División de poderes

El invocar la división de poderes como valladar de las libertades políticas e individuales se ha convertido casi en un lugar común para los estudiosos del Derecho político. Sin embargo, no olvidemos que hay quien reclama un poder omnímodo para las mayorías en nombre de la soberanía popular. Es muy poderosa la retórica de quienes buscan acabar con las libertades en nombre de la voluntad popular. De hecho, quienes buscan defender las libertades dividiendo el poder político encuentran dificultades en la aplicación de esa división en un Estado democrático. La idea de democracia representativa resulta ser una débil defensa contra esa visión abusiva de la democracia. El centro de tal dificultad está en la contradicción que anida en el concepto de soberanía nacional. Es muy difícil dividir la soberanía, pues por su propia naturaleza tiende a concentrarse en un solo sujeto, sea el monarca, la nación, el pueblo, o la mayoría de los votantes. Quizá deberíamos reinterpretar el concepto mismo de soberanía, aunque esté consagrado en la Constitución.

Fue en el siglo XVII, asolado por las guerras de religión, cuando los filósofos de la política dieron a luz el concepto de ‘soberanía’. Se buscó la paz, no tanto en la virtud de la tolerancia, como en el poder del soberano. ‘Cujus regio, ejus religio’ (a tal rey, tal religión) fue el principio que finalmente se impuso en la práctica. El gran teórico de la noción de soberanía fue Jean Bodin en ‘Les six livres de la République’ de 1576. El libro merece leerse por su poderosa estructura lógica. Él reclamó para el Estado «el poder absoluto y perpetuo» como condición de una sociedad bien arreglada.

Es una notable y coherente construcción de teoría política, al estilo de una opresiva pirámide egipcia. Produce aún más angustia que la lectura de ‘El Príncipe de Maquiavelo’. Bodin deduce la totalidad del sistema legal de una sociedad de un único vértice: el poder originario del rey. En el Libro I, cap. VII, dice Bodin: «La soberanía es el fundamento principal de toda república». Esta idea pervive. Sólo una mente absolutista encuentra satisfacción en organizar todo el Derecho partiendo de un único principio. Descabezada la monarquía por la Revolución Francesa, la nación heredó la soberanía. Como dijo el abate Sieyès, «la nación existe ante todo y es el origen de todo. Su voluntad es siempre legal; es la ley misma». Por eso la soberanía está investida en la nación y se expresa en «el poder absoluto, perpetuo e indivisible de la República». No puede concebirse colección de herejías más contrarias a la libertad que estos principios fundacionales de la República Francesa, heredados a ciegas por las Constituciones democráticas del mundo entero.

Bien dijo Karl Popper que la soberanía es una idea paradójica, especialmente en una democracia: ella puede investir la soberanía en un tirano. Si el pueblo es soberano, ¿dónde queda el individuo? El Derecho es una institución social, no un ideal platónico.

No puede concebirse nada tan incompatible con la idea de soberanía nacional indivisible como la división de poderes. Fue Montesquieu en 1748 quien acuñó el principio de la necesidad de frenos y contrapesos para embridar los abusos de los poderosos. La tomaba de la Inglaterra de su tiempo, que los ingleses hoy han olvidado. Se solía decir que el Parlamento inglés puede hacerlo todo, excepto convertir un hombre en una mujer: hoy sí puede.

La división de poderes es más fácil en un sistema presidencialista. Ese principio lo recogió la Constitución de los EE.UU. de 1787. Mal que bien, aún se respeta. Allí la legislación no compete al presidente de la Unión, sino al Congreso, y a menudo las dos Cámaras difieren. El presidente de la nación tiene a su vez el poder de vetar el texto final propuesto por las Cámaras.

También importa que sean éstas las que enmiendan y aprueban los proyectos de Presupuestos compilados por la Presidencia. La modificación de un impuesto o la creación uno nuevo necesitan una ley separada. Además, la división de poderes se refuerza allí por la independencia del Tribunal Supremo. Incluso es posible procesar criminalmente a un antiguo presidente. Aun así, el presidente de los EE.UU. busca a menudo evitar la limitación de sus poderes delegando capacidad legislativa en la Administración o dictando ‘Executive orders’, una forma americana de decretos-ley de la que abusó Donald Trump.

En un sistema parlamentario de coaliciones, como son el español y los europeos en general, la forma de trocear la soberanía es menos evidente. No hay división de poderes entre el legislativo y el ejecutivo: el Gobierno es quien redacta los proyectos de ley y los hace aprobar por las Cortes. Mientras la coalición se mantenga unida, el Ejecutivo lo puede todo. Aun así, también en España se ha abusado del decreto-ley. La soberanía está expulsando la libertad de nuestras democracias.

No hay que abandonar la lucha contra la concentración del poder político. Cuando el Ejecutivo intenta apropiarse de todos los resortes del mando, queda el recurso al Poder Judicial, a los poderes locales, y a las instituciones independientes. En España, los socialistas y nacionalistas han criticado lo que llaman la «judicialización de la política», el muy justificado recurso a los Tribunales, tanto dentro del país como en las instancias europeas. Son muchas las autonomías y ayuntamientos gobernados por la oposición, que ponen o deberían poner límite a los abusos del poder central. Instituciones como el Banco de España y la Airef alivian el peso del monopolio político. No son flacas las defensas que nos quedan a los amantes de la libertad. El individuo es el soberano, limitado por el respeto de las soberanías de los demás.

Pedro Schwartz es académico de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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