El atentado del jueves en el Aeropuerto Internacional Hamid Karzai es uno de los más sanguinarios ocurridos en Afganistán en los últimos años. Sin embargo, a pesar de lo atroz del acto no es más que la continuación de una serie de ataques que se han incrementado desde 2017. Podemos recordar otros atentados como el perpetrado contra una escuela femenina chíi-hazara (85 muertos), el ataque contra una ONG que se encargaba del desminado, o el asalto a un hospital materno-infantil en el que los asaltantes degollaron a todos los recién nacidos que encontraron a su paso (24 muertos). Ante tanta atrocidad cabe preguntarse quién está detrás de estos actos. La respuesta es sencilla: El Estado Islámico del Jorasán.
Este grupo nacido en enero de 2015, parece haber declarado la guerra a unos talibán a los que acusan de ser poco rectos. Mientras los talibán negociaban con Estados Unidos la salida de sus tropas en lujosos hoteles de Qatar, dos ex talibán -Abdul Raul Aliza y Hafiz Saeed Khan- juraron lealtad al califa Ibrahim y crearon el IS-K. Su visión radical de lo que debería ser la vida pública, hizo que declararan Kafir (apóstatas) a los talibán. Por ello, el Estado Islámico de Jorasán -o Estado Islámico de Afganistán, como también se le conoce- parece que se va a convertir en la peor pesadilla de los nuevos inquilinos del Palacio Presidencial de Kabul. Por ello, no es de extrañar que la primera ejecución pública de los talibán no fuera una mujer descarriada, un varón sin barba o un chií, sino Abu Omar Khorasani, un afgano al que identificaron como máximo dirigente del IS-K.
Cuando todo el mundo planteaba que viviríamos una guerra civil entre los partidarios de Ahmed Masud (hijo del mítico León del Panshir) y los talibán, el atentado del aeropuerto de Kabul saca a la escena a otro actor: el Estado Islámico (de Jorasán). Así pues, el escenario ha cambiado, ya que por un lado tenemos a unos talibán empeñados en parecer moderados ante la comunidad internacional y, por el otro, a "los aliados del norte" que tratan de ganarse el apoyo de Occidente. En medio de esta locura aparecen los partidarios del Estado Islámico de Jorasán (IS-K) que apuestan por repetir lo que el califa Ibrahim implantó en Irak y Siria.
Por otro lado, las potencias regionales tratan de posicionarse para alcanzar sus objetivos. En primer lugar encontramos a China, quien no ha dudado en pactar con los talibán el reconocimiento internacional (la embajada sigue abierta en Kabul) a cambio de protección para sus infraestructuras en Pakistán y Afganistán. Además, el apoyo directo a los talibán está planteado como un intento de frenar el avance del IS-K, quien ha fijado en la región china de Xingjian uno de sus principales objetivos territoriales.
En segundo lugar, encontramos a Rusia, un estado en declive desde hace muchos años y que ya sabe lo que es salir derrotado de Afganistán. El Kremlin parece haber conseguido su objetivo, la salida de las tropas del país centroasiático. De hecho, algunas informaciones apuntan a que los servicios secretos rusos habrían prometido a los talibán una importante suma de dinero por cada soldado americano caído en combate. Si bien es cierto que la salida de las tropas occidentales permitirá al Kremlin alimentar su máquina de propaganda, no es menos cierto que la cercanía de Rusia con Afganistán y sus vínculos con las repúblicas de Asia Central ponen a Moscú en la primera línea de fuego de esta guerra entre radicales.
En tercer lugar, no podemos olvidar a Estados Unidos, quien desde el año 2013 lleva negociando en Doha (Qatar) con los talibán una salida digna de sus tropas.
Esta extraña decisión puede ser entendida en dos sentidos. En primer lugar, como un alivio para su economía y para su población que estaba harta de ver cómo sus soldados iban a morir a una guerra que, al menos para ellos, no tenía sentido ni fin. En segundo lugar, la salida de las tropas de Afganistán es una maniobra estratégica para empantanar a sus enemigos y competidores (Irán, Rusia, China...), ya que su posición geográfica hará que la inestabilidad afgana, tarde o temprano, se convierta en un serio problema de seguridad. Desde el punto de vista moral, la decisión de Biden es deleznable, pero desde un plano realista a corto plazo puede debilitar a sus rivales en la región.
Por lo tanto, solo nos queda ver qué va a pasar en Afganistán en los próximos años. Ante esta pregunta lo único claro es que los afganos seguirán sufriendo.
Alberto Priego es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Pontificia Comillas. Experto en Oriente Próximo, islam y diplomacia.