Deriva autoritaria de nuestros representantes

Las ciudades -los ciudadanos-», hace decir Jenofonte a un ateniense, «tratan a los gobernantes como yo a mis criados. Quiero que mis sirvientes me proporcionen en abundancia todo lo que necesito y que no tomen nada; los ciudadanos quieren que sus magistrados les proporcionen el mayor número posible de ventajas y que se abstengan de tomar absolutamente nada». Los fundadores de la democracia consideraban que el gobernante tiene por fin favorecer y que, cuando no lo hace, está sujeto a la crítica del pueblo, pues, como nos transcribe el profesor R. Adrados al hablar de esta primera ilustración griega creadora de la democracia, a través de los primeros textos de Demócrito, Protágoras y otros, se parte de la premisa de que es más lógico que el gobernante sea criticado que aplaudido, «pues no fue elegido para hacer el mal, sino para favorecer, de igual modo que se critica al que no devuelve un depósito y no se elogia al que lo devuelve».

En la larga y compleja transformación y evolución de aquella democracia directa (de la que quedaban excluidos esclavos, mujeres y extranjeros) a nuestras democracias representativas por sufragio universal, ese principio de responsabilidad del gobernante democrático frente a los ciudadanos también ha cambiado, pero aun así se ha mantenido como inexcusable la exigencia de cierta transparencia de los asuntos públicos y de las aplicaciones de los dineros de los contribuyentes a los servicios y bien común del mayor número de ciudadanos. Bien es verdad que en sociedades tan complejas como las actuales, y a pesar de las instituciones que en principio garantizarían la separación de poderes como requisito indispensable para la libertad de los ciudadanos y su igualdad ante la ley, los gobernantes políticos sortean cada vez más hábilmente los controles institucionales y, a veces, ante la perplejidad de los gobernados, con un buen grado de cinismo o al menos sin ningún pudor. A veces, ante el descaro con el que niegan lo que antes habían afirmado -nunca se reconoce no ya el error, sino ni siquiera la desviación de cualquier apreciación sobre la realidad-; ante cierta chulería de algunos que son cogidos con las manos en la masa en cuestiones de dineros e inversiones públicas (que nunca devuelven, por cierto); ante la exculpación sobre sus propias decisiones y el traslado de responsabilidad a cualquiera que pase por ahí -ni siquiera se han librado los sufridos meteorólogos-, y sobre todo, ante el intervencionismo de distintos estratos de nuestras autoridades políticas y locales que deben creer que los ciudadanos son simplemente súbditos con la finalidad de pagar impuestos y obedecer; ante todo ello, mas bien parece que -dando la vuelta a lo que la democracia ateniense esperaba de sus servidores políticos-, han hecho suyas las instrucciones que Jonathan Swift, con su habitual mordacidad, recomendaba en sus Instrucciones a los sirvientes: «Cuando hayas cometido una falta, muéstrate siempre insolente y descarado, y compórtate como si fueras la persona agraviada; eso minará de inmediato la moral de tu amo o señora».

No pedimos tanto como los atenienses querían de sus magistrados, pero sí al menos que no nos traten a los ciudadanos como Swift recomendaba a los sirvientes del siglo XVIII frente a sus amos o patrones. Y especialmente que encima no se consideren nuestros salvadores o los guías de nuestros comportamientos y actitudes.Los ilustrados y liberales de nuestra tradición democrática siempre desconfiaron, con razón, de los grandes hombres y de los salvadores de la patria y de las patrias que son capaces de arrasar el presente de sus contemporáneos por un imaginario futuro de perfección y gloria, e insistieron en la pasión de mando y dominio que existe en la condición humana en todas las épocas y regímenes. Para ello se inventó la política, siempre como un medio para la mayor felicidad en lo posible de la mayoría, y nunca en la tradición liberal como un fin en sí mismo. También por eso, preferían gobernantes mediocres -en el sentido clásico de calidad media, de moderación-, que cumplan con sus obligaciones, y no espíritus iluminados que creen poseer la piedra filosofal para transformar el mundo según sus propias creencias o ideologías.

Que un político de nuestros días, sea del nivel que sea (nacional, autonómico, municipal), se permita insultar o descalificar a los ciudadanos con los que no está de acuerdo o que han expresado por vías legales su disconformidad con decisiones tomadas por tal representante, debería levantar un clamor generalizado con independencia de adscripciones ideológicas o políticas, siempre que -claro está- queramos seguir preservando, y mejorando en lo posible, la convivencia democrática, además de reforzar la ciudadanía y la interiorización de principios de igualdad, libertad y respeto a la ley. Hay que recordar una vez más que a la autoridad política se le ha delegado el monopolio de la fuerza (material y jurídica: el uso de la policía, del Ejército y del BOE, para entendernos), lo que le da una significación que no tiene ningún otro poder fáctico en la sociedad, y se le ha otorgado ese poder -que debe ser controlado a través del juego de las instituciones- para favorecer al conjunto de los ciudadanos, en la medida de lo posible, y no para aniquilar al adversario o entrometerse en la vida cotidiana de los individuos.

