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El mundo Mundial 26: Sarah

 El inglés Raheem Sterling es perseguido por el sueco Victor Lindelof en el partido de cuartos de final en Samara. Credit Clive Rose/Getty Images
El inglés Raheem Sterling es perseguido por el sueco Victor Lindelof en el partido de cuartos de final en Samara. Credit Clive Rose/Getty Images

Y entonces me pidió que definiera qué era para mí un Mundial de fútbol y se me ocurrió decirle que exactamente esto: una situación en la que uno como yo —¿cómo será uno como yo?— puede llegar a mirar un partido entre Suecia e Inglaterra como si le importara.

No es fácil: en realidad, es un esfuerzo de imaginación. Ponerse en el lugar del otro, pensé después, leyendo un tuit —en inglés— retuiteado más de cien mil veces: “Mi amigo tiene dos entradas para el partido Inglaterra-Suecia del sábado. No se dio cuenta de que era el mismo día que su boda, así que no puede ir. Si estás interesado y quieres ir en su lugar, es en la iglesia de San Andrés en Cambridge y ella se llama Sarah”. Tratar de entender que, para millones, este partido es de lo más emocionante que les puede pasar en términos de fútbol. O sea, para algunos, por desgracia: de lo más emocionante que les puede pasar. Lo más emocionante que nos puede.

Sarah no va a esperarlo mucho: entenderá enseguida que el tipo era un idiota y quizás, incluso, irá a ver el partido al pub de ahí a la vuelta y después empezará a buscar un hombre o una mujer que nunca más miren correr una pelota —o uno o una que la inviten a mirarlo juntas—. Yo, mientras tanto, pobre de mí, miro correr a Kane, Sterling y compañía limitada.

El partido, grasiadió, es bastante aburrido, e Inglaterra lo encarrila a la mitad del primer tiempo: mete un gol como meten un gol los ingleses ahora, de pelota parada. De los diez que llevaban, ocho fueron de córner, tiros libres o penales; este empezó con un centro malo que un mal defensor sueco mandó al córner sin necesidad, el centro lo cabeceó un defensa suelto —Maguire— y a cobrar. Los cabezazos de grandotes están siendo un arma muy frecuente en estos días: la vuelta de aquel fútbol que se jugaba con lluvia y en el barro.

Así que, ya abierto el partido, Inglaterra se puso cómoda, con espacios, mientras Suecia luchaba contra la enormidad de tener que armar un gol. No lo logró. Suecia es esfuerzo y ganas y, por supuesto, un gran ejemplo de conducta sueca.

El jugador más conocido de su historia es, lo sabemos, Zlatan Ibrahimovic, un 9 fuerte, hábil y atrevido, hijo de inmigrantes bosnios y croatas que pasó por el Ajax, la Juve, el Inter, el Barcelona, el Milán, el Paris Saint-Germain y el Manchester United antes de terminar en el LA Galaxy. Hace dos años, cuando su selección no pasó la fase de grupos de la Eurocopa 2016, Ibra se despidió de ella.

Pero después la selección sueca entró segunda en su grupo de clasificación para Rusia —detrás de Francia, por delante de Holanda— y le ganó la repesca a Italia: la sorpresa fue enorme y el señor Ibra dijo que quería volver. Era el ídolo, el grande, y creyó en su derecho: “Un Mundial sin mí no sería un Mundial”, dijo en un programa de televisión. Pero ya no lo necesitaban: “Si rechazó al equipo, no creo que deba volver. Respeto lo que él mismo dijo. Solo estarán en el Mundial los que dijeron que sí”, le contestó el técnico Janne Andersson.

A Suecia, además, le fue mejor sin él; entonces aparecen las preguntas que algunos preferirían no hacer: ¿es más productivo jugar sin un jefe indiscutido, un foco de las tácticas, uno que condiciona cómo juegan los demás? La Argentina, país de Messi y su banda de amigos, podría aportar a ese debate —si en la Argentina, además de grititos, pudiera haber debate—.

A Suecia le fue bien sin Ibra hasta este mediodía: hoy pareció que había llegado al tope. Así que los ingleses se pasearon con la cabeza alta y dispuesta y golpeadora y consiguieron un gol más y definieron. Inglaterra, que se pasó un par de décadas muy lejos de la elite, se lanzó hace unos años a trabajar en serio: ahora es campeona del mundo sub-17 y sub-20 y su selección mayor ya entró entre las cuatro mejores, donde no había estado en casi treinta años. Y hay una diferencia radical: es el único equipo cuyos 23 integrantes juegan en su país, su propio campeonato.

Después, por la tarde, venía otro partido. Y ahora es cuando estoy tentado de decir que un Mundial es una cosa que, a pesar de todos sus esfuerzos, no consigue que uno como yo —¿cómo será uno como yo?— mire en serio un partido entre Rusia y Croacia. Hasta ahí podíamos llegar. O, mejor dicho: hasta ahí no pudimos, y ese es el problema.

No pudimos: los partidos llamativos se perdieron en esta niebla rara y solo queda mirar, de a ratos, aburridos, envidiosos, cómo dos selecciones sin la sombra de un brillo aburrían por noventa minutos, salvo esos diez en el primer tiempo cuando los dos hicieron goles y después, ya agotados, se hicieron otros dos en el suplementario. Y cómo el arquero croata, Danijel Subasic, volvió a ser héroe en los penales y les empató a Goycochea y Schumacher el récord de cuatro atajados en un mismo Mundial y clasificó a Croacia para pelear con Inglaterra una semifinal tan justa de promesas: los cabezazos contra los penales.

Será el miércoles: dos países lo esperan en vilo, doscientos con leve tedio rencoroso. Yo solo espero que Sarah, esta vez, elija mejor su candidato.

Martín Caparrós es periodista y novelista. Sus libros más recientes son Todo por la patria y Postales. Nació en Buenos Aires, vive en Barcelona y es colaborador regular de The New York Times en Español.

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