Alquimia electoral

Como hacen los malos jugadores, también los políticos suelen echar las culpas de los resultados que no les son favorables a las 'reglas de juego', endosando al sistema electoral lo que únicamente es imputable a las deficiencias ideológicas o coyunturales de los programas con que afrontaron las elecciones. Al actuar así sucumben a un espejismo de los sistemas electorales, el de su omnipotencia, atribuyéndoles una influencia sobre el sistema político que en realidad no tienen y que seguramente es debida a la creencia en su fácil maniobrabilidad, pues el sistema electoral, al menos en muchos de sus aspectos, tiende a ser establecido en una ley correspondiente, como tal modificable con la mayoría requerida, aunque pueda haber elementos del sistema electoral que ya figuren en la propia Norma Fundamental y por tanto se encuentren constitucionalizados y así estén fuera del alcance del legislador ordinario.

La verdad es que el sistema político tiende a conformarse de acuerdo con otras variables que no resultan de determinaciones establecidas por los sistemas electorales, de manera que la influencia electoral en el sistema electoral ha de ser mediada por diferentes características del sistema político. Así, por ejemplo, el pluripartidismo no sólo refleja la proporcionalidad del sistema electoral, sino también y sobre todo la existencia de factores de división política de la propia sociedad, anclados en motivos identitarios o de lealtad nacional, culturales, religiosos, etcétera. De otro lado, es bien difícil cambiar el sistema electoral. Y no sólo porque, como decíamos antes, algunos de sus rasgos pueden estar establecidos en la propia Constitución, y cambiar la Constitución requiere de mayorías y procedimientos especiales que, aunque hayan sido pensados para la protección de otros elementos, rigen también en relación con las decisiones electorales. También porque, como resulta obvio, el cambio electoral, en sus aspectos medulares, es bien difícil de llevar a cabo, pues lógicamente se opondrá al mismo la fuerza política que ha alcanzado la mayoría con la regulación vigente.

Esto explica la longevidad de las reglamentaciones electorales, por ejemplo de la española, que data de 1985, teniendo presente que la LOREG en realidad confirmaba, nada menos, que un decreto-ley de 1977. Cierto que nuestra Ley Orgánica del Régimen Electoral General ha sufrido modificaciones abundantes, pero sobre aspectos concretos, por ejemplo, el voto por correo, o las cuestiones referentes al ejercicio del sufragio en las elecciones europeas, o la participación de los extranjeros con derecho a voto en las municipales, pero sin tocar, me parece, la fábrica esencial de nuestro sistema electoral.

A pesar de lo dicho, es bastante frecuente encontrarse con variadas propuestas de modificación electoral que se ofrecen a la salud de nuestro sistema político como si se tratara de adecuadas dosis del bálsamo de Fierabrás. Vamos a dejar de considerar las que se refieren al modo de elección del Senado, que deben ser enmarcadas como un aspecto de los cambios que en verdad necesita este órgano de representación, si se lo quiere convertir en lo que el constituyente propuso, esto es, una Cámara «de representación territorial». Pero anotemos, aunque sea de pasada, dos cosas: primero, que la función territorial del Senado no implica la desterritorialización del Congreso, en el que sólo, según algunos, deberían encontrarse presentes las fuerzas de implantación general o nacional, reservando el Senado para la actuación de los grupos con mera presencia regional o territorialmente delimitada. En segundo lugar, que aunque el sistema electoral del Senado sea el mayoritario, los resultados en lo que se refiere a las fuerzas representadas y al propio comportamiento electoral de los votantes no ofrecen diferencias significativas en relación con la composición y resultados del Congreso en el que, al menos nominalmente, el sistema electoral es el proporcional.

