El final de una ilusión

Hubo un tiempo en el que parecía que las cosas iban a ser diferentes. Fue un momento fugaz, aunque no breve. Diría que comenzó hacia mediados de 2016 y empezó a desvanecerse (de manera abrupta) el 1 de junio de 2018, en la moción de censura que aupó a Pedro Sánchez al poder. El certificado de defunción lo expedirá estos días el Congreso de los Diputados cuando invista al mismo Sánchez, con los apoyos de Podemos y ERC, como presidente del Gobierno.

La esperanza en cuestión era que al fin la mayoría de españoles –y lo que es igual de importante: sus representantes políticos– lo había entendido. Que habíamos aprendido las lecciones del pujolismo, de los tripartitos, del Estatuto, del procés, del 9-N, de la Operación Diálogo, del 1-O. Habíamos entendido, por ejemplo, que el nacionalismo inventa agravios, trampea la historia y los argumentos, utiliza presuntos rasgos identitarios como máscara de mecanismos de poder y mercadeo de privilegios. Habíamos comprendido que no hay una fórmula de autogobierno que satisfaga de una vez por todas a sus partidos, que su lealtad a cualquier sistema es siempre temporal, y que sí, que realmente están dispuestos a romper la baraja en cuanto crean que les conviene.

Habíamos comprobado, además, que este no era un asunto menor, que no se trataba de meras cuestiones de palabras y símbolos, sino que podía desembocar en una gigantesca crisis del sistema constitucional. Habíamos comprendido también que la dirección federalizante del Estado de las Autonomías exigía delimitar y fortalecer lo común tanto como lo particular. Habíamos llegado a la conclusión –rigurosamente empírica– de que aceptar los marcos mentales del nacionalismo no ayuda ni a reducir el atractivo electoral de sus partidos ni a disminuir sus exigencias. Habíamos aceptado que la beligerancia del nacionalismo no es el producto de una presunta falta de comprensión de la diversidad de España por parte de la derecha nacional, sino que se trata de un mecanismo de oportunidad política que no necesita agravios reales para radicalizarse. Habíamos aprendido, en fin, que la DUI de Puigdemont fue el resultado de cuarenta años de recetas equivocadas.

Es cierto que muchos siempre estuvieron ahí. Pero buena parte de la esperanza tenía que ver con que el PSOE y sus sectores afines por fin parecían haberse enterado de todo esto. La deriva ilegal del nacionalismo catalán les habría obligado a ver aquello que siempre intuyeron pero nunca quisieron asumir, porque iba en contra de su cultura política y sus intereses de partido. Y habrían comprendido algo más amplio: que en España puede haber una izquierda no complaciente con los nacionalismos periféricos. Que es perfectamente factible un sistema en el que los socialistas se tiren los trastos a la cabeza con la derecha por los impuestos, la concertada, la inmigración, el Valle de los Caídos y un largo etcétera de cuestiones, sin que haya necesidad de asumir o legitimar la filfa argumental del nacionalismo. Es más, esto volvería más creíble el presunto compromiso de los socialistas con la igualdad, o su pretendida comprensión de las realidades de clase y los mecanismos de poder que se esconden tras los símbolos y las banderas.

Estos días se hace oficial que el camino elegido ha sido exactamente el contrario. El PSOE ha decidido poner tanto su labor de gobierno como su enorme capacidad de prescripción al servicio de todos los marcos que deberían haber ardido en 2017. No será un camino fácil de desandar, ni siquiera para alguien tan predispuesto a los virajes como Pedro Sánchez. El pasaje de su discurso de investidura sobre la necesidad de «dejar atrás la deriva judicial que tanto dolor y fractura ha causado» evidenció hasta qué punto el PSOE ha hecho propios muchos de los marcos del nacionalismo procesista, y hasta qué punto piensa defenderlos durante los próximos años. Al mismo tiempo, ese pasaje nos dejó intuir el gigantesco daño que esta asunción puede causar. Porque no es solo que el PSOE haya retomado el discurso que culpa a «La Derecha» de la beligerancia del nacionalismo. No es solo que rehabilite las mismas expresiones tramposas que nos han llevado a esta situación («diálogo» como sinónimo de «cesión al chantaje»; «acomodar identidades» como sinónimo de «conceder privilegios»). No es solo que recupere la idea de que los sentimientos nacionales brotan espontáneamente de las piedras y los ríos, en lugar de ser el resultado de procesos de construcción nacional dirigidos por élites y basados, a menudo, en la exclusión de otros grupos dentro de esa misma comunidad.

Siendo todo esto muy decepcionante, el verdadero peligro tiene que ver con que los nacionalistas han cruzado tantas líneas rojas en su huida hacia delante que, para acercarse a ellos, el PSOE debe alejarse mucho más de la Constitución y de las pautas de un verdadero Estado de derecho de lo que jamás había ido. Sánchez puede soñar con ser un nuevo Zapatero, un nuevo forjador de tripartitos y pactos del Tinell con los que comprar un par de legislaturas antes de poner pies en polvorosa y dejar que otros lidien con las consecuencias. Pero parece ignorar que la ERC con la que pactó Montilla no es la misma con la aspira a pactar Iceta. El nacionalismo catalán de nuestro tiempo ha alcanzado cotas de delirio antisistema que lo convierten en un socio, más que indeseable, corrosivo. Acercarse a ellos no implica ya solamente aumentar el autogobierno, o imponer las multas a los rótulos en castellano; requiere deslegitimar al poder judicial, erosionar la separación de poderes, renegar del relato constitucionalista acerca de qué fue el procés e iniciar el desguace del Estado autonómico. Una vez ahí, claro que es más fácil acercarse también a lo más abyecto de nuestra democracia, que sigue siendo Bildu. Y todo por una voluntad de poder de la que ahora es corresponsable todo el socialismo y para la que, sí, existían alternativas. Porque se puede reprochar al centroderecha no haber evitado esta situación, pero al final es responsabilidad del PSOE no haber hecho todo lo humanamente posible por obtener su apoyo.

Digan lo que digan, un pacto que incluyese a ERC debería haber sido la última opción antes de unas nuevas elecciones, no la primera. Ahora, la ventana excepcional creada por los acontecimientos de 2016-19, esa ventana en la que realmente se podría haber cambiado inercias muy fuertes entre los votantes y los partidos, se ha cerrado. Y uno se pregunta cuándo se volverá a abrir, y cómo será la España que se asome a ella.

David Jiménez Torres es escritor y profesor de Humanidades en la Universidad Camilo José Cela.

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