Francia, dos lecturas opuestas

La pimera vuelta de las presidenciales francesas admite lecturas contradictorias en función del prisma temporal que prevalezca en el análisis. Políticamente, como es natural, prima la consideración del corto plazo, en este caso el estrictamente inmediato que lleva a la segunda vuelta del 24 de abril. Desde este punto de vista, el suspiro con que esos resultados fueron mayoritariamente acogidos por el establishment europeo expresa el alivio que produce la impresión de que tales resultados hacen altamente probable la reelección de Macron. Pero creo que hay que pensar también en el medio plazo y a mi juicio desde esta perspectiva el alivio puede estar mucho menos justificado. Me explico.

Hace cinco años, como escribió Jerôme Fourquet, Macron consiguió en pocos meses "desafiar todas las leyes de la gravedad de la política francesa". En efecto, el sistema de la V República había reposado sobre un polo de centro izquierda (Parti Socialiste) y otro de centro derecha (Les Républicains). Ninguno de sus candidatos consiguió llegar a la segunda vuelta en 2017 y entre ambos sumaron apenas el 26,4% de los sufragios en la primera. En 2012, en cambio, Sarkozy y Hollande sumaban conjuntamente el 56,1% de los votos de la primera vuelta. 2022 ha consumado el vuelco de forma terminante: la suma de la socialista Hidalgo y la conservadora Pécresse supone un ridículo 6,5%. Es decir, el viejo orden político que ha estado vigente -con cambios más onomásticos que sustanciales en los dos polos- prácticamente desde la instauración de la V República puede darse por enterrado.

Francia, dos lecturas opuestas¿Qué lo sustituye? He ahí la bonne question. Si miramos a lo inmediato, las previsiones coincidentes de los sondeos (entre 6 y 10 puntos de ventaja para Macron), las casas de apuestas y los modelos probabilísticos descuentan la victoria del actual presidente, si bien estrechan considerablemente su margen sobre el que se dio hace 5 años (66%-33%). Esa expectativa dominante se lee en clave positiva -que sin dudar comparto- por la perspectiva de incertidumbre no sólo sobre Francia sino sobre el proyecto europeo en su conjunto que una eventual victoria de Le Pen podría traer consigo.

Sin embargo, si ponemos las luces largas -incluso dejando al margen la condición hipotética de la victoria de Macron- el panorama es bastante más complicado y, en mi opinión, no da pábulo a complacencia de clase alguna. La interpretación prevalente que muchos medios y analistas franceses hallan en el pasado escrutinio como un éxito de Macron resulta bastante cuestionable desde la frialdad de los números. Esa complacencia se basa en que ha aumentado su caudal electoral respecto a la primera vuelta de las elecciones anteriores (3,6 puntos porcentuales, casi un millón de votos), cosa que ni Giscard ni Chirac ni Sarkozy consiguieron. Siendo ello cierto, la significación positiva no está nada clara. Porque si miramos al contexto competitivo, lo que más llama la atención es que en los caladeros naturales sobre los que Macron podía lanzar las redes (votantes en 2017 del conservador Fillon y del socialista Hamon) había nueve millones de votantes y en esta elección Pécresse e Hidalgo suman apenas 2,2 millones. Por tanto, o las artes de pesca no eran las apropiadas u otros han usado redes o anzuelos mejores, porque más de seis millones de anteriores votantes de centro derecha y centro izquierda parecen haber desertado de la centralidad. De hecho, el incremento del voto populista sea de derechas (un tercio de los votantes) o de izquierdas (más de una cuarta parte de aquellos) es muy destacable. Según el criterio que utilicemos para incluir como populistas o no a algunos candidatos minoritarios, estaríamos hablando de entre un 56 y un 60% del voto a los distintos populismos contendientes en la elección.

Esta perspectiva pone en cuestión el éxito del movimiento ideológicamente transversal de La République En Marche. Su propósito declarado era buscar la centralidad, superar la creciente polarización de la política francesa y ofrecer un vehículo de nueva política basado en la innovación, en la atracción de los mejores, en la competencia y en la eficacia. Contra ese elenco de objetivos, el balance que se desprende de estos comicios por el contrario registra más polarización, más voto a los extremos y una ciudadanía en la que el determinante más nítido de buena parte de los votantes es mostrar su enfado con el statu quo.

Cabe pensar -desde un punto de vista resultadista o incluso panglossiano- que en el fondo bien está lo que bien acaba y que el sistema de elección mayoritario a doble vuelta permite un desahogo salutífero de los malos humores sociales en la primera vuelta, que luego sin embargo acaba produciendo un resultado racional en la segunda donde la genta vota con la cabeza y se decanta siempre por la opción mejor (o menos mala). Algunos, como Arcadi Espada en estas páginas días atrás, encuentran incluso manifiestas virtudes depurativas en el sistema creado por Macron, porque elimina las "excrecencias" políticas a derecha e izquierda atrayendo hacia sí lo más razonable de cada lado. Dejando al margen que no todo lo orillado de los partidos tradicionales merece un juicio tan severo, el problema, en mi opinión, es que sobre la tierra quemada del sistema partidista tradicional junto a la orquídea de la nueva política han arraigado con más fuerza y más variedad que nunca las malas hierbas.

Mis amigos franceses, que saben de esto mucho más que yo, piensan, por las mismas razones que Arcadi Espada y por algunas más a ras de tierra, que por distópica que parezca la cosa al ver los primeros resultados de la elección presidencial, el efecto lo corrige la segunda vuelta y sobre todo las elecciones legislativas que siguen dos meses después de aquella y que -gracias al complicado sistema por el que se eligen los 577 diputados de la Asamblea Nacional y a los acuerdos interpartidarios- evitan o minimizan la presencia de extremistas en el Parlamento. Por ello, son muy recelosos de cualquier reforma del sistema electoral que permitiera un acceso más proporcional de las distintas fuerzas políticas. No discuto que tengan razón; además es cierto que en las legislativas, como en las municipales y regionales, los partidos de orden tienen mejores resultados y el populismo siempre retrocede. Cada sistema electoral tiene sus ventajas y sus inconvenientes y crea sus legados que se incorporan a la cultura política de cada sociedad. Yo creo que en España un sistema electoral que cerrara de hecho el paso al Parlamento a partidos que suman proporciones tan amplias del electorado como los populistas en Francia tendría un grave problema de aceptación. Pero puesto que aquí no tenemos este tipo de elecciones, mi opinión es meramente conjetural.

Pero la gran pregunta es si no llegará el momento en que de tanto ir el cántaro a la fuente acabe hecho trizas. Porque puede que la marea populista no tenga consecuencias prácticas aparentes si Macron es reelegido. Pero las grietas políticas que a través de esa marea se expresa no se colmatan por ser silenciadas u ocultadas. Las raíces del descontento, que han analizado con precisión autores como Christophe Guilluy o Fourquet, se han hecho más profundas en este quinquenio y me parece que un Macron de salida en su segundo mandato no va a estar en las mejores condiciones para abordar esa restauración de la confianza política de los franceses. Ojalá me equivoque, por el bien de nuestros queridos vecinos. Pero en ese contexto tengo muchas dudas de la utilidad de mantener fuera de la conversación política ordinaria, la que tiene lugar en el Parlamento y en el resto de las instituciones representativas, a segmentos de la ciudadanía que a falta de voz tienden a optar por el grito, cuando no por la piedra.

José Ignacio Wert ha sido ministro de Educación, Cultura y Deporte.

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