La democracia como verdad y mentira

En agosto del año pasado celebramos en Centroamérica el 25 aniversario de los acuerdos de Esquipulas, que fueron la llave para la solución política de la guerra que envolvió a toda la región a lo largo de la década de los ochenta del siglo pasado. Y este mes se celebra un cuarto de siglo de los acuerdos de Sapoá, firmados entre el gobierno sandinista y la Resistencia Nicaragüense, los contras, que abrieron el camino hacia las elecciones de 1990, y que el sandinismo perdió.

El escenario global cambiaba entonces. Se acababa el mundo bipolar, y en esta pequeña esquina del tablero la democracia se convertía por primera vez en décadas en el actor decisivo. Desde entonces empezamos a elegir gobiernos, sin importar más su color ideológico, y los golpes de estado se volvieron asuntos del oscuro pasado, salvo por la excepción del derrocamiento del presidente Zelaya en Honduras.

Hay dos gobiernos electos provenientes de organizaciones guerrilleras, en El Salvador y Nicaragua. También hay en Guatemala un presidente que proviene de los altos rangos militares, pero no a consecuencia de un golpe de estado, sino de elecciones. Por primera vez estamos viviendo bajo las reglas de la democracia representativa.

El promedio de participación electoral ronda el 70%, contra un 40% o menos en los Estados Unidos. ¿Qué hemos ganado, en fin de cuentas, hasta hoy? Que en la gran mayoría de nuestros países podemos votar sin temor a los fraudes. Es una cuenta positiva, pero para defenderla, hay que ponerla en cuestión. No podemos dar por garantizado que no habrá retrocesos. Que las instituciones no sean manipuladas ni sujetas a voluntades autoritarias, ni a la corrupción, ni a las influencias del narcotráfico, o lo que es peor, a una mezcla maligna de todo eso.

¿Funciona entonces la democracia en Centroamérica? ¿Son las instituciones suficientemente sólidas? ¿Tenemos garantizada la supervivencia del sistema a largo plazo? ¿Son los jueces independientes del poder político? ¿Existe la libertad de expresión? ¿Se puede confiar en la transparencia en el uso de los recursos públicos? ¿Nos hemos librado de la impunidad? ¿Se ha ausentado para siempre el caudillismo? Desgraciadamente no. Las elecciones periódicas no son capaces de responder por sí solas a este conjunto crucial de preguntas.

Y entre todas ellas, hay aún otra de trascendental importancia: ¿Ha sido capaz en estos años la democracia de generar bienestar? ¿Ha sido capaz de producir cambios estructurales? Reducción en los niveles de extrema pobreza, un sistema tributario justo, empleos calificados, la ampliación de la clase media. Cambios profundos en el sistema educativo, para que llegue a ser capaz de producir desarrollo real. Sin duplicar al menos la inversión en educación, las modestas tasas de crecimiento alcanzadas hasta ahora seguirán congeladas, y en el futuro seguiremos teniendo, por tanto, un desarrollo mediocre. Marcar el paso no es avanzar. Y para avanzar se necesitan dos bases imprescindibles: educación e institucionalidad democrática.

La autocracia sigue siendo una amenaza. Cuando el poder personal debilita a los partidos políticos y debilita a la sociedad civil, la democracia empieza a asfixiarse. Es mala la excesiva fragmentación política, porque perjudica el sistema de partidos y convoca la ingobernabilidad; y es mala la concentración de poder en un solo partido o en una sola persona porque destruye la participación democrática y a la postre llegará a transformarse también en ingobernabilidad, como la historia nos enseña.

Pese a todos sus tropiezos, la democracia es una obra en marcha, que se sigue por el sistema de prueba y error en el que, al menos eso deseamos, la cantidad de yerros vaya siendo cada vez menor que el de los aciertos. Los ciudadanos, mientras más ciudadanos sean, elegirán cada vez mejor. Y mientras más educados sean, elegirán aún mucho mejor. Siempre que no se les impida.

La democracia tiene que enfrentar amenazas, y algunas de ellas son mutables. Cambian de rostro, y de ropaje. Hoy escuchamos hablar de proyectos políticos de nuevo socialismo, que, precisamente porque en su concepción populista marginan la participación pluralista de la sociedad, se convierten en proyectos antidemocráticos. Éstas son más bien utopías regresivas, porque, por desgracia, la ambición de controlar a la sociedad desde el poder es de vieja data en el continente americano, y no nos dice nada nuevo.

Un gobierno populista crea satisfacciones paliativas en la población que se transforman en apoyo electoral, pero al costo de degradar la dignidad de los electores con donaciones, subsidios y regalías. Pero estas políticas ni resuelven el problema de la democracia, que más bien debilitan, ni resuelven el problema del desarrollo económico sostenible. Es lo que ocurre en Nicaragua.

Democracia, seguridad ciudadana, libre expresión del pensamiento, equidad social, justicia económica. Fortaleza de las instituciones, transparencia de la gestión pública. Educación de calidad como palanca imprescindible del desarrollo. La pregunta real es si un gobierno autoritario, sea duro o moderado, puede asegurar hacia el futuro esta convergencia de fortalezas de la democracia, o más bien la destruye. La historia de América Latina puede ser vista también como un museo, donde estos proyectos mesiánicos y mentirosos se apolillan en sus sarcófago.

Sergio Ramírez fue vicepresidente de Nicaragua y es escritor. Acaba de publicar Flores oscuras (Algaguara).

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