suerte de enfermedad social que se transmite de una persona a otra y de un grupo a otro conforme a los parámetros de una aguda enfermedad viral. Usar el ejército para combatirla, como han hecho desde Calderón hasta AMLO, es como emplear quimioterapia contra la covid: un falso remedio que solo destruye el precario tejido social. En vez de ello, se requiere virar hacia un enfoque epidemiológico: entender las cadenas de transmisión de la violencia y así tratar de controlarla. El objetivo de la inteligencia no es, por tanto, el espionaje, sino la identificación de grupos vulnerables y de los principales vínculos de contagio. Ello no significa permitir que cualquier algoritmo sea usado para predecir la incidencia delictiva, sobre todo en un país donde las bases de datos son poco confiables o inadecuadas, sino la necesidad de intervenir directamente sobre el terreno.
Las amenazas y castigos nunca han sido las mejores herramientas para combatir el crimen; más exitosos han resultado enfoques como los de la organización Cure Violence, que capacita personal para interrumpir las cadenas de contagio a través de pequeñas células contratadas a escala local, las cuales detectan, gracias al contacto cotidiano con la comunidad y al análisis de sus redes, los núcleos más endebles. Más que programas sociales generalizados como los de la Cuarta Transformación (4T), se necesitan acciones focalizadas, donde dotar de becas, apoyos o trabajo a ciertos individuos o comunidades en riesgo en efecto puede prevenir los brotes de violencia, sobre todo si se articulan mecanismos de justicia transicional. Este enfoque ha funcionado en varias partes del mundo y México debería sumarse al cambio: si bien algunas acciones incipientes han sido probadas en la Ciudad de México o Coahuila, la mayoría han acabado rebasadas por la tentación punitivista de los gobiernos federal o local.
Todas las encuestas indican que Claudia Sheinbaum, una física, será quien gane la presidencia. Nadie podría entender mejor la urgencia por transformar simultáneamente el sistema de justicia y la perspectiva sobre la violencia a partir de una nueva mirada científica. Si no se atreve a cambiar radicalmente el enfoque García Luna que ha prevalecido hasta ahora —es decir, el de Calderón, Peña Nieto y López Obrador—, ella también será culpable de que la epidemia de violencia desatada en 2006 continúe aniquilando sin freno a cientos de miles de mexicanos.
Jorge Volpi es escritor. El último libro que ha publicado en España es Enrabiados (Páginas de Espuma).