Actualidad del Partido Radical

Semanas antes de la última elección presidencial francesa, un joven profesor de Historia Contemporánea –hoy ya recién y brillante catedrático de la misma y muy difícil disciplina– intentaba disipar la incertidumbre del articulista frente a la suerte del Partido Socialista Francés en dichos comicios con un rotundo pronóstico: «Este partido es mucho partido». Un gran estudioso del pasado –también galo– afirmó con ingenio y razón irrebatibles que «los historiadores acostumbran a ser los mejores arúspices del pretérito».

Y en efecto así es, con refrendo cotidiano de la perspicaz frase. Lo que aventuraban ya a comienzos del 2018 avezados comentaristas y glosadores de la crónica política del país vecino acerca de una andadura desmayada e incluso anémica de la gran formación, revitalizada en 1971 por el singular talento político del antiguo ministro radical de los estertores de la IV República François Mitterrand (1916-96), se vio por entero ratificado con los sufragios para El Elíseo que alzaron sobre el pavés del triunfador a su huésped presente, Macron. Como continuación de la borrascosa etapa antedicha, la prensa de este grávido otoño para el relato del poder en el segundo decenio del siglo XXI expande la increíble noticia de que, acorralado por ingentes deudas, el casi legendario Partido Socialista Francés ha vendido su emblemático edificio del centro de Lutecia para trasladarse a otro de la banlieu… Información que, unida a los espectaculares descalabros de la hasta ha muy poco todopoderosa socialdemocracia alemana en los recientes sufragios nacionales, bávaros y, hace unos días, de Hesse, presagian los más negros vaticinios en punto a la deriva inmediata del socialismo europeo.

¿Señales todas las mencionadas de una imparable deriva crítica de la que fuese en las «Treinta jornadas gloriosas» de la postguerra la más pujante y acaso igualmente la más creativa de las fuerzas políticas que configuraron el mapa europeo en dicha fase histórica? A la vista de los sucesos narrados, es pertinente interrogarse sobre si terminado, con sobresaliente y, en general, fecunda trayectoria, el tramo alcístico de su recorrido por los caminos de la Historia, la socialdemocracia del Viejo Continente ha entrado en un ciclo explicable por muchos motivos de abierta postración y descaecimiento.

Tal vez resulte en exceso aventurado refrendar la hipótesis apuntada. El abajo firmante no desea echar su muy modesto cuarto a espadas en cuestión tan importante y enrevesada, pero desea recordar, a los efectos, el esclarecedor ejemplo del Partido Radical Francés, dueño y señor en su día de los destinos de Francia y de generalizada admiración y descollante imitación en tierras europeas durante el periodo de entreguerras. Bien sabido es que uno de sus más famosos teóricos, al propio tiempo que reputado dirigente, Edouard Herriot (1872-1957), el más célebre alcalde quizá de la segunda ciudad de Francia –Lyon–, consideraba el más destacado y funcional partido de la III República (18751940). El juicio de aquel catedrático de Historia de instituto descansaba en su gráfica y buida expresión de que su partido venía a ser el elemento más dinámico de la vida pública gala, pues ejercía en ella el papel del Arma de Infantería en los campos de batalla, con insuperable capacidad de adaptación y maniobra, ya que «socialmente» era, «graníticamente» conservadora; y, en el plano ideológico, no menos íntegra y completamente, de izquierdas.

Los cimientos de autoridad y orden y, de manera, superlativa, su concepción individualista de la existencia comunitaria y el respeto reverencial y sacrosanto de la propiedad privada lo distanciaban sideralmente de los senderos de su encarnizado rival el Partido Socialista, del cual no tuvo empacho alguno en tomar a comienzos del siglo XX esta postrera adjetivación para su propia y más oficializada designación. De otro lado, su férreo centralismo y sentido unitario del Estado, de honda raigambre jacobina, se aliaba de forma estrecha con un laicismo militante, nutrido con amplio e incesable caudal de un anticlericalismo siempre al rojo vivo. La enseñanza universal, obligatoria y gratuita, pilar principal del sistema educativo implantado en los orígenes de la III República a instancia primordialmente de sus líderes y nervio esencial de la obra de nacionalización llevada a cabo bajo su guía, halló en la neutralidad religiosa otro de sus principios básicos. Con todo, el trascurrir de los días hizo su obra, y del dogma «El clericalismo, he ahí el enemigo» se pasó a la anulación del concordato napoleónico y a la firma –1905– de la separación de la Iglesia y el Estado, con el envidiable logro de unos inteligentes acuerdos que, con naturales altibajos, se mantendrían hasta el presente.

El juicio de la Historia ya se ha pronunciado de forma, en conjunto, favorable. Pero su ejemplo sirve para ilustrar, por incontable vez, la exactitud y hondura de los versos quevedianos «Las torres que desprecio al aire fueron a su gran pesadumbre se rindieron…»

José Manuel Cuenca Toribio, miembro de la Real Academia de Doctores de España.

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