Los indultos serán un episodio relevante, no determinante, en el desenvolvimiento del problema catalán. Evítese la discontinuidad de nuestra cultura política. Afróntese con profundidad histórica. Evoquemos los memorables discursos de Ortega y Azaña (mayo de 1932, debate parlamentario sobre el Estatuto catalán). Para Ortega, “un problema perpetuo que no se puede resolver, que solo se puede conllevar”. Para Azaña, resoluble, planteado como problema político cuya dimensión establece el presente: entonces el de una Cataluña “descontenta, impaciente, discorde”. Aprobar el Estatuto era un acto de pacificación y de buen gobierno. Coincidirían en el sí. Enfrente, la encendida campaña reaccionaria cuyos pasquines clamaban: “Españoles, GUERRA AL ESTATUTO CATALÁN! ¡Comerciantes! ¡Pueblo! Hasta no saber a qué ateneros no compréis productos catalanes”.
Azaña, a pesar de la decepción que experimentó por la deslealtad del nacionalismo catalán, apoyaría el indulto porque expresa búsqueda de solución y está en línea con su actitud moral (“Paz, piedad, perdón”, Barcelona 1938). Ortega, coincidente, lo asociaría a su “conllevancia”, máxime cuando ni gota de sangre mancha la calle.
Sin suposiciones. Sin argumento de autoridad: El actual problema político catalán es distinto al del ayer republicano. Es ya un conflicto dual: entre catalanes partidos por la mitad y entre el Estado y una de sus partes, la Generalitat, gobernada por el independentismo. La búsqueda de solución —por los legisladores, por los gobernantes— es tan obligada hoy como ayer. Solución del problema, no supresión en sus dos formas (separación de Cataluña o aplastar su autonomía). Hoy, a diferencia de ayer, en el marco propicio del proceso integrador de la Unión Europea.
El debate sobre la pertinencia de los indultos es necesario, inevitable, legítimo. La posición favorable o contraria está mediada, pero no predeterminada, por la previa ante el Gobierno de Sánchez. Quienes consideraron ilegítima su presidencia, desde su origen, han tomado el asunto para redoblar su impugnación. Sepultan la realidad, fundamento de la política y del debate democrático, con premisas falsas y opiniones —más que discutibles— presentadas como verdades absolutas o hechos determinantes.
Referiremos tres.
Uno. Que la ley no se ha restablecido: en consecuencia no cabe diálogo, ni propiciar respuestas políticas, ni indultos. La realidad es que la ley constitucional se restableció aplicando su artículo 155; supuso la derrota del procés, aunque el independentismo logró una victoria simbólica el 1-0 (a cuenta del apaleamiento de los votantes en el referéndum anticonstitucional) que tuvo proyección internacional y que quedó ridiculizada por una DUI que duró segundos. Que elecciones autonómicas posteriores permitan al independentismo formar Govern no revela alteración del orden constitucional sino que España es una democracia.
Dos. Que Sánchez necesita indultar para mantenerse. La realidad legal: su derecho a la presidencia llega hasta el final de la legislatura. Puede renunciar a él. O perderlo por una moción de censura (si Casado creyera sus denuestos contra el presidente estaría obligado a presentarla). El Gobierno cuenta con unos PGE que le dan plazo y le permiten mejorar la gobernabilidad necesaria para la reconstrucción económica. La importancia del apoyo parlamentario de ERC está en relación directamente proporcional con el desentendimiento del PP de la gobernabilidad de la democracia española. Le interesa mucho cuando gobierna, poco cuando le toca hacer oposición.
Tres. Que los indultos son ilegales y contra el poder judicial. El Tribunal Supremo (Sala Penal) ha informado que “no puede hacer constar la más mínima prueba o el más leve indicio de arrepentimiento” y concluye “negativamente la concesión de cualquier forma de indulto —total o parcial—”. La ley no exige el arrepentimiento como requisito imprescindible. El criterio del sentenciador penal es determinante para impedir el indulto total, no el parcial. La legalidad de los indultos no la controlará la Sala Penal del TS, sino la del orden contencioso-administrativo. Esta, en 2013, empezó a exigir motivación, a fin de evitar arbitrariedad, en los casos en que hubiera oposición del ministerio fiscal y del tribunal sentenciador; advirtiendo que no podía “revisar la decisión de indultar”. Los reales decretos deberán motivarse, pues. Pero proclamar de plano su ilegalidad antes de ser aprobados es negar al Gobierno su potestad constitucional y atribuírsela al juzgador penal.
Pasemos al meollo: ¿Existen razones de utilidad pública invocadas por el presidente para fundar su voluntad de indultar? Las hay, aunque haya dudas razonables sobre si los indultos cumplirán su finalidad.
La responsabilidad del Gobierno pasa por esmerarse en la motivación. Porque serán recurridos (incluso cabe que el TS matice su jurisprudencia extendiendo su examen a la motivación, aunque el parámetro de legalidad seguirá siendo el de si resulta arbitraria, no si resulta convincente a criterio de la sala). Y, sobre todo, porque una motivación acertada es necesaria para que la ciudadanía les reconozca legitimidad mayor.
¿Qué razones? Están en la realidad.
El procés ha conllevado una fractura que ha partido por la mitad a millones de catalanes: los movilizados masiva, duraderamente y con creencia cambiante (España no nos quiere, nos roba, nos reprime, no nos deja votar...) en pro de la separación; los que sintieron la asfixiante presión del independentismo que los expelía de la vida pública. Esa creencia y esa presión hoy están en retroceso. El president Aragonès, a diferencia de Torra, no refiere la acción de su Govern a “cumplir el mandato del 1-O”.
En esta situación, no antes, los indultos, aún siendo solo parciales, pueden contribuir a restablecer la calma, mejorar la convivencia entre catalanes; aumentando así la presión ciudadana para que mejore la gobernabilidad en Cataluña, basada en la dialéctica Gobierno-oposición, y ocupada en los graves problemas sociales cotidianos y en el futuro de Cataluña.
Esa posibilidad está en el dato del muy superior porcentaje de catalanes que apoyan los indultos al de los que se oponen; que indica también que esta raya divisoria no separa a los independentistas de los partidarios de la unidad, sino a los que apoyan estrategias de la tensión de los que quieren liberarse de estas.
La decisión de indultar puede motivarse como una medida que persigue pacificación y buen gobierno, apoyada en la creciente voluntad y necesidad de convivencia en la sociedad catalana.
Nos concierne también a las generaciones de españoles vivos. Hay advertencias de inflamación al amparo de una oposición mayoritaria de los españoles. Mayoría circunstancial y ya declinante en una opinión pública asaltada por hipérboles dramáticas (suicidio, traición, venta de la justicia…). Para la unidad de España y para su democracia mejor que apelar a sus pueblos —para que sus parlamentos autonómicos y sus ayuntamientos se alcen contra los indultos— es apelar, como ha hecho Sánchez, a la magnanimidad, a la benevolencia del pueblo español, a su consciencia integradora, en correspondencia con el papel que pretendemos en la Unión Europea.
Quizá convenga que el presidente (tras aprobar los indultos, para no diluir la potestad y la responsabilidad de su Gobierno) comparezca en el Congreso, la sala suprema de la motivación.
Francisco Aldecoa es catedrático de Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid; Juan Sisinio Pérez-Garzón es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Castilla-La Mancha, y José Sanromá Aldea es abogado.