Una nueva y peligrosa huida hacia delante

¿Qué ha pasado estos días por la cabeza de Pedro Sánchez? Lo cierto es que, aunque resulte tentador, no tiene sentido dedicar mucho tiempo o esfuerzo a aclarar este asunto. Se entiende que lo inusual de su comportamiento, y el enfoque que él mismo ha querido darle, anima a especular sobre sus motivos, su estrategia, su personalidad, su vida interior, etc. Sin embargo, esto implica entrar en un terreno pantanoso e inverificable, en el que resulta difícil no verse contaminado tanto por los mensajes del Gobierno y la oposición como por la imagen previa que ya tuviéramos del presidente. Además, no debemos perder de vista el motivo por el que hablamos sobre Sánchez: el presidente no es relevante por sí mismo, sino por la función que ejerce en nuestro sistema y por su influjo sobre nuestra sociedad. Resulta mucho más necesario preguntarnos por el efecto que han tenido o tendrán sus acciones sobre nuestro país. Ahí pisamos terreno más firme y más relevante. Ahí, además, encontramos muchos motivos para la preocupación.

Una nueva y peligrosa huida hacia delante
Sean Mackaoui

En primer lugar, la carta del miércoles, las exhibiciones de apoyo del fin de semana y la comparecencia de este lunes han creado un marco netamente populista. Se identifica al líder con la democracia y se ubica en la anti-democracia -y hasta en el golpismo- a quienes se comportan de una manera que él considera inaceptable. Se profundiza, irónicamente, en la deshumanización del adversario que tanto lamenta el Ejecutivo: el presidente estaría combatiendo a una "jauría ultra" (Bolaños), a "los malos" (Morant), a una "galaxia digital ultraderechista" (Sánchez). De forma igualmente irónica, se profundiza en la deslegitimación que lleva años denunciando el Gobierno: las investigaciones sobre la actividad profesional de Begoña Gómez no obedecerían al interés periodístico ni a la voluntad de esclarecer posibles acciones punibles, sino que responderían a intereses espurios, a un contubernio que busca revocar la voluntad de los ciudadanos y truncar las medidas que mejoran su calidad de vida. Enemigos del pueblo, en suma. También se anima a los afines a manifestarse en las calles y se esgrime el veredicto de una presunta "mayoría social" cuya opinión estaría por encima de la libertad de prensa y del marco de actuación de la justicia. Asombrosa manera de luchar contra la deshumanización, la deslegitimación o el desbordamiento de los cauces habituales del sistema; y extraordinaria refutación de la imagen de líder europeo que el presidente desea proyectar. Para importar el peronismo a España no hacía falta saber inglés.

En segundo lugar, la comparecencia de Sánchez sugiere que este marco populista no actuará solamente en el contexto electoral. Es decir, no servirá únicamente para movilizar a sus partidarios ante las elecciones catalanas y las europeas. El "punto y aparte" que anuncia Sánchez, la consigna de "mostrar al mundo cómo se defiende la democracia", indica que el marco populista podría usarse para legitimar acciones dirigidas contra el poder judicial, los medios de comunicación o la propia oposición. Es posible que todo quede en pirotecnia verbal: el sanchismo ha sido fértil en sobreactuaciones que acabaron en nada. Sin embargo, medidas como rebajar las mayorías necesarias para renovar el CGPJ o restringir ciertos aspectos de la libertad de información serían, en realidad, profundamente coherentes con el discurso desplegado por Sánchez: si uno realmente cree que está en marcha un golpe contra la democracia, ¿no haría todo lo posible para detenerlo? El problema, por supuesto, es que esa defensa de la democracia no es tal, sino más bien lo contrario. Una democracia no se refuerza erosionando los contrapoderes, ni apoyándose en mecanismos plebiscitarios, ni exigiendo que no se publiquen o se investiguen cuestiones que incomodan al presidente del Gobierno. Desde luego, tampoco se refuerza utilizando al CIS para que intente, con preguntas y muestras ridículamente sesgadas, dar cobertura a movimientos contra la prensa y contra los jueces.

