En busca de otra universidad

La universidad española, como todo en nuestro país, está patas arriba. En los últimos cincuenta años se ha reformado una y otra vez, pero es palpable que todavía no se ha logrado acertar. Contamos, porque es así, con excelentes maestros, con investigadores vanguardistas, con alumnos inteligentes y con gestores y personal de servicios muy cualificados. También con algunas buenas universidades, claro que sí. Pero el hecho es que la universidad española, en su conjunto, no funciona, no acaba de funcionar, al menos al nivel deseado. Es muy poco competitiva en la liga global. Así lo muestran los ranking mundiales más fiables, en los que, por desgracia, nuestras universidades, salvo honrosas excepciones, brillan por su ausencia. Su excesiva burocratización, su localismo, su ritmo cansino y aletargado, su endogamia, su ineficiente sistema de financiación o su ausencia de liderazgo, son algunas de las causas que hacen que nuestro sistema universitario no sea un modelo de referencia internacional.

No es momento de detenerse en el análisis pormenorizado de cada una de estas causas, pues todas ellas apuntan en la misma dirección: el sistema universitario español está agotado; se ha quedado obsoleto. Por eso, lo que necesita la universidad española no es una nueva reforma, una más en la larga lista de reformas universitarias acumuladas en los últimos decenios, sino una auténtica mutación institucional: una profunda y consensuada restructuración. Esta restauración universitaria, en mi opinión, debe hacerse conforme al modelo universitario americano, y no de acuerdo con el paradigma continental europeo, también gastado. Miremos a Estados Unidos y no a nuestros vecinos. En este tema, como en tantos otros, ex America lux!

En nuestros días, las universidades estadounidenses son las mejores del mundo, como los fueron por largo tiempo las alemanas hasta que el régimen nazi las arruinara. A decir verdad, sólo compiten con las universidades americanas un selecto grupo de universidades británicas, un puñado de centroeuropeas y contadas universidades asiáticas. Las universidades americanas copan los puestos de honor de los ranking mundiales llegando a conseguir, en ocasiones, hasta el 80% de las veinte primeras posiciones.

Las universidades americanas han conseguido la excelencia tanto en las nuevas ramas del saber -como las neurociencias, la biomedicina, la nanotecnología, la bioingeniería o la tecnología informática- como en las ya consolidadas áreas del conocimiento -como el derecho, la sociología, la econo- mía, la comunicación o las humanidades-. Los mejores programas académicos del mundo están, hoy por hoy, en los Estados Unidos; los mejores laboratorios del mundo están, hoy por hoy, en los Estados Unidos; los mejores centros de investigación del mundo están, hoy por hoy, en los Estados Unidos. Y seguirán estando por muchos años, pues las estructuras, los valores y el know-how no se improvisan.

La universidad americana ha combinado magistralmente el modelo británico del college residencial, con el alemán de universidad investigadora y el francés, de universidad como centro de formación de profesionales. Y además ha sabido imprimirle algo muy propio y genuino de esa gran nación americana: la innovación. Por eso ha podido adaptarse sin dificultad a las necesidades de los nuevos tiempos, incluso adelantándose a ellos. Las buenas universidades americanas, ya públicas, ya privadas, ¡que más da!, son universidades con recursos propios, bien gestionadas, altamente competitivas, fieles a su misión y visión. Son genuinos focos de atracción de talento y generación de valor.

Pero hemos de tener en cuenta un dato. Poco tiene que ver la universidad americana de nuestros días con los colleges de la época colonial. El cambio sustancial de la universidad americana que se produjo tras la Segunda Guerra Mundial no se entiende sin un hecho histórico muy singular: la emigración alemana. Los centenares de científicos y profesores alemanes que se refugiaron en las grandes universidades americanas huyendo del terror nazi cambiaron el rumbo universitario estadounidense, inaugurando una etapa dorada sin parangón. Entre 1933 y 1941, por ejemplo, más de un centenar de físicos centroeuropeos emigraron a los Estados Unidos. Algo similar se puede decir en el mundo del derecho, con Hans Kelsen y Ernst Rabel a la cabeza. Y en tantas otras áreas del conocimiento. Muchos de estos sabios malvivieron antes de ser contratados por los centros universitarios más prestigiosos. Los americanos no tuvieron que salir de su país en busca de talento. Se lo encontraron en la puerta de su propia casa. De otro modo, la universidad americana no hubiera sido, ni de lejos, lo que es hoy. Al menos, tan rápidamente.

En mi opinión, así como la universidad americana no se entiende sin la alemana, la universidad española no debería entenderse, en las próximas décadas, sin la americana. Ha llegado el momento de que decenas de miles de jóvenes españoles, aprovechando la crisis y la falta de empleo, marchen a los Estados Unidos para formarse y trabajar en las mejores universidades y regresar, ya maduros, a España con el propósito de regenerar nuestras aulas. Hacer esto posible es el mejor servicio que las instituciones financieras pueden prestar a la universidad española. Pienso que cambiaría sustancialmente nuestra universidad si se exigiera, como requisito para ser profesor, un doctorado en una prestigiosa universidad extranjera y se reservaran nuestros programas de doctorado exclusivamente para alumnos extranjeros. Esta sencilla medida mejoraría el sistema universitario español en un espacio de tiempo relativamente corto por cuanto los jóvenes profesores nacionales y extranjeros contratados como docentes gozarían en todo caso de una doble titulación: una española y otra extranjera. Esta medida permitiría convertir nuestras universidades en centros totalmente bilingües (ingles y español), que es tanto como decir mínimamente competitivos. Apostemos, pues, por lo que se podría denominar la generación del hatillo, una generación de jóvenes profesores universitarios todos ellos formados fuera de España con el fin de reavivar nuestra educación superior. Éste y no otro es el inicio de la renovación universitaria. Se acabarán entonces la endogamia, el localismo, el cansancio intelectual y todos los achaques que padece nuestra institución universitaria.

Pero no todo lo que reluce es oro. En los Estados Unidos, hay universidades excelentes, buenas, mediocres y malas. Por eso, lo que jamás se ha pretendido es uniformar el sistema exigiendo que todas las universidades vayan al mismo paso. El sistema español mejoraría si, siguiendo el modelo americano, se potenciaran unas pocas universidades (públicas y privadas) hasta conseguir que se conviertieran en centros de referencia mundial. Necesitamos nuestro Harvard, nuestro Stanford, nuestro Princeton. Por puro mimetismo, estas universidades punteras se encargarán de tirar con fuerza de las demás logrando, con el tiempo, mejorar el sistema en su conjunto. Ha habido intentos en este sentido, pero no con la contundencia necesaria.

La salud de un país depende, en gran medida, de su educación superior. Dime cómo son tus universidades y te diré cómo es tu país, se podría decir. La calidad de las universidades es, en efecto, uno de los mejores baremos para valorar el presente y predecir el futuro de un pueblo. No extraña que China se haya propuesto, como una cuestión de Estado, lograr que, al menos, una de sus universidades se encuentre entre las veinte mejores del orbe. Eso es tanto como decir al mundo: ¡ya sabemos hacer universidades de referencia! No es mal camino. Algo similar debería suceder en España. Para ello, llenemos los campus americanos de doctorandos españoles y privilegiemos unas pocas universidades españolas. No hay otra receta. Lo saben los chinos.

Rafael Domingo Oslé es catedrático de la Universidad de Navarra e investigador del Straus Institute de la Universidad de Nueva York.

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