Pero la objeción más grave que se formula contra el sistema electoral se refiere en realidad a los aspectos territoriales del mismo, aunque no siempre quien denuncia las deficiencias lo plantee en tales términos. En efecto, lo que se suele señalar es que el sistema electoral no es suficientemente proporcional, al primar la representación de determinados territorios sobre otros, poniéndose siempre el mismo ejemplo, a saber, lo que les cuesta a los electores de Madrid o Barcelona alcanzar un escaño en el Congreso frente a lo que se exige, pongamos por caso, en Soria o Teruel. ¿Cómo es posible que esto ocurra en un sistema sedicentemente proporcional? De otra parte, ¿por qué se consiente un sistema de representación que hace posible que los intereses generales, que se entiende son los únicos a tener en cuenta por el legislador, quedan establecidos, también en el Congreso, de acuerdo con las preferencias exclusivistas de los nacionalistas, cuyo concurso además a la hora de asegurar el apoyo político del Gobierno ha de resultar necesariamente gravoso para el conjunto de la nación?

Y si las deficiencias del sistema electoral, a la hora de garantizar una determinada representación parlamentaria o de procurar una mayoría de gobierno no las pudiese resolver el sistema proporcional, ¿no sería mejor optar por un sistema mayoritario, bien fuese de circunscripción única, como en Gran Bretaña, o de lista, como ocurría en nuestra Segunda República?

Los juristas tendemos a huir de los modelos, aunque sean buenos, y preferimos hacer nuestras propuestas a partir de los datos y limitaciones, también de las posibilidades, de la realidad, eso sí, bien entendida, no de modo esquemático o forzado. Desde esta perspectiva, lo primero que hay que decir es que nuestra Constitución no prevé un sistema electoral proporcional, sino que atienda a criterios de esta naturaleza, teniendo por tanto en cuenta decisiones que la misma Carta Magna ha tomado, de acuerdo con determinadas exigencias que ella ha valorado ponderando otros planteamientos de indudable importancia. Entre estos principios está sin duda el de la territorialidad, que sólo parcial o superficialmente se puede identificar con la provincialización del sistema.

En efecto, es la garantía de la representación de la provincia, como expresión primera del pluralismo territorial español, asegurada en la Constitución y confirmada en la Ley electoral, la decisión que determina la representación política, tiñendo la proporcionalidad de un carácter mayoritario que la caracteriza verdaderamente. Sencillamente la circunscripción electoral necesita un tamaño determinado para asegurar una representación proporcional, lo que no ocurre en el caso de la mayoría de las provincias españolas, aun asegurándoles una representación mínima, de la que no gozarían si el distrito fuese nacional o autonómico.

La propuesta de establecer un sistema mayoritario sin atisbos de proporcionalidad alguna merecería, en el plano del derecho positivo, objeciones de viabilidad constitucional y, en un plano más profundo, presentaría el peligro de un alineamiento partidista que sería muy peligroso para la estabilidad política en las comunidades en las que la división política tenga una dimensión identitaria, al llegar a dejar sin representación al sector de la sociedad que quedase en minoría, contribuyendo a incrementar su polarización.

Dificultar, no digamos ya impedir, a través de la alteración de la actual 'barrera electoral', la representación nacionalista en el Congreso me parece un dislate de dimensiones nefastas. El sistema constitucional, del que forma parte relevante la legislación electoral, debe integrar el sistema político, reflejando su realidad y ofreciendo su acomodo a todas las fuerzas políticas que se mueven dentro de sus amplios márgenes. Constitucionalmente, los grupos nacionalistas son una representación legítima del conjunto del cuerpo electoral, cuyos intereses, a veces más allá de planteamientos territoriales, están llamados a considerar. La oposición entre la lealtad nacionalista y la nacional se presenta en el plano de la teoría, pero quizás no tan frecuentemente como se cree en el de la actuación cotidiana parlamentaria, en el que puede ser fácil encontrar un denominador común conveniente para todos. No es en cualquier caso prudente para el sistema constitucional prescindir de un mecanismo de integración de los nacionalismos en las instituciones comunes, tampoco naturalmente primar artificialmente sus oportunidades por medio de una sobrerrepresentación, de la que no disfrutan ahora. La lealtad, no conviene olvidarlo, sólo puede exigirse desde el más escrupuloso respeto de los valores constitucionales, entre los cuales está el reconocimiento del pluralismo territorial.

Juan José Solozábal