En tercer lugar, Sánchez ha ahondado en una presunta excepcionalidad que nunca presagia nada bueno para la salud de una democracia liberal o para la convivencia entre los distintos. Esto, sin embargo, es lo que menos debería sorprendernos. Recordemos que esta legislatura ya nace de una medida profundamente excepcional, como es la amnistía a los socios del Gobierno. Y recordemos que ahí también se han mezclado las apelaciones a sentimientos nobles -la reconciliación, la concordia, la normalización- con reivindicaciones del frentismo -había que construir un muro contra las derechas-. Tampoco entonces importó a los socialistas el efecto que sus acciones tendrían sobre el sistema ni sobre la convivencia en el conjunto de España. La amnistía ha supuesto, además, un aviso importante: un presidente capaz de aprobar algo así a cambio de una investidura es capaz de mucho por mantenerse en el poder. Y quienes aceptaron ese cambio también mostraron que son capaces de transigir con mucho, y de hacer y decir cosas realmente extraordinarias, con tal de verle seguir en el poder. En este aspecto, no hemos aprendido nada nuevo en los últimos días.

Mención aparte merece el papel desempeñado por el PSOE en todo este episodio. Se ha comprobado tanto su absoluta entrega al líder como su completa irrelevancia para influir en las decisiones y los golpes de timón de su secretario general. Allá los socialistas con la idea que tienen de su partido; pero deberían ser conscientes de que una formación centenaria y sistémica no puede mostrarse, de la noche a la mañana, como una secta angustiada ante la posible marcha del gurú. No es muy edificante que el partido que más tiempo ha gobernado España en democracia parezca convertirse en una mera gestora de autobuses para el Día de la Lealtad Popular. Uno piensa incluso que quienes ahora celebran la decisión de Sánchez de quedarse deberían ser los primeros en exigirle explicaciones por haber actuado al margen de la organización que le ha dado todo. Pero ha quedado claro que, por lo que respecta a Ferraz, no hay adultos en la sala. No hay contrapoder interno. El PSOE dirá y hará lo que Sánchez quiera que diga y haga.

¿Cómo reaccionará la sociedad española ante todo esto? Más allá de los ámbitos donde los mensajes gubernamentales se repiten con mayor o menor estridencia, conviene no perder de vista que Pedro Sánchez es un presidente impopular. Hace menos de un año, su partido perdió buena parte de su poder municipal y autonómico; el PP gobierna ahora en once comunidades autónomas, mientras que el PSOE gobierna únicamente en tres. Y hace nueve meses, Sánchez quedó segundo en votos y en escaños en las elecciones generales. Solo la concesión de la amnistía garantizó su permanencia en el poder, y esto ha profundizado necesariamente en su impopularidad: por algo no se atrevió Sánchez a llevar esa medida en el programa, ni a someterla a una suerte de referéndum mediante la convocatoria de nuevas elecciones.

Tampoco es muy probable que lo ocurrido en los últimos días convierta en admiradores del presidente a quienes ya le habían dado la espalda. Si acaso, quienes ya veían a Sánchez como un mentiroso, un manipulador y un aventurero sin escrúpulos se habrán visto confirmados en esa opinión. La realidad es terca: por mucho que el oficialismo hable de una "mayoría social", la base de apoyo a Sánchez es muy endeble. Y, de la misma manera que supone un disparate colocar fuera de "la democracia" a la mitad --cuanto menos-- del país, también lo es intentar cambiar aspectos fundamentales del sistema desde una situación tan precaria. Claro que no sería el primer líder impopular que, precisamente por esto, se embarca en una peligrosa huida hacia delante. El último en hacerlo en España, hace solo unos meses, fue el propio Pedro Sánchez.

David Jiménez Torres es profesor de Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Su último libro es La palabra ambigua. Los intelectuales en España (Taurus).

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