El desmayo de Europa

Mayo ha sido siempre el mes europeísta por antonomasia desde 1950 y una ocasión para el balance y los buenos propósitos. Tal y como ha arreciado la crisis económica y financiera y la lentitud y torpeza europea para encararla, se ha ensañado la cacería contra el proyecto europeo y, por otra parte, los argumentos para defender a la Unión Europea han pecado, a veces, de grandilocuentes y excesivamente autocomplacientes.

Un proceso que nació bajo el impulso del apoyo ciudadano en el pasado siglo ya no lo tiene desde hace años, aunque tampoco necesita expresarse de la misma forma que tras la II Guerra Mundial. La falta de sintonía entre ciudadanos y proceso de integración es una realidad; en los 90, hubo un cierto desinterés acerca del rumbo y contenido de las políticas europeas y, hoy, una manifiesta desconfianza. Claro que la opinión pública muestra impotencia y desprecio no menor sobre la política interna. No hay liderazgo nacional, no puede haberlo en Europa.

Apenas hay espacios comunes de preocupación entre los responsables políticos nacionales y europeos con la ciudadanía; la justificación y autocomplacencia del proceso que logró la paz y bienestar de varias generaciones en los 60 años «juntos» no satisfacen a la opinión pública. Para las generaciones de europeos nacidas tras la caída del Muro de Berlín, la paz y el bienestar, los dos bienes públicos imprescindibles en toda sociedad, no son proyectos de futuro, sino activos patrimoniales. Se dan por descontado. Eran problemas tras la posguerra y la UE los supo resolver y forman parte de nuestro acervo político, de nuestra conciencia europea. Para las generaciones actuales, la paz y la reconciliación no justifican ni se compensan con la falta de objetivos de futuro para ellos, que tienen los problemas en tiempo presente. No se puede vivir de rentabilidades pasadas que no garantizan las futuras.

Frente a la Europa existencial, la Europa volcada en los grandes proyectos de futuro entre 1950 y 2000, desde esta última fecha triunfó la idea de la Europa instrumental, incluso antes de la misma crisis, ya durante el dañino debate constitucional. Europa como instrumento de solución de los problemas inmediatos, renunciando, por la dramática heterogeneidad de percepciones tras las oleadas ampliatorias, a la profundización del proyecto político. Sin embargo, desde 2008 a la actualidad la crisis de confianza en la UE es palmaria pues se ha probado que tampoco sirve como instrumento. La ciudadanía desea que se encuentren soluciones a los nuevos problemas, algunos generados, propiciados o aumentados por la misma clase política, con frecuencia poco competente, ensimismada por el poder económico y político acumulado, corrupta las más de las veces, y siempre cínica cuando habla de principios, valores y derechos humanos.

Lo grave es que a los europeos del sur la UE nos daba una gran confianza, no solo por ser un producto milagro para nuestro bienestar. Sabíamos que frente a la incompetente y corrupta clase política nacional, había la red de salvación europea. Y esto se nos ha venido abajo. No se cuestiona la unión monetaria, sino la UE misma.

Se ha venido abajo el fructífero liderazgo franco-alemán, a cuyo rebujo siempre le daban legitimidad la cohorte de siete Estados más comprometidos con la integración (Benelux, Italia, España, Irlanda, Portugal). Ese impulso tradicional se esfumó, Alemania renunció a sus lealtades europeas y el unilateralismo sustituyó al liderazgo.

Para una mayoría de Estados el proyecto nacional se retroalimentaba del europeo; he sostenido desde hace muchos años que, en el caso de España, la integración europea forma parte del propio «proyecto nacional» de España. La gran mayoría de Estados estimaba que renunciar al ejercicio de algunas competencias soberanas atribuyéndolas a instituciones equilibradas con el sistema de pesos y contrapesos en las que todos participábamos suponía no una pérdida sino compartir soberanía y recuperarla. La contrapartida era la simetría cooperativa del método comunitario en el que las instituciones ejercían sus respectivos papeles y no se ejercía, como ahora, un intergubernamentalismo unilateral y asimétrico en monopolio por un solo Estado: Alemania. Una Alemania europea que ha desaprovechado la ocasión de ahondar su liderazgo en Europa y en el mundo. Sí, ha puesto sobre la mesa cientos de miles de millones de euros de tan ineficiente manera que se gana a pulso el desprecio de los europeos. Prensa alemana seria como Der Spiegel que acusó a Alemania de arruinar la construcción europea que las generaciones anteriores habían construido con esfuerzo.

El problema más dramático es la desinstitucionalización de la UE. El ingenioso sistema institucional ha dejado de funcionar. No es que esté en crisis, sino que ha dejado de funcionar en el pilotaje de la crisis económico-financiera. La Comisión no ejerce su papel de impulso y moderación; ya no propone, aunque formalice las imposiciones alemanas como propuestas; y ha descuidado su papel de guardiana de los Tratados. El Consejo no debate ni busca consensos y da instrucciones a la Comisión: se impone Alemania. El más poderoso Parlamento del mundo (comparto la idea con López Garrido) ¿qué ha exigido el Parlamento Europeo que se haga ante la crisis?

Sostengo que Europa no es una excusa para ocultar la ausencia de reformas y responsabilidades internas de España y de nuestros políticos. Pero la UE tiene que ejercer su papel. La historia de la integración europea es también la historia de sus crisis. Y cuando las ha habido, siempre teníamos la red de un entramado institucional y jurídico que impedía que el sistema se fuera abajo; ese sistema tenía su inercia y hacía que siguiera funcionando. Europa se nos ha desmayado.

No se necesitan nuevos tratados ni modificar la irremplazable tela de araña institucional sino cumplir las normas existentes y recuperar los equilibrios perdidos. Y hay que hacerlo ya, pues las elecciones europeas de junio de 2014 (el centenario del inicio de la I Guerra Mundial) pueden poner a la UE al borde de su deslegitimación (en las de 2009 sólo participó el 43% de los europeos) y con el riesgo de acabar siendo un monstruo político.

Los partidos políticos deben reflexionar en europeo: hacer propuestas viables y renovadoras en programas europeístas sin lecturas nacionalistas. Exigir que se aplique la previsión del Tratado de unir en una sola persona la Presidencia de la Comisión y la del Consejo Europeo logrando legitimidad, transparencia y visibilidad. Y renovar a los paniaguados que envían al Parlamento Europeo o colocan en las instituciones europeas. Se necesitan personas que conozcan bien el proyecto europeísta y lo compartan. Que vayan allí a defenderlo y hacerlo realidad y no a mejorar su patrimonio. Los partidos españoles no pueden seguir colocando en las listas europeas el desecho de tienta nacional. Ministros quemados o tocados por la corrupción u otros molestos o incompetentes pero que tienen que seguir colocados por su ineptitud para volver a su trabajo ordinario (si lo tuvieron) o su pánico a cobrar sueldos recortados.

Comparto con uno de los más capacitados y serios europeístas, Íñigo Méndez de Vigo, que los europeos necesitamos «más» Europa, ahora bien sólo donde se necesite (unión fiscal y bancaria), pero la clave es «mejor» Europa. Calidad y sensibilidad social para las soluciones a la crisis. Hay que defender, frente a los jinetes del Apocalipsis, a la UE por ser un instrumento imprescindible de civilización como jamás conoció la Humanidad.

Araceli Mangas Martín es catedrática de Derecho Internacional de la Universidad Complutense de Madrid y miembro de la Academia de Ciencias Políticas.

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