Toda crisis se presenta como una oportunidad. Tanto es así que en la Unión Europea existe el convencimiento de que los mayores avances en la integración se han producido a golpe de crisis. Según esta idea, el Brexit, el auge de la derecha nacional-populista o el desprecio de Donald Trump por la relación euroatlántica serían el acicate para una UE más fuerte, democrática y ambiciosa. En esa línea respondió el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, a una pregunta sobre el Brexit en el Council on Foreign Relations en Nueva York el 25 de septiembre: “Aunque parezca paradójico, hay una ventana de oportunidad para la UE”. Entusiasta se presentaba también la primera ministra británica Theresa May el 3 de octubre en la conferencia del Partido Conservador, cuyo lema era Opportunity. Lo sucedido desde entonces en Reino Unido y el punto muerto en la negociación con Bruselas difícilmente pueden verse como una oportunidad. A los ciudadanos solo les cabe pensar en problemas cuando los políticos hablan de oportunidades.
May no ha sido aún capaz de cerrar el acuerdo de salida de la UE, no tanto por la intransigencia de los europeos como por el cinismo y la deslealtad rampantes entre conservadores y laboristas, divididos internamente en la misma medida que la sociedad británica. Parece que ningún defensor del Brexit diseñó alternativas para Irlanda del Norte antes de convocar el referéndum y, sobre todo, antes de activar el artículo 50 que inició la cuenta atrás para la salida. Las negociaciones están bloqueadas en un asunto que para los británicos involucra su integridad territorial, la soberanía y la paz. En esta situación, y sin certeza de alcanzar antes de final de año una declaración sobre la relación futura con la Unión, el Gobierno de May se enfrentará en breve a la aprobación de sus presupuestos en el Parlamento, mientras una moción de confianza y la convocatoria de elecciones son opciones sobre la mesa. Habrá que esperar algunos años para ver si el Brexit crea oportunidades desconocidas en Reino Unido. De momento, ha liberado altas dosis de acritud política e incertidumbre que perdurarán más allá del 29 de marzo de 2019.
Para España, el Brexit es un riesgo en cualquiera de sus versiones, dura o blanda. Ni siquiera la posibilidad, cierta, de un nuevo estatus en Gibraltar más favorable a los intereses de España y de los trabajadores españoles en el Peñón compensa la realidad de que seremos uno de los países más perjudicados por la salida de Reino Unido. Esto se debe no solo a la alta interdependencia económica, sino al carácter casi existencial de la integración de España en la UE.
Un informe del Instituto Elcano recoge las principales magnitudes económicas de la relación bilateral: cerca de un millón de británicos reside en España con más o menos continuidad, Reino Unido oscila año tras año entre el primer y el segundo puesto como socio comercial en términos globales, es el principal destino de la inversión extranjera española, el segundo inversor en el país y el origen del 25% de los turistas que recibimos anualmente. El holding IAG integra a Iberia, British Airways, Vueling y Aer Lingus. Aunque su sede social está en Madrid, sus mecanismos de gestión y control están en Londres. Un Brexit duro o un no acuerdo sería el peor escenario para España, sobre todo si ello deriva en una caída o recesión de la economía británica. Empresas como Banco Santander y Telefónica obtienen, respectivamente, cerca del 20% y el 30% de sus beneficios en Reino Unido. Cuando los políticos presentan oportunidades es porque deberían explicarnos demasiadas cosas.
El negociador de la UE, Michel Barnier, ha admitido que la salida británica “no tiene valor añadido, es una negociación negativa y un juego en el que todos pierden”. Incluso ha asegurado que encara la recta final “sin ningún espíritu de revancha, sin ninguna agresividad, con mucho respeto”. Más que tranquilizar, las palabras de Barnier revelan con honestidad la dureza de las negociaciones y dejan claro que lo que el Brexit ha creado no son oportunidades, sino una enorme desconfianza entre los países y en la buena voluntad de las partes. Se ha minado así uno de los fundamentos de la construcción europea: la confianza.
Una viñeta en el semanario The Economist lo describía gráficamente: en el lado británico del Canal de la Mancha un hombre empuja una gran ficha de dominó. En el lado francés aguarda en pie el resto de fichas. Aunque de momento no ha habido efecto dominó y los 27 se han mantenido cohesionados en torno a Michel Barnier, el año y medio que duran las negociaciones se está viviendo como una partida destinada no a ganar, sino a que el otro pierda más. Alguna prensa y algunos políticos británicos contribuyen a este clima hostil a través de un relato de mezquindades y falsedades sobre la UE. Pero sabemos que no solo se trata de desacreditar definitivamente el proyecto europeo entre los británicos, sino de expulsar a May del Gobierno.
La instrumentalización de la UE en Reino Unido no será en vano. Tampoco para los 27, que llevan consumidos en el Brexit ingentes recursos políticos, institucionales y económicos sin garantías de llegar a un acuerdo razonable y, lo que es peor, con la sospecha de que algo así pueda suceder de nuevo en otro Estado miembro. Un diplomático español señala que, antes de cinco o siete años, no se podrá hacer balance, pero advierte de que, “si pasado ese tiempo, Reino Unido está mejor fuera que dentro, y la UE sigue sumida en la crisis que tenemos ahora, el efecto de imitación va a ser muy serio y muy grave. De ahí viene la obsesión del equipo negociador, y de algunos Estados miembros como Alemania, Francia o nosotros, de que, al menos en relación con la Unión, Reino Unido tiene que estar peor fuera que dentro”.
Es momento de recordar que el poder de la UE no deriva solo de su capacidad normativa, comercial o política, sino de décadas de confianza entre sus miembros que hacen de la Unión un actor global predecible. Por ello, el mayor impacto del Brexit será la erosión de la confianza, con sus efectos políticos y económicos. En el caso de España, la confianza es un valor fundamental porque ha vinculado su proyecto de país a Europa, a diferencia de otros Estados cuya pertenencia a la Unión responde a intereses comerciales o de seguridad, pero no comparten ideales europeístas, ni el objetivo de una unión política. Desafortunadamente, cada vez más ciudadanos entienden la UE de esta manera, y la salida de Reino Unido hará la relación bilateral más importante tarde o temprano. A largo plazo, el Brexit puede contribuir a este vaciamiento del proyecto europeo. Los Estados miembros ya no estarán seguros de tener las mismas expectativas respecto a la UE ni de qué forma cada Estado utilizará el poder que le otorga precisamente el hecho ser parte del grupo. Una sociedad furiosa, dividida y desconfiada ha encontrado su gran oportunidad en el Brexit. ¿O es al revés?
Áurea Moltó es subdirectora de la revista Política Exterior.