El manifiesto innecesario

Cuando Jordi Pujol ideó, impulsó y aplicó la llamada inmersión lingüística para la enseñanza obligatoria en lengua catalana generó gran polémica, que se mitigó poco después en cuanto se percibió la potencialidad integradora del modelo. Los argumentos eran tan sólidos que muy difícilmente se podía rechazar tal propuesta. Partiendo de la base de que catalán es todo aquel que vive y trabaja en Catalunya, la forma más fácil de sortear el escollo del bilingüismo y por lo tanto la formación de dos comunidades separadas y compartimentadas en Catalunya (la catalanohablante y la castellanohablante) era aculturar a todos en la lengua materna de la inmensa mayoría de los catalanes, garantizando la correcta enseñanza del castellano, lengua que, además de ser el común denominador de la sociedad española, es una herramienta de cultura insustituible en el mundo globalizado (se acaba de traspasar la barrera de los 100 millones de internautas en castellano, lo que coloca a este idioma en el tercer lugar del mundo). La Constitución, que consagra el castellano como "la lengua oficial del Estado" y declara que "todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla" (Art. 3.3), no padece en absoluto con la implantación de dicho sistema.

La inmersión lingüística dejó, pues, de generar controversias. La aceptó el PSOE, en el Gobierno entonces, y la sostuvo el PP sin problemas durante sus dos legislaturas. El sistema, aplicado con variantes a Euskadi, a Baleares y a Galicia, ha funcionado bien en términos generales, y hoy puede decirse alto y claro que no existe problema lingüístico alguno de consideración en la periferia española. La paz idiomática es un hecho social que puede percibir con claridad quien visite los llamados territorios históricos.

Dicho esto, es innegable que se han cometido algunos abusos reprobables, que nadie ha negado y sobre los que existe nutrida bibliografía crítica, y que el buen funcionamiento de la inmersión requiere el reconocimiento de algunas excepciones. En efecto, determinados criterios como los de la rígida aplicación de una norma exclusivista en la rotulación de establecimientos públicos o la prohibición de usar el castellano en los medios audiovisuales autonómicos de dichas comunidades son autoritarios, intolerantes y reprobables. El hecho de que un periodista castellanohablante no pueda ser colaborador o invitado habitual en TV-3 o en la televisión autonómica balear es inadmisible por excéntrico y sectario. Y asimismo --y en este punto estriba quizá el aspecto más polémico de la cuestión-- habría que consagrar el derecho de los residentes en estos territorios a que sus hijos, excepcionalmente y por alguna razón concreta (incluso de carácter ideológico), fueran aculturados en castellano. Hay que decir acto seguido que el número de estas excepciones es objetivamente pequeño --es el caso, por ejemplo, de las familias que por alguna razón profesional hayan de residir durante un cierto tiempo en cualquiera de esas comunidades para marcharse luego--. No supondría, pues, un esfuerzo significativo para las instituciones atender esta excepción, bien directamente a través de la escuela pública, bien indirectamente en centros concertados.

En definitiva, el modelo vigente es sustantivamente correcto, si bien plantea algunas carencias y lagunas de menor cuantía que deben ser convenientemente corregidas. Así las cosas, es evidente que conviene una negociación pacífica entre el Ministerio de Educación y las autoridades educativas de las comunidades autónomas afectadas para perfeccionarlo.
Y en este punto del análisis ha irrumpido el célebre Manifiesto por la lengua común, redactado por un grupo significativo de intelectuales, asumido enseguida por el partido de Rosa Díez, abanderado inmediatamente por un determinado periódico estatal y aceptado asimismo por otro periódico de la competencia de aquel. Ambos situados en la órbita del centro-derecha.

El manifiesto es, en la mayoría de sus aspectos, obvio e inobjetable. Sin embargo, es inevitable plantearse cuáles son su utilidad y su objetivo. Porque todo indica que con esta movilización, que ya ha suscitado adhesiones y rechazos vehementes, estamos generando un problema donde realmente no lo había y una fractura donde apenas cabía señalar disfunciones menores fácilmente reparables. Todo ello con un objetivo claramente político: enarbolar una bandera patriótica de la oposición frente al poder... y, por parte del diario que ha encabezado la campaña, vender periódicos, una vez agotado el filón de la indecorosa teoría de la conspiración.

El manifiesto ha sido tomado como un agravio por buena parte de las sociedades de las comunidades con lengua diferenciada. Y, como era de esperar, en tanto el partido del Gobierno lo rechaza como una manipulación, el principal partido de la oposición lo asume más o menos explícitamente para no quedarse fuera de la controversia y aunque sabe que lo devuelve a los parajes inhóspitos del radicalismo y de la crispación que le hicieron perder las pasadas elecciones. No se ve que haya una razón intelectual para proseguir por ese camino. Más bien parece que, con una frivolidad dolosa, estamos sencillamente, una vez más, jugando con fuego.

Antonio Papell, periodista.