Llama la atención, por ejemplo, que un representante democrático, inteligente y cultivado en este caso, considere que la política y su acción de gobierno tiene como finalidad «conseguir transformar la sociedad» y para ello hay que conquistar «los instrumentos del poder», según un tanto ingenuamente declaraba y repetía no hace mucho en una entrevista. Pero, lo que es peor, es que ello no escandalice a nadie, lo que bien puede ser indicio de lo lejos que estamos de un sentido democrático y liberal de la ciudadanía.«Transformar la sociedad desde el Gobierno», ¿qué quiere decir, en qué sentido? ¿No han sido suficientes las experiencias autoritarias y totalitarias del siglo XX para vacunarnos de esas pulsiones mesiánicas desde el poder? Se argumentará inmediatamente que no hay que exagerar, pero el diablo está en los detalles, como es sabido. Hoy sabemos bien por las ciencias sociales cómo fructifica con facilidad en un grupo social la personalidad autoritaria y como la sumisión individual -máxime si el ambiente político está marcado por el miedo y la corrupción, como ocurre en algunas comunidades y municipios- acaba acatando como normal las intromisiones del poder en la vida privada de los ciudadanos. Recientemente, la película La Ola, basada en un hecho real ocurrido en EEUU y trasplantado cinematográficamente a la Alemania actual, ejemplifica bien la deriva autoritaria que insensiblemente puede atenazar la percepción de una realidad social y las conductas de sus individuos.

En la España democrática actual, el intervencionismo del poder político sobre los ciudadanos en los distintos escalones, y sin olvidar el más directo municipal y autonómico, raya a veces entre el delirio que denunciaba lúcidamente hace algún tiempo Muñoz Molina y el carácter esperpéntico que ironizan muchos de nuestros mejores humoristas y ensayistas. Desde la vigilancia de Observatorios que se erigen en inquisidores no sólo de las conductas ciudadanas sino que también pretenden ordenar sus creencias íntimas o sus expresiones y lenguaje según lo que consideran políticamente correcto, pasando por leyes autonómicas que pretenden dictar los tiempos en que los padres adoptivos deben comunicar a sus hijos el hecho de la adopción, por jueces que dictan sentencias desproporcionadas (la madre condenada por el altercado con su hijo, la compañera de un divorciado condenada a pagar la pensión de la anterior esposa e hija de su actual pareja, etcétera), por las «policías culturales» tipo SGAE -como las definió un diario nacional-, por políticas lingüísticas que mutilan la educación y el futuro de los niños -y que afectan a los más desfavorecidos-, por alcaldes y otras autoridades locales que expedientan o investigan a maestros y profesores por los libros o películas que recomiendan a los alumnos, por la utilización orwelliana de las palabras que -como Humpty-Dumpty- creen algunos gobernantes y políticos que significan lo que ellos quieren que signifique, y asimismo por la utilización del lenguaje grosero y de maltrato -cuando no calumnioso- frente al adversario, etcétera. En todo ello se enseñorea en nuestra vida y cultura (?) política un aire autoritario del Gran Hermano que pretende controlar y ordenar a súbditos obedientes en lugar de a ciudadanos libres.

Un ejemplo entre lo esperpéntico autoritario y lo inverosímil es la disposición municipal en la ciudad de Madrid sobre el reciclaje de las basuras: en lugar de intensificar las campañas de concienciación del ciudadano y de poner con amplitud los medios materiales para tal reciclaje, se crea una inspección de las basuras -que además no admite al parecer competencia de marginal alguno que se le ocurra hurgar en los desperdicios- para vigilar los cubos del vecindario y, lo que raya en el despropósito y la falta de respeto a cada ciudadano contribuyente, las multas posibles por no diferenciar como es debido las basuras se imponen a la comunidad de vecinos en bloque. Que las autoridades municipales en una democracia vuelvan a las penas pecuniarias colectivas propias de las épocas estamentales -la proporción entre delitos y penas, y que éstas recayeran sobre el individuo transgresor y no sobre el grupo familiar o local, fue uno de los arietes históricos contra el Antiguo Régimen- y que con ello, además, inciten indirectamente a la tensión o la delación entre los vecinos, no sólo resulta a mi entender una vulneración de los derechos individuales, sino también un testimonio de esa falta de sensibilidad de lo que debe entenderse por servicio público.

Frente a la inclinación por la «policía de las pequeñas distracciones» y para no ser minados en su moral por esa actitud prepotente y victimista a la vez de grupos granados de muchos políticos o autoridades actuales, habrá que enarbolar el «que nos dejen ser como somos » (de nuevo Montesquieu) en todo lo que no daña la libertad del prójimo o conculque las leyes iguales para todos; algo muy distinto de las ocurrencias autoritarias y entrometidas que pretenden imponernos su verdad y que tienden a convertir -algo muy peligroso- los hechos en opiniones y sus opiniones en imperativos. Como Richard Rorty argumentó: «Cuidemos la libertad y la verdad se cuidará sola».

Carmen Iglesias es miembro de la Real Academia Española y de la Real Academia de la Historia, y presidenta de Unidad Editorial.

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